Por María Emilia Franchignoni
Un grito pelado en medio de la noche. El celular marca las 4 am. Mi hijo desesperado clama “Mamaaaaaaá” y yo intento vanamente por un buen rato desoír esa vocecita interna que me tienta, me instiga: “¡No le des bola! Que se calme solo, ya es grande: ¡¡tiene TRES años!! Relajá y seguí durmiendo”.
En este preciso momento me gustaría aclarar que no siempre fui así, digamos...tan mala madre. Pero sucede que desde que comenzó la “Cuareteeeerrrrrna” -sí, con muchas “eeeeh” a lo Homero Simpson y otras tantas erres, las correspondientes a ya no me alcanzan los dientes para masticar tanta bronca- desarrollé una suerte de adicción a unas presuntamente amistosas pastillitas color verde que comercian libremente en la “farmacia de tu barrio” (que aún sobreviven a las cadenas invasoras) y que, ¡gracias a la nocturna diosa Nix!, me tumban como ballena encallada en el Mar Índico. Según el prospecto tendrían un poderoso compuesto natural llamado Melatonina que -nunca mejor aplicado- “por milagro de la naturaleza”, te haría zafar de los psicofármacos y de sus ominosas, oscurisímas dependencias.
Sin embargo, como dicen por ahí, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones y no todo es verde esperanza en la tierra prometida de mis anhelados caramelitos para dormir. Sucede que en uno de mis tantos paseos recreativos a la botica local, la farmacéutica, muy suelta de cuerpo ella, me comenta que estos inocentes comprimidos equivalentes al tecito de valeriana más naturista que tomaste en tu vida, también te provocan dependencia. ¿¿¿Qué??? ¿¿Cómo?? ¿Y ahora me lo venís a decir? Tarde, demasiado tarde, querida: hace más de 6 meses que me refugio de esta pesadilla posapocalíptica en mis amigas las pastillitas y algo extraño está pasando... ¡Cada vez surten menos efecto!
Es que ya no puedo seguir negándolo porque me resulta más que evidente: hace algunas semanas vengo experimentando síntomas extraños. Duermo mal -o sea, aún peor de lo habitual-, tengo taquicardia y me levanto más bien nerviosa. Para colmo de males, las pesadillas se vuelven cada vez más escabrosas y noche tras noche revivo una versión degradada -muy degradada- de la escena más espeluznante de El exorcista. Sí, esa en la que la nena levita sobre la cama, se le da vuelta la cabeza como un trompo e increpa soezmente a los dos curas atormentados que la contemplan perplejos como dos aristócratas trasnochados en un Freakshow.
Pero tal como dice la filosofía china, todo lo malo tiene algo bueno. Y en este hermoso período de mi vida, gracias a estas y otras experiencias transcurridas en un 2020 aletargado que parecería empezar a despertarse, se ha revelado ante mis ojos el secreto de la felicidad. O casi. Quiero decir: un mundo oculto pero a la vez visible de maravillas naturales, ungüentos quizás heredados de antiguas mujeres sabias tildadas de brujas, aceites esenciales de lavanda, manzanilla y otros preparados de venta libre que se despliegan ostentosamente en estantes de dietéticas o ferias orgánicas ante mis ojos y mi mente ávidos de un poco de sosiego. Diseñados para convencernos de que van a equilibrar el desbarajuste resultante de éstas, nuestras vidas actuales, nos prometen nada más y nada menos que el tan ansiado bienestar, la inalcanzable paz interior. (¿Vidas? Bueno, a esta altura, ya no sé más qué es la vida. Si no lo sabía antes, en ese otro mundo quebrado pero añorado, luego del covid y su catastrófico derrotero digamos que el panorama devino un temblequeante, paranoico “día a día”).
Frente a los insinuantes frasquitos y otros envases, surge el insoslayable escepticismo. ¿Qué podría hacer un aceite esencial para calmar mi angustia? Al menos, perfumarme. (O sea, no creo que me calme la angustia, pero por lo menos ¡huelo rico!). ¿Qué podría hacer un té herbal por mis problemas de sueño? Pensándolo bien, quizás poco, pero… ¿quién te quita esos minutos de placer sin culpas cuando te transportás, taza en mano, a una vida idílica y bucólica, digna de revista de decoración, sentada en tu departamento porteño, en plena madrugada, mientras escuchás el sonido del 17 clavando los frenos sin aceitar en la propia puerta de tu casa? ¿Qué podría hacer la receta magistral de una poción de flores con apellido de compositor alemán del período barroco por los aciagos dolores de tu alma? ¿No sería más efectivo escuchar las Partitas de Bach?
Con la mano en el corazón -que lo tengo, aunque voluble por momentos- pocas cosas mejores en la vida como el consuelo de sentir que no te estás dejando vencer por la adversidad, en medio de una guerra a la que saliste sin aviso previo, apenas armada con balas de fogueo.
En fin, mucho ruido y pocas nueces, diría el amigo Shakespeare, y también: todo está bien si termina bien... Pero de algo sí que estoy casi segura: a veces vale lo inútil pero ilusorio para rescatarnos de todo aquello que nos parece irresoluble en lo inmediato.