A velocidad mínima

Por Guadalupe Treibel

Autorretrato en un Bugatti verde,
de Tamara de Lempicka

Ciento ochenta kilómetros se marcó Bertha Benz por carreteras alemanas en 1888, en una jugada maestra de coraje… y publicidad: ninguna persona había hecho semejante distancia conduciendo un automóvil. Y resultó que tras lanzarse esta damisela al camino, el prototipo de su marido se convirtió en sensación absoluta. Ayudó, claro, que aún siendo mujer de alta alcurnia, se apañase diestramente en mecánica, capaz de resolver los percances que se iban sucediendo: destapar una válvula obstruida con un alfiler de su sombrero, cubrir un cable pelado con una liga, arreglar el sistema de ignición con un clip de cabello. Suya también una mejora posterior, significativa: la invención de las pastillas de freno. Y la certeza de haber despertado terrores en transeúntes: al parecer, muchísima gente se pegó flor de susto al ver en movimiento un coche sin caballos, ¡cosa e’ mandinga!  

133 años más tarde, en ciudad de Buenos Aires, un flor de susto está a flor de la piel de esta humilde servidora que, alejada del transporte público por un bicho innombrable, decidió inaugurarse tras el volante, empujada por las consabidas circunstancias. Jamás tuve previsto aprender a manejar cacharros de 4 ruedas, pero razón mata pánico, o al menos, lo intenta, en especial cuando esta miedica goza de un historial vehicular un tanto conflictivo.   

La primera vez que me subí a una patineta terminé con ocho puntos en la pera; a una bici sin rueditas, con moretones en brazos y piernas. Y en mi debut como conductora, casi mato a mis primitos, de edades prolijamente escalonadas, 8, 6 y 4 años. Sin exagerar. Yo era una párvula de 10, y el auto no estaba encendido, solo estacionado en la vereda; en el entusiasmo por jugar a Meteoro, no presté atención a la única indicación de los adultos: no tocar -bajo ningún concepto- el freno de mano. Cuestión que, gracias a la sutil pendiente y a esta Pierre Nodoyuna, terminamos deslizándonos y deslizándonos, a punto de colapsar con otro coche, que nos esquivó por un pelo. Lo que no esquivé fue el susto, el reto, la penitencia.  

Algunos años más tarde, el segundo episodio traumático: lecciones con mi padre en su Citroën Mehari, todoterreno en los papeles; en los hechos, se bandeaba con la más suave de las brisas. No fue el clima el culpable de mi desventura sino la rústica pedagogía de papá que, tras una única clase, pensó que era una buena idea bajarse del auto en plena avenida concurrida de la costa atlántica, en temporada alta, hora pico y decirme -de sopetón- “Ahora manejás vos”. De más está decir que se empacó el coche, sonó una estampida de bocinazos, llovieron improperios. Avanzar, nunca; rendirse, ¡por supuesto!

Porque en ese instante decidí que el coche no era lo mío, aunque papá -que era un cascarrabias de cuidado y se estresaba nomás pisar el acelerador- insistiese que yo tenía que aprender. Mi estrategia para desalentar su persistencia era una simple pregunta: “Si aprendo, ¿me prestás el auto?”. A su firme “No”, mi réplica: “Entonces, no hace sentido”. Una macana que, con la pandemia en curso, mi hermano desarticulara el argumento ofreciéndome su acorazado para andar a mis anchas, incluso dándome algunas clases libres de apremios hacia mi persona.  

Y razón mata pánico, he dicho. Tomé más clases, estudié el manual de 17.358.352 páginas, me presenté al examen. Donde casi, casi me bocha la psicóloga, que por un redondel mal bosquejado, aseguró que estaba teniendo problemas con mi círculo social. Lo cual es rarísimo: ¿problemas para sociabilizar durante una crisis sanitaria planetaria que obliga a la reclusión? ¡Vamos!, tiene que haber un error… Se compadeció la agudísima señora y, con 38 pirulos, hoy puedo presumir de primer carnet, con pésima foto, como es de rigor.

Así fue cómo pasé a engordar las estadísticas que, según un diario local, están en franco ascenso. “Más mujeres al volante: por la pandemia, se duplica la demanda en escuelas de manejo”, informaba en mayo un rotativo argento (y yo que me creía tan especial…), explicando además que muchas conductoras habían desempolvado su credencial, pero que igualmente la brecha se mantenía: apenas un 27 por ciento de las licencias del país le corresponden a ellas, y solo un 0,37 del total de carnets profesionales son de mujeres.

De lo que no puedo presumir aún es de tener mucha práctica… Parece que la razón no mata del todo el pánico, a lo sumo lo deja inconsciente durante un ratito. De esos momentos, breves, en que me he animado a pistear (o sea, ir a 25 kilómetros por hora, 30 ya sería para carrera), he sacado una valiosa lección: poner en perspectiva la perspectiva, si se me perdona la iteración.

Y es que, como peatona avezada de toda la vida, tenía paciencia nula para quienes -manejando- pisan la cebra, se estacionan como el tujes, no pasan al automovilista de enfrente, tardan añares en maniobrar, se les queda la máquina, tocan la bocina, putean a ciclistas o a paseantes que brotan de la nada, cruzan por mitad o cuarto de cuadra, etcétera. Ya no más. En vez de asumir lo peor, imagino que se trata de falta de pericia, como la mía propia, y estamos en paz. No es fácil estar atenta a ¡tanto! mientras se opera un aparato que puede ser mortífero, y para más inri, en distintas alturas: en el subsuelo, la señalética dibujada en pintura refractaria; en la planta baja, motos y bicis que no conocen de reglas, ciudadanos temerarios, más carteles informativos; en el primer piso, los semáforos, y sigue la data multinivel que demanda volverse mujer orquesta. Mientras omnipresente suena una voz divina: la del Waze. “La perspectiva permite el juicio, la comparación, la reflexión”, diría Sartre, seguramente mientras se probaba sobre 4 ruedas, acaso sobre 2 (porque también estoy debutando en bici por la ciudad, y doy fe que tiene sus óbices, implica otras-nuevas perspectivas, a distinta velocidad). En fin, conducir me ha acrecentado la compasión; ojalá no estrolarme en olor de santidad...

De momento me queda el ruego, la plegaria, y por qué no, la invocación. A Bertha, en principio: por favor, compartime un 2 por ciento de tu arrojo, que -hasta ahora- mi hazaña más heroica ha sido recorrer unas 15 cuadras perfectamente asfaltadas, en pleno día, y acabé más que chica Almodovar: en pleno ataque de nervios. Si el fantasma de frau Benz está ocupado, pido socorro a las hermanas Gath, Violeta y Ofelia, hijas de uno de los dueños de Gath & Chaves, primeras en conseguir licencia de conducir en estos pagos, en 1912. O a Dorothy Levitt, piloto pionera de UK, que encima era una motonauta genial. Y ya que pedir es gratis, que venga el auxilio de Victoria Ocampo, espléndida en su descapotable, que conducía solita su alma, para escándalo de la época. Aunque acaso sea más accesible mi tía abuela, María Escudero, pintora y una de las primeras galenas de Argentina que, según la leyenda familiar, fue una de las precursoras en volantear por Buenos Aires. Por ahora no les llego ni a la rueda de auxilio a estas intrépidas.