Por Cecilia Sorrentino
Moonsiren, fragmento del cuadro
de Leonora Carrington
Miles de años antes de que esa tierra por
la que Europa baja al Mediterráneo y se derrama en islas fuera Grecia, los
hombres y las mujeres vivían allí en pequeñas tribus dedicadas a la agricultura
y adoraban a una única diosa: la Diosa Luna o Blanca. Su organización social
era matriarcal puesto que solo en la mujer y en la Luna reconocían el poder
creador de la vida.
Con el tiempo, fueron llegando nuevos pueblos y se asentaron también allí. Traían otros dioses y vivían según el orden patriarcal. Terminaron imponiéndose y legitimando la mitología de los dioses olímpicos que hoy todos conocemos.
Escribí esta ficción que sucede en la Antigua Grecia con la intención de destacar –siguiendo el pensamiento de Robert Graves- cómo los mitos originarios, lejos de desaparecer ante los nuevos que se les imponen, logran camuflarse, disfrazarse, para contar, en voz baja, casi en secreto, lo que debe persistir en la memoria del pueblo.
Lejos, muy lejos en el tiempo, un grupo de chicas juega en la playa de una pequeña isla griega. El viento les alborota el pelo y las túnicas blancas.
Mírenlas cuando hacen rondas: ¿no parecen flores de espuma de mar?
Un poco más allá, en las rocas, está la poeta.
Las chicas la ven y se acercan corriendo. Quieren que les cuente una historia, pero hablan todas a la vez y no se entiende nada, hasta que Koré, la más pequeña, se abre paso entre las túnicas y cuando llega junto a la poeta:
-¿Por qué la luna tiene tantos nombres?
Silencio.
-¡Es verdad! –dicen ahora las demás-, la luna tiene muchos nombres.
-Artemisa.
-Deméter.
-¡Hécate!
-En la isla donde yo nací es Ino.
-¡Ino Leucotea!
-Leuco tea: diosa Blanca
-Mi abuela la llama así, Blanca. Y a veces, Moiras.
-También la llaman como a mí: Koré -dice la pequeña.
-Y en algunos pueblos, Koré es Perséfone.
-¡Cuántos nombres!
-Pero, ¿son todos de ella o son muchas diosas?
-Ella es muchas –asegura una chica alta y pelirroja-. Creciente, llena, menguante. Solo una Diosa puede hacer eso cada mes.
-Y desaparecer, porque hay noches que falta.
-Pero vuelve.
Al fin hacen silencio y se sientan alrededor de la poeta. Ella desata las cintas con las que se había recogido el pelo y dice:
-Es verdad: la diosa Luna es una y muchas. Su historia es la más antigua, la primera de todas las historias. También por eso son tantos sus nombres; el tiempo pasa y los pueblos cambian.
Hace una pausa.
-Cuéntame, Musa -dice.
Y comienza.
-Lejos, muy lejos en el tiempo, miles de años antes de que Zeus, Poseidón y los demás dioses del monte Olimpo llegaran a Grecia y se repartieran el poder sobre el cielo, la tierra y los océanos, los hombres y las mujeres adoraban solo a una diosa: la diosa Blanca o Luna.
La imaginaban como una bella mujer que, cuando no existía nada para apoyar los pies, comenzó a bailar. Y así, bailando, creó el universo. Giró hacia un lado y hacia el otro, y separó el azul del mar del azul del cielo. Corrió ligera y hubo viento. Con sus manos extendidas dispersó estrellas y planetas. En la tierra elevó montañas, derramó ríos, brotó bosques. Y alumbró el nacimiento de todas las criaturas vivientes.
-¿También las lombrices que viven bajo la tierra?- pregunta Koré.
-También. Todas las criaturas: las que reptan, las que saltan, las que nadan, las que vuelan, las que caminan y las que, cuando son chiquitas, solo saben tomar la teta de su mamá, como nosotros, los humanos.
Aquellos primeros hombres y mujeres adoraban a la diosa Blanca porque creó el mundo y porque sigue cuidándolo. Protege la semilla que duerme en invierno bajo la tierra. Impulsa los brotes nuevos en primavera. Cuida los frutos y las cosechas. Mide el tiempo que necesita un bebé para crecer en la panza de su mamá, y asiste en los nacimientos. También marca el ritmo de las mareas que suben y bajan en los días y las noches de los océanos.
La diosa Luna impulsa los cambios en todo lo que vive, porque todo lo que vive cambia. Su poder creador es el de la transformación.
Ella misma vive transformándose en el cielo. Nace fina como un arco de plata y es una niña que crece, como Koré. Muy pronto luce joven, igual que ustedes ahora. Unas cuantas noches más y ya brilla redonda, plena como una bella mujer. Así, creciendo, comienza a menguar. Adelgaza y se opaca. Es vieja. Luego no está. Falta dos noches. Y vuelve a nacer, otra y la misma, en el cielo del nuevo mes.
¿Cómo podría tener un solo nombre?
La poeta recorre las miradas atentas de las chicas, y continúa.
-Quienes aún recuerdan aquella primera historia y la llaman Blanca, también saben que es Koré o Perséfone… y es Artemisa, es Deméter, y también la vieja Hécate.
-Muchos creen que los dioses más poderosos son Zeus, Poseidón y Hades -murmura una chica, mientras se sacude la arena de las sandalias.
-Zeus, Poseidón y Hades llegaron a Grecia cientos y cientos de años después, con otros pueblos que vinieron a vivir aquí. Eran pueblos que adoraban la luz del sol y la fuerza del rayo y el trueno. Que temían la furia desatada del océano. Y admiraban la valentía de los héroes que van a la guerra, la astucia y la estrategia necesarias para dominar y, sobre todo, el poder de reinar.
-Pero, ¿entonces? -insiste la misma chica.
-Entonces, cuando Poseidón desata tempestades marinas, es Ino quien rescata a los náufragos. Y Hades reina bajo la oscuridad de la tierra, pero es Perséfone quien sabe del tiempo en que germina cada semilla. En cuanto a Zeus, tiene todo el poder del Olimpo aunque, sin las buenas cosechas de la diosa Deméter, no vivirían humanos que lo celebren, le teman y le obedezcan.
La chica pelirroja toma un puñado de arena. Lo deja escurrir poco a poco y, mientras el viento se lo lleva, dice:
-¿Y Artemisa? ¿Podrías contarnos la historia de Artemisa?
-Claro que sí; mañana -responde la poeta.
Van a encontrarse allí mismo, al día siguiente.
Esta tarde el mar es aún más azul, casi no hay viento y, en el cielo, ni una nube. Azul es también la túnica de la poeta, ¿la ven cerca de la orilla? Ahí, entre las chicas sentadas en ronda.
Ya comenzó a contar.
-Artemisa se siente como en su casa en el bosque, las montañas y los desiertos. Le encanta recorrerlos por la noche, alumbrándose con su antorcha de luna. Siempre va en compañía de ninfas amigas a las que quiere como hermanas.
Los animales salvajes la obedecen, agradecidos por las fuentes de agua que deja para ellos aquí y allá. Aunque esté muy lejos, llega veloz a cualquier sitio en el que una mujer pida auxilio; y puede ser cruel y certera con sus flechas contra la fiera o el hombre que la haya puesto en peligro. También llega a tiempo para asistir a las madres que están por parir. Ella era recién nacida cuando ayudó a Leto, su mamá, con el parto de Apolo, el hermano gemelo que tardaba en nacer.
-¡Recién nacida! -exclaman a coro las chicas.
-¡Sí! Todo es veloz y temprano con Artemisa. Es decidida y ligera como la vida joven de la naturaleza. Resuelta para la ayuda y también para el castigo de los que ofenden y maltratan.
¡Imagínense! El día que Artemisa cumplió tres años, su mamá la llevó al Olimpo y la presentó a los demás dioses y diosas.
Desde el trono en el que descansaba, el gran Zeus pensó que esa pequeña diosa de rulos color azafrán era tan luminosa que podría haber sido su hija. Cuando se saludaron, él la sentó sobre sus rodillas y le preguntó qué regalo le gustaría recibir.
Artemisa no se tomó ni un minuto para pensarlo:
-Quiero un arco de plata con forma de media luna creciente, una aljaba con flechas y una antorcha de luz de luna llena. También una túnica del color de mi pelo que me llegue hasta las rodillas; las túnicas largas son elegantes, pero incómodas para correr por las montañas. Quiero veinte ninfas del océano y veinte ninfas de los ríos, todas de nueve años. Serán mis amigas y cuidarán mi arco, mis flechas y mis perros de caza mientras descanso. Para montar, quiero ciervas que solo se alimenten de tréboles.
-¿No te gustaría también un novio? –preguntó, bromeando, Zeus.
-No, muchas gracias. No pienso casarme. Voy a tomar mis propias decisiones en libertad.
Después le acarició la barba y de un salto se paró frente a él. Lo miró a los ojos.
-También quiero que me devuelvas el gobierno de las estrellas. Era de la antigua diosa Luna y se lo robaste.
Se hizo silencio en el Olimpo. Los dioses y las diosas esperaban el estallido de rayos y truenos de la furia de Zeus. ¡Semejante atrevimiento!
Pero Zeus estaba tan impresionado que había quedado mudo. Hasta que al fin dijo:
-Todo lo que pediste será tuyo.
Artemisa sacudió sus largos rulos, sonrió, y una corona de estrellas brilló alrededor de su cabeza.
-¿Por qué ciervas que solo coman tréboles? ¿Por qué ninfas de nueve años? -, quiso saber el todopoderoso.
-¡Ah! Esos son secretos que tenemos con la Luna y que no pienso contarte. ¿Sabías que soy muy veloz corriendo?
-Sí, lo sé. También sé que las liebres, las abejas, y todos los animales salvajes te obedecen.
-¿Qué más sabés de mí?
-Que nadie tiene tu puntería.
-Es verdad. Mi hermano Apolo está un poco celoso por eso.
Las chicas están encantadas con la historia de Artemisa.
Koré dice que ella también va a usar túnicas cortas para correr veloz.
-Creo que nosotras conocemos el secreto de los tréboles-, comenta en voz baja la que ahora se acerca un poco más y sonríe con picardía.
-¿También el de las ninfas de nueve años?-, pregunta la poeta.
Y cuchichean, todas a la vez.
¿Pueden escucharlas?
los
tréboles tienen tres hojas
como las fases de la luna
creciente,
llena, menguante
y
nueve es tres veces tres
y nueve son las Musas
también
los meses para nacer
tres es un
número mágico
el
de la transformación
el
de la luna
el de la
vida.