Por M.S.
Ni autobiografía ni autoficción ni diario íntimo. Sin embargo, hay un poco de cada uno de esos géneros literarios en estos textos, aunque Cientos de pájaros volando (Arte en Acción) no es la “biografía del autor escrita por él mismo”, como quiere el diccionario Petit Robert (antes de cualquier lenguaje inclusivo); y tampoco se trata exactamente en ningún caso de una mirada hacia atrás, retrospectiva, o de un diálogo entre Gabriela Oyola y su conciencia crítica al modo de Nathalie Sarraute en Infancia.
En un libro que ofrece primeramente 13 evocadores relatos bajo el título Pliegos de cordel, luego Poemas en vuelo seguidos de Trozos salvados del naufragio y en su parte tercera Miradas liminales (donde confluyen el teatro, la poesía, el cine, la pintura), Oyola se cuenta a sí misma a través de sus elecciones temáticas, sus enfoques, sus emociones en una forma de búsqueda identitaria que se percibe sincera, sin la sombra de autobombo, logrando una especificidad de la propia representación ficcionada. Así se trasluce en lo se podría llamar recuerdos de provincia, esos cuentos de pueblitos que ocupan la primera parte del libro. Esos cuentos inspirados algunos en cuentos que recibió, narrados siempre en primera persona, donde parecería seguir la propuesta de Georges Perec en Me acuerdo: “Esa bruma insensata donde se agitan sombras, ¿cómo poder iluminarla? ¡Escribiendo!”.
Y claro que Gabriela Oyola escribe. Por momentos recupera a la niña de mirada fresca que entrevé cosas que el adulto no puede ver, como en el cuento La redondez. Lo hace con acentos originales, muy personales. Se da a luz dando luces sobre sí misma, se proyecta como personaje. Se le nota el placer de dejar aflorar un decir táctil, una relación sensorial con las palabras, los recuerdos, los paisajes, los efímeros espectáculos teatrales, algunas pinturas: lugares en donde ella entra por otros lados lejos de las convenciones de la autobiografía o la crítica de arte. Y cerca de lo que aprehendió de su maestro Ricardo Monti.
El cuento que se reproduce a continuación es una suerte de poema en prosa que traza el retrato vívido, lírico, encantador de una parienta a quien no por azar llaman Nena. Gorda, morosa, indulgente. Y en un segundo plano, su hermana Elda. Flaca, quejosa medio bruja.
La redondez
Por Gabriela Oyola
A veces los apodos, me gusta más decir sobrenombre, esconden mundos. Así llevaba el sobrenombre una tía, cuñada de mi madre, a la que le decían Nena.
Para cuando yo la conocí ya era gorda, absolutamente redondeada en la voz, en los rulos de su enorme cara circular y en esa dentadura que se relacionaba con sus oscuros ojos redondos. Hablaba lento, pronunciaba frases con paciencia y veía una dedicación en cada uno de sus pensamientos que, aunque poco la conocí, era una niña, sentí siempre ese abrazo delicado que da la pausa cuando se habla despacio. Usted, niña Flavia, así me nombraba cuando mostraba cómo se da el alimento de maíz a los cerdos. Amasaba en el fondo de su casa sobre un enorme tablón.
La harina envuelta en agua iba y venía siguiendo la anchura de la madera. Los brazos eran cortos pero gordos y los dedos no podían ser diferentes. Apretaba los bollos de manera redonda porque amasaba con todo el cuerpo. Volcaba sus pechos sobre el delantal y todo su cuerpo se inclinaba en la misma dirección en que nadaba esa otra masa blanca, a veces más oscura, según el almacén en que había comprado la harina.
Una tarde de limpieza nos mostró a todas las mujeres que estábamos en su habitación el vestido con el que se había casado. Era un sencillo modelo de satén color manteca, líneas finas bordadas de hilo dorado, el largo era por las rodillas y la anchura del vestido sorprendió: apenas unos sesenta centímetros de ancho en la cintura y un poco más en las caderas. Pero, aunque se veía delgada guardaba su redondez. Ella siempre había sido circular. Nunca retaba a los niños y eso era sólo para las mujeres redondas y pacientes.
Vivía con sus hijos, su esposo y una hermana soltera que trabajaba de enfermera en el Hospital Municipal.
Pero los fines de semana esta hermana soltera tiraba las cartas y hacía brujerías, según contaban unas tías. Elda tenía la misma estatura que su hermana, pero delgada y con una mirada que se le había ahuecado de tanto espiar la vida de los demás. Sentada en una sala, ubicada en la entrada de la casa, pasaba horas con personas que venían de parte de algunas enfermeras del hospital. Se levantaba a las cinco de la mañana, pero a cada hora prendía un fósforo para ver el reloj y no quedarse dormida. Nena explicaba con respeto ese lugar de hechicera que tenía su hermana, quizá había entendido que pasar toda una vida soltera la había dispuesto a dedicar sus horas para los enfermos y otro poco para los atormentados. Estos eran sus hijos, imaginaba Nena. Pero Elda nunca pensó así y por eso caminaba con pasos destartalados y aunque se pintaba de rojo sus labios finos y alargados, seguían siendo los labios de una bruja.
Apenas amanecía atropellaba el reloj con sus largos pies haciendo todo el ruido posible porque su delgadez de hierro la obligaba a chocar con todas las cosas. Los huesos de Elda eran todo lo contrario a los troncos alargados de los abedules que conocí en los bosques del Sur. Los abedules tienen la madera más tierna, crecen lejos, en secreto y para ver los abedules hay que viajar hacia ellos. Elda nunca conoció el Sur. Era delgada en todas las partes de su cuerpo, pero en la boca, especialmente. La destacaba con un rojo poco apasionado. Nena, por pudor, nunca pintaba sus labios gruesos. La recuerdo detrás de un delantal cebando mates para Elda. Nena no excedía en risotadas ni decía malas palabras. Le dedicaba horas al cuidado de la casa y enceraba los pisos cuando todos dormían la siesta. Tenía gestos de nena, esa lentitud del aprendizaje. A todas las mujeres de la familia las trataba de usted y podía pasar horas aconsejando. Se había ganado el respeto de bruja no siendo bruja.
Mientras que Elda ocupaba la antesala de la casa para hacer notar a su clientela que era la mayor de las hermanas, Nena se sentaba en el fondo de la casa con un pequeño mate que quedaba atrapado entre sus dedos gordos. No despertaba temor en los niños y retaba a su hermana cada vez que nos contaba historias de aparecidos. Elda era delgada pero su exceso eran sus relatos que exageraba abriendo sus ojos pequeños acentuando el teñido oscuro de su cabello corto y desprolijo por levantarse tan temprano, casi sin dormir, prendiendo fósforos toda la noche para no llegar tarde. Nunca había pasado el escobillón de manera redonda, lo suyo era el zigzagueo y la maldad tiene un poco de eso. Por qué había decidido ser bruja no lo sabía, pero la naturaleza de sus risas o los cuentos que inventaba eran siempre de mujeres solas que se paseaban por los pasillos del hospital, a la madrugada, cuando lo único que se escucha es la respiración de los enfermos. Veía estas mujeres fantasmales mientras pasaba un lampazo. En las tardes calurosas de verano se sentaba en el patio y se abanicaba llevándose todo el viento. Desparramaba los brazos con enojo y el insulto no era por el verano. Mientras que Nena ya había cerrado las cortinas como se suele hacer en los pueblos a la hora de la siesta.
La casa de Nena no era su casa sino de Elda. Por ser la mayor de las hermanas dispuso la división en tres. Al único hermano varón lo ubicó al costado del terreno en una pequeña habitación con un comedor angosto y poca luz. Este hermano era extremadamente delgado. ¡Cómo se puede ser tan flaco! Las costillas se veían sobresalientes. Siempre le temí a los muertos y este hombre se parecía al esqueleto de las bibliotecas de escuela. Todos le tenían miedo a Elda, la bruja del barrio, es que lo único que sabía hacer era asustar.
Nadie la quería en serio, pero ella caminaba como dueña y sin respetar a nadie se paseaba con un camisón grande que la hacía verse redonda siendo flaca.
Cuando enfermó fue internada en el mismo hospital en el que había trabajado y se la pasó insultando y quejándose porque su hermana Nena, la menor, la redonda, hacía tiempo que no la visitaba. Ya no me quiere, decía. ¿Por qué no viene? Pero lo cierto es que Nena sufría de una enfermedad que heredó y había sido internada en el mismo hospital, en el único de la zona. Para no entristecer a Elda no le contaron nada. Nena murió primero y a los días su hermana Elda, la bruja, la quejosa, la poco redondeada que usaba un camisón grande para verse gorda.