Por Carla Leonardi
![]() |
Tibuleac por la ciudad |
“Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento.” Con esta implacable crudeza respecto a las relaciones materno-filiales, que pone a prueba al lector, comienza El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (2019), primera novela de la escritora Tatiana Tibuleac, que se ha convertido para mí en unos de los hallazgos literarios más interesantes de lo que va del año.
Tibuleac, nacida en Moldavia, ha sabido hacerse un lugar en el periodismo gráfico y televisivo rumano, a partir de sus trabajos orientados a visualizar diversas problemáticas sociales de su país. Cuando se radicó en Francia y coincidiendo con su experiencia de maternidad, acaso encontró en la distancia, la libertad para poder incursionar en la ficción poniendo claramente en cuestión en su primera novela nada menos que el rol de la madre, tópico que al ser considerado inmaculado y tabú en su país de origen le hubiera resultado más difícil de abordar.
La novela es la historia que escribe desde la adultez y en primera persona Aleksy, un pintor reconocido y afectado por un accidente (que lo ha dejado en silla de ruedas). Su psiquiatra es quien lo ha motivado a escribir como manera de superar su bloqueo artístico. En ella da cuenta de su novela familiar, pero para poder centrarse principalmente en el recuerdo del último verano que pasó junto a su madre, cuando era adolescente, en un pequeño pueblo en el norte de Francia.
La familia de Aleksy es de origen polaco, pero se han exiliado y establecido en un suburbio de Londres. La relación entre Aleksy y su madre está configurada en el comienzo por la radical indiferencia de ésta hacia él y en consecuencia por el odio puro y fulminante de él hacia ella, como bien lo expresa el fragmento que cité en el comienzo. Aleksy desea matar a su madre, pero su odio hacia la madre se traduce en un furioso impulso indiscriminado (que en varias ocasiones se ha consumado) a pegar a la gente. De allí que, en esa escena del comienzo, se encuentre a la salida del último día de clase de una escuela para jóvenes con trastornos mentales.
En este punto es interesante señalar el uso que hace Tibuleac de la locura. A la autora no le interesa indagar en la psicopatología ni en las explicaciones que den cuenta del comportamiento del protagonista. La locura funciona más bien aquí como un recurso literario. La disfunción familiar es la puesta en juego de un extremo para poder hablar de aquello de lo que asiduamente no se habla: de los mandatos sociales que pesan sobre la mujer cuando es madre y de lo desarmónicos que suelen ser los vínculos materno-filiales.
En lo que hace a la novela familiar, está la abuela materna, dueña de una tienda de comestibles, que se casó por necesidad económica con un hombre que tenía como bien un tractor, aunque que amaba al esposo de la mujer con quien huyó de Polonia. La abuela de Aleksy es ciega, pero a diferencia de la madre puede mirarlo con cierto amor y cuidar de él.
De su padre, refiere Aleksy que no tiene nada, que era un hombre alcohólico, que abandonó a la madre por una mujer más joven y que lo volvió a ver solo en tres ocasiones, pero sin contacto alguno. Surge entonces como un simple donante de semen, como un hombre que no ha encarnado la función paterna y no ha podido legarle la transmisión de su ley desde el amor.
La transmisión que la abuela en tanto madre ha hecho a la madre de Aleksy en tanto hija, tampoco está signada por el amor. Habiendo sido la madre de Aleksy desdichada en su matrimonio, habiendo quedado embarazada en cumplimiento del dictado materno -que incluyó aprovechar el beneficio de una subvención estatal y la indicación de educar al hijo “como Dios manda”-, la consecuencia final es una pelea definitiva entre hija y madre. Esta última, lejos de buscar la reconciliación desde el amor, le hace amargos reproches a la hija, le echa en cara los sacrificios que hizo por ella.
El protagonista se considera en su juventud “el producto asqueroso de una piel blanca”. Se juega allí el abortivo rechazo de una madre que, al haberlo concebido desde la obligación, no ha podido vestir a ese niño con los brillos fálicos. Sin embargo, la expulsión materna que experimenta Aleksy está fechada. Se marca desde la muerte de Mika, su hermana menor, cuando él tenía ocho años, la cual sumió a su madre en un melancólico duelo que duró 7 meses. Durante ese período de profundo dolor, su madre nunca lo miró ni una vez y lo apartaba de su lado “como a un perro piojoso”.
La mirada es entonces una las claves con la cual leer la novela. La mirada es el soporte del deseo materno, que permite que el hijo se identifique a una imagen amable para ese Otro primordial. Suspendida la mirada que lo aloje en la falta materna, Aleksy queda eyectado como un despojo humano, un desecho caído sin soporte. Frente a la completud materna en el duelo por Mika, que lo desaloja como hijo, ¿acaso es posible otra cosa que odiar como respuesta?
Pero en esas vacaciones de verano, ocurre algo inesperado. La madre revela a Aleksy que tiene “un cáncer maligno y rabioso”, que está muriendo. Tibuleac anticipa esta revelación mediante el vestido blanco que comienza a usar la madre ese verano, signo a la vez de la presencia de la pálida la muerte, como de la posibilidad de una tregua.
Por otra parte, resulta sumamente interesante que la anunciación materna se produzca en una luminosa salida del sol en un campo de girasoles. La entrada de la muerte en escena introduce una hiancia, un vacío que permite una mutación en el vínculo madre-hijo, abre la posibilidad de un nuevo punto de vista desde el que cada uno ve al otro. En este punto, resulta un acierto por parte de la editorial la elección de la imagen de portada, que es una pintura del artista ucraniano Denis Sarazhin titulada Prism (2018). Un prisma es precisamente un cuerpo geométrico de cristal que se usa en óptica para refractar o descomponer la luz. La muerte, asociada asiduamente a lo oscuro, en este caso tiene el poder de disolver lo negro y presentarse como luz que permite ver otra cosa para estos personajes. Como el girasol, que se mueve hacia la luz, Aleksy y su madre pueden verse desde otro lugar y asumir otra coloración.
El cáncer devora el cuerpo materno, que comienza a adelgazar. Ese verano la madre pierde su compacta densidad. Puede alivianarse del peso mortuorio de la muerte de Mika y de los reproches de su propia madre por no haber sido una buena madre y empezar a vivir. Así, cuando Aleksy tiene un incontenible episodio de golpear que daña su mano, la madre lejos de apartarlo con indiferencia; puede ahora, a su manera, mirarlo con amor y prodigarle su cuidado.
Si pensamos las cosas desde el lado de Aleksy, la cercanía de la muerte agujerea a esta madre totalmente inconmovible y le permite inventarse con su escritura en el lugar de lo que no hay, una mirada que lo soporte en el mundo y que le devuelve una nueva imagen de sí mismo. De ahí que de la grotesca fealdad materna, Aleksy recorte y rescate sus ojos verdes. Los ojos de la madre son el leit-motiv que se intercala a los avatares narrados por Aleksy sobre ese verano particular y sobre los acontecimientos dramáticos posteriores al fallecimiento de su madre, que van dando cuenta de otras versiones más amables de la madre, que el monstruo odiado del comienzo. Surge así para el protagonista la posibilidad de cuidar y perdonar a esa madre, de amarla incluso a través de lo que ella disfrutaba como por ejemplo las ferias de pueblo.
Algo de lo familiar se restituye: “Mi madre parecía una planta de interior sacada al balcón. Yo parecía una criminal lobotomizado. Éramos, por fin, una familia”. El diálogo trunco por largo tiempo, se restablece. Durante su convalecencia de la crisis psicótica, la madre le cuenta al hijo historias que trae del pueblo, inventa historias felices del pasado familiar y Aleksy le cuenta a ella lo que ha visto en el pueblo cuando ya no puede salir de la casa por su debilidad y hasta circulan entre ellos un par de chistes de humor negro que comparten con complicidad.
Con el soporte de la mirada materna, Aleksy comienza a pintar. Del conjunto nonato de vísceras abortadas deviene un pintor reconocido, de la nonada del psiquiátrico pasa a ser visto socialmente como un excéntrico adinerado o un genio chiflado.
En este punto podemos relacionar al Aleksy de Tibuleac con la Yuna de Venturini en Las primas (2007). Ambos en tanto niños son el producto indeseado de una familia atravesada por el desamor y la crueldad, ambos en la vida adulta se hacen un nombre en el Otro social a través de sus pinturas. En ambas novelas, los cuadros van narrando también la historia familiar de cada uno. Pero la diferencia está en la escritura. Mientras que Yuna escribe para olvidar, para sacarse de encima el lastre de la dureza de un pasado punzante que todavía duele, Aleksy escribe para seguir recordando ese verano diferente en que su madre tuvo los ojos verdes, para seguir aferrado a la vitalidad del amor. Donde antes Aleksy contaba con números para detener el impulso de pegar, ahora nos cuenta ese verano para inmortalizarlo, para infinitizarlo en el loop del recuerdo. Al abrirle a su personaje la posibilidad de una redención por medio de la escritura, Tibuleac no nos deja en el desconsuelo del desencanto, pero tampoco permite que nos empalaguemos con un final plenamente feliz, al estilo new age donde el amor todo lo cura.
La novela está escrita de manera fragmentaria en una alternancia entre el pasado y el presente del narrador, pero con una prosa llana y directa, que sin embargo no obtura la opacidad necesaria para cautivar al lector. El filo de la crueldad y la estética kitsch que atraviesa a la relación madre-hijo, se mantienen de principio a fin, sin resultar abyectos o desagradables per se, porque Tibuleac logra matizarlos con el recurso al humor negro (a través de adjetivaciones muy singulares que descolocan al lector), a la belleza de su poética y a un tono luminoso que comienza a invadir el texto hacia el final, sin caer jamás en una sensiblería lacrimógena. De esta manera, así como los ojos verdes de Aleksy colorean de otra manera su odio, sin hacerlo desaparecer, pero suavizándolo al amalgamarlo con el amor, a través de estos recursos estilísticos, Tibuleac logra que pese a la glacial desafectación materna para con su hijo y a la crudeza con que Aleksy se refiere a su madre hasta el final (“¿porqué no había empezado mi madre a morir antes?”), consigamos pese a todo, querer a sus personajes, ya que no los vemos como monstruos sino simples humanos que en definitiva han carecido de amor. Pero el prisma literario de la autora tampoco los hace aparecer como víctimas que piden nuestra lástima. Si conseguimos quererlos es gracias a su arriesgada apuesta por la singular invención de quien hace de la muerte, la dignidad del amor.