Sirenas / 1961 (I)

Por María José Eyras

Hace unos días diluvió sobre Buenos Aires. Alguien posteó el video de la tupida cortina de agua cayendo sobre un jardín. A lo lejos, entre el pasto crecido, se divisaba la escultura de una pequeña sirena. Me recordó que conservaba un libro de cuentos de cuando era niña: La Sirenita. Lo encontré envuelto en celofán, en el estante bajo de la biblioteca. De ahí en más no pude dejar de pensar en sirenas, de preguntarme hasta qué punto no era presa, aún, de aquella fascinación infantil.


Antes de Disney, antes de Andersen, la historia de la Sirenita, para mí, fue la narrada en ese libro impreso en Valencia, en 1961, de la colección Princesitas de Ediciones Gaisa. Tengo la imagen de haberlo visto sobre la mesa de una librería y decir: este quiero, papá. Aunque ya no pueda estar segura de que haya sido así, de lo que no dudo es del embeleso por las ilustraciones del fondo del mar en tonos celestes y verdes y, tampoco, de la pregnancia con que la sirenita se grabó en mi memoria. 

Este ser –mitad mujer, mitad pez– es alguien que anhela dejar su mundo porque se ha enamorado de otro, del mundo de otros. Y con tal de ser aceptada entre esos otros pierde la voz y parte de su cuerpo para hacerse de un par de piernas. ¿Puede haber una historia más romántica, más trágica? ¿Qué otras lecturas admite?

La Sirenita, en la tapa del libro, extiende los brazos hacia atrás como impulsándose con una brazada. Sobre el pelo luce una estrella de mar y se adivina un torso que remeda la delgadez y la cintura escueta de la Barbie, entonces de reciente aparición. Una cabellera abundantísima oculta y censura los senos desnudos. Epítome de la belleza hegemónica, es una sirena de ojos claros, tez blanquísima y pelo negro azabache. 

Desde pequeña me gustó el agua y todo lo que permitiera la inmersión: piletas, ríos, mares, arroyos serranos.

Cuando a los siete años la niña que fui aprendió a nadar era tal el goce de avanzar debajo del agua, de deslizarse por entre el frescor de ese abrazo líquido, que debía creerse, sin dudas, que también era, como en el cuento, una sirena.


La Sirenita, 1961 (II)

Pero ¿qué era lo que en verdad seducía a la niña que leía y releía La Sirenita?

En la versión impresa en la España del dictador Franco, la historia termina con el final feliz por antonomasia. Como en tantos otros cuentos de hadas, novelas y películas, hay amor y casamiento: el sueño mayor asignado a las mujeres occidentales de la posguerra, hasta que Betty Friedan le pusiera palabras al malestar de las estadounidenses en su libro decisivo, La mística de la femineidad. La denuncia de la falsedad de esta mística se representa con claridad en la insatisfacción de Betty, personaje que encarna a la esposa de Don Draper en la icónica serie Mad Man. Don envía a su esposa, que lo tendría todo para ser feliz, a un psiquiatra. Luego, en otra escena, lo vemos llamar por teléfono al terapeuta para saber de primera mano qué le ha dicho su mujer.


La sirenita del cuento salva al príncipe de morir cuando una tormenta lo arroja del barco en que regresaba triunfante, se enamora de él y desde entonces buscará cómo devenir humana. Aquí aparecen el asunto del alma, una bruja, la pérdida –o peor aún, la entrega– de la propia voz a cambio de un par de piernas; la imposibilidad de decirle al príncipe quién es; una triste escena en la que baila cual muñequita, deslumbrando a la Corte con su gracia; la confesión del príncipe de que desea desposar a la que fuera su salvadora; la ayuda de las hermanas que recurren a los oficios de un pulpo para robar la voz en poder de la bruja y, por fin, el momento de la verdad. Al recuperar su voz, la Sirenita puede decirle al príncipe que fue ella quien lo salvó en realidad y él le declara su amor. La última ilustración muestra la escena consabida: en una versión entre solemne y militarizada –recordemos el contexto franquista– se ve una novia entrando a una iglesia, para, a través del sacramento del matrimonio, dejar atrás, definitivamente, su ser sirena. 

Entonces, volviendo a la niña: ¿la seducía el príncipe, el triunfo del amor, el mar y su universo de criaturas maravillosas? ¿O la atraía la cualidad anfibia de las sirenas? Qué extraordinaria capacidad, la de estos seres, de pertenecer al mismo tiempo al agua y al aire, de poder nadar hacia la superficie y tomar contacto con la atmósfera –emerger– pero, a su vez, de sumergirse hasta tocar la oscuridad: metáfora del pasaje de la alegría de vivir al dolor recóndito, al misterio hondo de la angustia. O viceversa: pasaje de los abismos insondables de la psiquis al cielo de la claridad del pensamiento. 


Sirenas III, Homero

Esta cualidad de las sirenas, híbrido entre mujer y animal, atrae por igual a la niña de diez años que a la lectora que encuentra guardado aquel libro infantil. Quizá porque la hibridez trasluce la idea de naturaleza salvaje, en el sentido que le da Mujeres que corren con los lobos, tal vez porque el animal herido por la cultura que hay en cada una clama por ser escuchado. 

Sello griego evocando a Ulises y las sirenas

En el Diccionario de Símbolos de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, la ilustración de las sirenas que intentaron seducir a Ulises, hallada en un vaso griego antiguo, las muestra con cuerpo de pájaro. Al parecer, bajo la influencia de leyendas más tardías y de origen nórdico, el mito quedó asociado, no a mujeres-ave, si no a chicas con cola de pez.

¿Esta elección física podría estar ligada a la plasticidad de la imagen? ¿Una mujerpez, una criatura capaz de nadar como un delfín, de ocultarse en lo hondo como un pulpo, acaso no evoca el abrazo del líquido elemento, el bienestar uterino, el deslizarse de una caricia, los enlazamientos sensuales y rítmicos de un encuentro amoroso? Sensaciones, todas ellas, más sugestivas que las asociadas a las mujeres pájaro, también conocidas como arpías, aunque este mito tenga además sus matices. 

A juzgar por otras historias y relatos, en la atracción del ser de las sirenas, siempre jóvenes, siempre bellas y a menudo desalmadas, resuenan ecos del estigma que pesa y ha pesado sobre la sexualidad femenina, estigma que es y ha sido al mismo tiempo instrumento de represión y castigo. ¿Qué ecos tuvo ese estigma en las derivas del deseo de cada una, las chicas de los sesenta, criadas en tiempos de dictaduras? ¿Qué fue de nosotras, las niñas que alguna vez nos identificamos con la Sirenita?