Por María José Eyras
Hace unos días diluvió sobre Buenos Aires. Alguien posteó el video de la tupida cortina de agua cayendo sobre un jardín. A lo lejos, entre el pasto crecido, se divisaba la escultura de una pequeña sirena. Me recordó que conservaba un libro de cuentos de cuando era niña: La Sirenita. Lo encontré envuelto en celofán, en el estante bajo de la biblioteca. De ahí en más no pude dejar de pensar en sirenas, de preguntarme hasta qué punto no era presa, aún, de aquella fascinación infantil.
Este ser –mitad mujer, mitad pez– es alguien que anhela dejar su mundo porque se ha enamorado de otro, del mundo de otros. Y con tal de ser aceptada entre esos otros pierde la voz y parte de su cuerpo para hacerse de un par de piernas. ¿Puede haber una historia más romántica, más trágica? ¿Qué otras lecturas admite?
Desde pequeña me gustó el agua y todo lo que permitiera la inmersión: piletas, ríos, mares, arroyos serranos.
Cuando a los siete años la niña que fui aprendió a nadar era tal el goce de avanzar debajo del agua, de deslizarse por entre el frescor de ese abrazo líquido, que debía creerse, sin dudas, que también era, como en el cuento, una sirena.
La Sirenita, 1961 (II)
Pero ¿qué era lo que en verdad seducía a la niña que leía y releía La Sirenita?
En la versión impresa en la España del dictador Franco, la historia termina con el final feliz por antonomasia. Como en tantos otros cuentos de hadas, novelas y películas, hay amor y casamiento: el sueño mayor asignado a las mujeres occidentales de la posguerra, hasta que Betty Friedan le pusiera palabras al malestar de las estadounidenses en su libro decisivo, La mística de la femineidad. La denuncia de la falsedad de esta mística se representa con claridad en la insatisfacción de Betty, personaje que encarna a la esposa de Don Draper en la icónica serie Mad Man. Don envía a su esposa, que lo tendría todo para ser feliz, a un psiquiatra. Luego, en otra escena, lo vemos llamar por teléfono al terapeuta para saber de primera mano qué le ha dicho su mujer.
Entonces, volviendo a la niña: ¿la seducía el príncipe, el triunfo del amor, el mar y su universo de criaturas maravillosas? ¿O la atraía la cualidad anfibia de las sirenas? Qué extraordinaria capacidad, la de estos seres, de pertenecer al mismo tiempo al agua y al aire, de poder nadar hacia la superficie y tomar contacto con la atmósfera –emerger– pero, a su vez, de sumergirse hasta tocar la oscuridad: metáfora del pasaje de la alegría de vivir al dolor recóndito, al misterio hondo de la angustia. O viceversa: pasaje de los abismos insondables de la psiquis al cielo de la claridad del pensamiento.
Sirenas III, Homero
Esta cualidad de las sirenas, híbrido entre mujer y animal, atrae por igual a la niña de diez años que a la lectora que encuentra guardado aquel libro infantil. Quizá porque la hibridez trasluce la idea de naturaleza salvaje, en el sentido que le da Mujeres que corren con los lobos, tal vez porque el animal herido por la cultura que hay en cada una clama por ser escuchado.
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Sello griego evocando a Ulises y las sirenas |
¿Esta elección física podría estar ligada a la plasticidad de la imagen? ¿Una mujerpez, una criatura capaz de nadar como un delfín, de ocultarse en lo hondo como un pulpo, acaso no evoca el abrazo del líquido elemento, el bienestar uterino, el deslizarse de una caricia, los enlazamientos sensuales y rítmicos de un encuentro amoroso? Sensaciones, todas ellas, más sugestivas que las asociadas a las mujeres pájaro, también conocidas como arpías, aunque este mito tenga además sus matices.
A juzgar por otras historias y relatos, en la atracción del ser de las sirenas, siempre jóvenes, siempre bellas y a menudo desalmadas, resuenan ecos del estigma que pesa y ha pesado sobre la sexualidad femenina, estigma que es y ha sido al mismo tiempo instrumento de represión y castigo. ¿Qué ecos tuvo ese estigma en las derivas del deseo de cada una, las chicas de los sesenta, criadas en tiempos de dictaduras? ¿Qué fue de nosotras, las niñas que alguna vez nos identificamos con la Sirenita?