Por Cecilia Sorrentino
Natalia Ginzburg (Palermo,1916 – Roma, 1991) pertenece a una generación de escritoras que desbordaron los cánones literarios y sostuvieron su pasión por la escritura a pesar del juicio adverso de los críticos de su tiempo.
Su amor por Chéjov quizás sea suficiente para explicar el rechazo de Natalia por la construcción de tramas y artificios narrativos, y la creación de una prosa que se despliega aparentemente sin rumbo, próxima al modo en que lo hacen los recuerdos o las conversaciones. Así, sus relatos imitan la vida al tiempo que dejan esa sensación de la arena que se escurre entre los dedos.
En 1941 durante el confinamiento al que fue enviado su marido Leone Ginzburg en un pueblo de los Abruzzos -que Natalia y sus hijos pequeños compartieron- ella escribió su primera novela. El camino que va a la ciudad fue publicada con seudónimo para sortear las prohibiciones. Cuenta la vida de una muchacha de pueblo y lo hace desde la mirada que marcará la obra de Natalia Ginzburg: una mirada despojada de interpretaciones ante la que vibran el dolor y la tragedia de la existencia humana sin desnudar su misterio.
De ese tiempo de su vida dice:
Era una época muy feliz para mí. No había ocurrido nunca nada grave en mi vida, ignoraba la enfermedad, la traición, la soledad, la muerte.
Aquella novela pasó inadvertida para críticos y lectores. La tragedia, en cambio, alcanzó a Natalia y su familia. Luego del confinamiento, Leone, su marido, fue torturado y muerto por los nazis y ella debió huir con sus hijos y ocultarse en un convento, en Roma.
Ese dolor destrozó su vida; ella misma se tornó alguien irreconocible para sí. La escritura -dice- seguía acompañándola, seguía siendo “su oficio” pero el modo en que manejaba sus instrumentos era otro. Porque el ser felices o infelices nos lleva a escribir de una u otra forma. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz nuestra memoria.
Con la publicación de Léxico Familiar logró repercusión por primera vez y lectores y críticos volvieron su atención también sobre su obra ya publicada.
Del que podríamos considerar el gran tema de esta novela dice Natalia:
"Nosotros somos cinco hermanos. Habitamos en distintas ciudades, alguno incluso en el exterior; y no nos escribimos mucho. Cuando nos encontramos podemos ser, los unos con los otros, indiferentes o distraídos. Pero basta, entre nosotros, una palabra, una frase (...) para recobrar a un tiempo nuestros antiguos lazos y nuestra infancia y juventud. Una de aquellas frases o palabras nos harían reconocernos, a nosotros hermanos, en la oscuridad de una caverna, entre millones de personas".
y construye una trama hecha de voces que significan la vida cotidiana, el tiempo que pasa, la historia al trasluz -el fascismo, la guerra-, una Italia.
Voces que el lector reconoce porque, aunque no formen parte de su historia personal, la convocan. El propio léxico familiar regresa desde el fondo de la memoria para quien se deja deambular por estas páginas.
El narrador en primera se detiene en las circunstancias puntuales en que fueron dichas o repetidas las palabras y el resultado semeja una sucesión de instantáneas. Ciertamente hay un hilo cronológico que sostiene la trama. Pero el foco no ilumina el primer plano de las escenas, sino sus detalles. Se deja llevar, o se pierde tras el eco de las voces para regresar, quizás, unas páginas después.
Léxico familiar es una novela entrañable, divertida, y difícil de olvidar. Su prosa sencilla, cotidiana pero cuidada, cuenta solo una y la misma cosa en cada página: la vida que pasa a través de las palabras.