Perfume de vainilla

Por Stella Galazzi

Los martes son días perfectos para hacer la calle, decía la Turca mientras se rellenaba un corpiño plateado con prótesis de goma pluma. Mejoras, así las llamaba; “mejoras” como su peluca, las pestañas postizas, las uñas de plástico.

Ella vivía sola. Siempre salía impecable, le encantaba planchar: la raya del pantalón parecía cosida a máquina; los cuellos y puños, como nuevos. En la casa andaba en enagua o en bata, mientras que en la calle invariablemente vestía camisa y pantalón; en invierno, un tapado acampanado.


Le gustaba desafiar y escandalizar un poco a La Turca; sin embargo, en el barrio la querían. Dispuesta cuando la necesitaban, como aquella vez que el alemancito se escondió debajo de un auto y quedó enganchado entre los fierros, causando griterío en el barrio, llanto del niño y de la madre. La Turca fue muy resuelta y levantó el auto lo suficiente como para que la madre lo desenganchara. Así de fuerte era, y tenía una figura espectacular, realzada por las "mejoras".

Todo el mundo sabía que paraba en una esquina, al otro lado del pueblo, cruzando las vías. A veces, volvía feliz: “Hoy aparecieron casi todos mis clientes”, decía tan fresca.  Otras veces, regresaba golpeada por una patota de muchachones que la esperaban, para divertirse primero y castigarla después.

Cuando tenía veinte, la Turca solía reírse de los "pendejos”; a los cuarenta, tanto ella como ellos habían crecido y ya no le causaban gracia. "Están casados los muy desgraciados. Ahora vienen con auto, me cargan y luego me maltratan. No hay forma de escapar porque uno de ellos, de ser el hijo del comisario, pasó a ser él también de la cana".

Algunas tardes, ella cuidaba a una nena del barrio mientras la madre trabajaba de portera en la escuela. "Hoy juego a la mamá", decía mientras le preparaba un cajón regalado por el verdulero, que había forrado por dentro y por fuera con partes de una manta tejida al crochet por su abuela. Cuando la nena llegaba, la Turca se sentaba encantada a mirarla corriendo hacia el cajón para abrirlo como si fuese el cofre del tesoro, y ponerse todo lo que encontraba: tacones, pulseras, collares, restos de maquillajes usados. Entre risas cómplices, ambas se pintaban frente al espejo. La Turca con una bata color crema cuajada de flores moradas y rosas que había heredado de su abuela. La tela, suave y sedosa, brillaba y olía rico porque la Turca preparaba un perfume con alcohol y una varita de vainilla que invitaba a morderla.

"Mirá que no tengo muchas pulgas", le clavaba la mirada a Juanita si la nena se quejaba por algo o se ponía a revisar por su cuenta algún rincón de la casa. Una casa grande, con una habitación cerrada en la que entraron juntas una vez que la Turca estaba muy golpeada. Tan lastimada que le gritó desde el baño a la madre de la nena para que la dejara , porque no quería que la mujer la viera en ese estado. "Odio que me tengan lástima", le comentó a Juanita cuando la notó apenada por su boca hinchada.

El cuarto era oscuro, olía a humedad. La Turca roció el ambiente con el perfumero, corrió una cortina y se sentaron en una cama con resortes que chirriaban cuando se movían. "Era de mi abuela, que me crió. Mis padres no me querían, parece que les salí rara según decían. Mala influencia para mis hermanos menores. De modo que a los ocho, mi abuela me trajo acá y nos cuidamos hasta que murió", le contó entre sollozos a Juanita, sin reparar en lo afligida que estaba la niña, que retenía la respiración, como cuando entraba en la iglesia y trataba de no hacer ruido. No se miraban. 

Un martes la Turca no volvió. La encontraron varios días después tirada en un zanjón de las afueras.

No hubo velorio, y la casa permaneció mucho tiempo cerrada.

Durante largas semanas, Juanita se sentaba a esperarla en el zaguán con un cuaderno o un libro.

Si cerraba los ojos podía sentir el perfume a vainilla y escuchar los tacones. Su madre no había tenido corazón para contarle lo sucedido. 

Está llegando, se daba ánimos la nena.