Por Cecilia Sorrentino
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Lluvia (1875, fragmento), de Gustave Caillebotte |
A mitad de la larga cuadra del parque, ves a la mujer que da unos pasos en una dirección y los desanda. No tiene paraguas; lleva un impermeable claro y un pequeño sombrero al tono. Debe ser más cómodo andar así, con este viento. Si no fuera porque los sombreros te quedan mal. Quizás, no tan mal. Quizás es solo que, a tus veinte, usar sombrero era un papelón y después ya no te animaste.
Al pasar junto a ella escuchás el susurro, pero te detienen las lágrimas al borde de unos ojos azules. Le preguntás: ¿te pasa algo? ya arrepentida del tuteo, porque es mayor; ¿ochenta largos? Los disimula su elegancia, el impermeable claro, el sombrero, los ojos tan azules. Brillantes. De lágrimas. Más lágrimas ahora que dice que la cartera, no sabe, se le cayó, no se dio cuenta. Tiene que encontrarla. Donde bajé del colectivo. Por aquí, y señala cuesta arriba. Gira apenas y señala también cuesta abajo, hacia la avenida. Menciona una línea de colectivos que no conocés. ¿Y si es una trampa? Puede haber alguien más, un cómplice a punto de asaltarte. Igual no mirás alrededor. Nadie se acerca ni se detiene. Tampoco la llovizna.
Ella dice que iba por unos estudios, ¿al médico? Sí, sí; le tomás el brazo -delgadísimo bajo el impermeable-. Insiste en buscar su cartera: habrá caído. ¿Dónde fue que bajé del colectivo?
Das unos pasos con ella. No recuerda.
Te llega una certeza: la cartera ya no está donde sea que estuviera. ¿La tarjeta de crédito? No, no la traje. ¡Ay, los documentos! Los documentos aparecen, vas a ver. Sería mejor que regresaras a tu casa; buscamos un taxi, yo te ayudo. Ella llora. ¿Vivís lejos? Arruga el ceño y menciona dos calles; una esquina a menos de diez cuadras. Bien. Un taxi es lo mejor. ¿Tenés las llaves de tu casa? Te mira con sus ojos más grandes aún -no querías asustarla- y lleva ambas manos a los bolsillos. Suena a metal bajo su mano derecha. Virgen Santísima gracias, dice. ¿Con quién vivís? Niega con la cabeza. So, dice. Sola. Y llora más fuerte: él murió hace unos meses. En voz bajísima dice que es por eso que le pasa esto. Quisieras abrazarla. Con un gesto mudo confirmás a sus ojos que sí, que es por eso.
Ella traga.
Ahora dice que mejor antes va a quedarse un rato con una señora. ¿Una señora? La señora de la mercería. ¿Dónde? Scalabrini Ortiz y Las Heras. Buscás una mercería en tu cabeza, por Scalabrini, por Las Heras. ¿Donde dan clases de tejido? Sí, ahí. Bien, qué bien. Te acompaño. No, no; gracias, ya sé, ya puedo. Y en vez de despedirse, tiende ambas manos -menudas, trémulas- hacia tu rostro. Tampoco ella se atreve. Abraza cada mejilla tuya sin tocarla y dice: gracias, querida, gracias.
Te quedás viendo si puede andar: sí.
El viento la impulsa en el descenso hasta que al fin cruza Las Heras. Entonces, aún cuesta arriba, seguís andando contra la sudestada.