Por Teresa Donato
Nunca falta uno que suena e ilumina, sin importar si molesta su ruido, si muchos se distraen. Todo sea por no abandonarlo, ni siquiera cuando comienza la función en el teatro.
Estoy aprendiendo a odiar el teléfono celular. A veces pienso que, si fuera presidenta, prohibiría su uso. Otras, deliro con que la suma de celular más redes sociales es un plan macabro de los cerebrones que manejan el mundo para transformarnos en idiotas. Porque por momentos pienso que es eso lo que somos: una masa de gente idiotizada que no puede dejar de mirar cualquier cosa en el aparato que tienen pegado a la mano.
Viajo en subte y veo al 75 por ciento de los pasajeros con la cabeza gacha pasando videos adocenados sin prestarles realmente atención a ninguno. Antes, en un tiempo feliz, había historietas, diarios, libros, algo escrito. Y no estoy pidiendo que todos lean La Divina Comedia. Digo que estar constantemente mirando pavadas nos vuelve pavotes.
Ni siquiera el miedo al robo del hipnótico aparatejo evita que la mayoría viaje colgada de un brazo, haciendo esfuerzo con el pulgar, escroleando maquinalmente mensajes, videos, redes, lo que venga.
Y conste que adoro la tecnología: nos resuelve, nos comunica, nos acerca. Pero nos puede entontecer cuando caemos en la dependencia. Ni hablar de lo que generan las redes con su odio, los haters, los trolls y toda su impune porquería.
Cuando trabajaba como docente, de a poco, fui frenando el uso del celular en clase. Pero siempre aparecía alguien que tenía una emergencia grave que lo eximía de guardarlo. Lo que más me irritaba era que pensaran que, desde el frente, no veía yo cómo intentaban sacarlo disimuladamente del bolsillo, si no lo tenían escondido entre las hojas. Ni hablar de los años de pandemia con las clases on line y la posibilidad de apagar la cámara: en esos casos, hablarle a la pared era bastante parecido.
Pero no siendo socióloga no me voy a poner a hipotetizar sobre mis teorías conspiranoicas. Ahora quiero centrarme en la molestia que representa el celular en los medios donde me muevo. En la radio o en la televisión, nos estamos acostumbrando a ver a los conductores con el celular en mano. Cuando habla un compañero o un invitado, el resto del panel suele tener, en buena parte, la mirada en la pantallita. ¿Están todos recibiendo una noticia urgente de último momento? Vamos, no nos tomemos el pelo. Alguno, alguna vez, puede que sí, pero la gente más interesante en circulación suele tener buenas maneras, ser más considerados con el prójimo.
Llegamos al paroxismo cuando el entrenador físico te da la rutina y después se pega al celular mirando cosas “perdón, importantísimas”; la profesora online deja de mirarte porque en vez de escucharte espía el whatsapp web. Y qué decir de la analista que finge escucharte mientras ojea el último mensaje. Fichar qué prenda comprarte en Zara parece ser otro hit durante los zooms de trabajo.
Y ya estamos en el punto que nos convoca: ¿en cuántos idiomas nos tienen que decir que apaguemos el celular durante una función de teatro? ¿Qué nos hace pensar que esa luz enceguecedora no molesta en medio de la oscuridad? ¿Por qué nos creemos tan vivos de manotear el teléfono para ver la hora o si nos escribió Mongo Aurelio para decirnos nada durante una función, y que nadie se dará cuenta?
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| Artefacto francés de comienzos del XX para escuchar ópera o teatro a la distancia, en caso de no poder asistir |
Amo ir al Colón y siento que es un privilegio acceder a semejante teatro para asistir a una función con Marianela Nuñez. Pues bien, ni siquiera semejante maravilla puede evitar que en la platea haya alguien sacando el celular con absoluto desparpajo. Suenan las alarmas durante un monólogo a pesar de que te pidieron que lo apagues y te dieron el tiempo para hacerlo. La luz de tu querido aparato ilumina a quienes están sentados en la butaca de al lado y a quien está en el escenario, pero te importa tres cominos. Total, es un tiempo donde reinan las malas maneras, ser descortés es moneda corriente…
Más de una vez he pedido en la oscuridad, durante una obra de teatro, que apaguen esa luz mortal, y podría hacer una lista de los improperios que recibo y que me transfiguran en la mismísima Violencia Rivas. ¿Resulta tan imposible separarse del celular durante una hora? Frente a vos hay una actriz, un actor. Ahí paradito, paradita, de cuerpo presente, interpretando la obra por la que pagaste y vos ¿qué haces?, ¿mirás el celular?, ¿es mucho pedir que no incordies a otros espectadores, a los intérpretes?
No es más que una fantasía, por el momento, pero cuando se enciende una luz siento unas ganas locas de parar la función y hacer que el propietario del aparato sea expulsado de la sala. Por ahora, me quedo con las ganas.
No estamos lográndolo. Prestar atención, digo. A un amigo, a un paciente, a un cliente. A nadie. Ni siquiera a ese momento mágico donde un grupo de personas nos cuentan una historia como si fuera verdadera y nos gusta creer que lo que sucede en el escenario es cierto. Para que suceda esa ceremonia mágica necesitamos guardar el celular en el bolsillo, en la cartera, en la mochila. Es un rato nada más, a la salida volvés al teléfono y a pegar los ojos a la pantalla como si en esos 90 minutos, cuando lo tuviste apagado, te hubieran llamado desde un teléfono rojo por una emergencia impostergable.
Te lo pido por favor, en el teatro apagá el teléfono y guardalo. El destino del mundo no depende de vos. Así que tranquilo/a, ponelo al menos en modo avión que, de todos modos, a nadie le importa si no lo atendés durante un rato.

