Por Moira Soto
A María Elena Walsh poco le
importó la moraleja de la archifamosa fábula del griego Esopo, que desde hace
unos 28 siglos difama a la cigarra, cantora en el verano que es desahuciada por
la hormiguita laboriosa y previsora. Allá por 1972, la eximia poeta se apartó
de la lección que castigaba mal a la pobre cigarra y la subió de categoría
cantando al sol, después de un año bajo la tierra… La enalteció como a alguien
a imitar, igual que sobreviviente que vuelve de la guerra. Todo un símbolo de
esperanza: a la hora del naufragio, y de la oscuridad, alguien te rescatará…
¿La hormiguita acopiadora y amarreta? No tiene lugar en este poema que devino
canción primero en la límpida y afinadísima voz de la autora. Un himno de
resistencia durante la Dictadura, entonado luego por otras grandes voces.
Cuando en 1983, ya en democracia,
fui convocada junto a otras periodistas -Dionisia Fontán, Cristina Noble, Mónica
Sabatiello- para participar de un programa de neta inspiración feminista en el
Canal 11, el proyecto sonaba fantástico. Y su nombre, perfecto: La Cigarra.
La primera reunión con todo el equipo fue en la casa de María Elena Walsh,
quien ya había dado tempranas pruebas públicas de su pensamiento feminista,
pacifista, ecologista, a través de sus canciones para chicos y grandes, de sus
artículos en diarios y revistas, de sus poemas, en sus columnas en programas de
radio… Ella iba a conducir flanqueada por María Herminia Avellaneda y Susana
Rinaldi.
MEW, por ejemplo, había cambiado
el destino bélico de Mambrú, el que se fue a la guerra, haciendo disparar su
arcabuz a estornudos, finiquitando la contienda para alegría de soldados de
ambos bandos. María Elena, entre tantos testimonios de su mirada humanista, nos
dejó un Réquiem de madre, esa pobre mujer que se murió de cansada,
a quien ya nadie pedirá de comer en su última morada (versionando un viejo
poema inglés anónimo, según comentó la propia autora); se interesó por las
carencias de una empleada doméstica provinciana -La Juana- que cuando
viene a trabajar a la ciudad, un calabozo la espera (y no en la cárcel, sino en
el cuartucho mezquino que se destinaba -se destina aún- a estas trabajadoras cama
adentro en el departamento de sus patrones).
El feminismo walshiano como
respuesta a la misoginia en versos como “¡Tenías que ser mujer!”, que
obviamente grita un hombre en la calle “a la primera de cambio…: conmigo te
equivocaste, de programa y de canal”. O
incorporando la hermandad femenina en el sublime poema Eva: “El siglo
nunca vio muerte más muerte, en los altares, santa popular (…)”. Y más adelante,
visionaria desprejuiciada María Elena tiene un sueño: “Quizás un día nos
juntemos todas para invocar tu insólito coraje. Todas, las contreras, las
idólatras, las madres incesantes, las rameras… Cuando juntas las reas y las
monjas, y las violadas en los teleteatros, y las que callan pero no consienten,
arrebatemos la liberación”. La misma María Elena que hablaba de “la patria
muchachista”, que en 1980 había escrito en la revista Humor los 24 puntos para
definir al machista. Y que, más adelante, cuando Menem amagó con instalar la
pena de muerte, escribiera en 1991: “Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que
tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por
los doctores de la ley y a la vista de mis hijos./ Me arrojaron a los leones
por profesar una religión diferente a la del Estado./ Fui condenado a la horca
por encabezar una rebelión de siervos hambrientos./ Fui enviada a la guillotina
porque mis camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera
incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre./ Me fusilaron
encinta junto a mi amante sacerdote a causa de una interna entre federales./ Me
arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distintos al de mis
verdugos…”
El programa La Cigarra,
que duró pocos meses, no fue un producto perfecto pero sí estuvo hecho con
mucha mística, de muy buena fe. Casi todas éramos debutantes: en conducir o en
hacer pantalla, en idear y guionar para la tevé un magazine ambicioso en -para
esas fechas- sorprendentes condiciones de libertad. Un programa realizado por
mujeres que no ofrecía ni lecciones de coquetería femenina ni dietas para
adelgazar ni el último grito de la moda, sino una temática amplia que iba del
mundo de trabajo al de la cultura, de la salud a los derechos de la mujer por
conseguir… Hubo entrevistas, mesas redondas, encuestas, mujeres en oficios
insólitos. Un homenaje a Victoria Ocampo, una conversación con Magdalena Ruiz
Guiñazú, Martha Lynch discurriendo sobre los celos, siempre sin excluir el
aporte de varones: sindicalistas, académicos, Gila, Alejandro Lerner, Ernesto
Sábato... El filósofo y matemático Gregorio Klimovsky estuvo en una mesa sobre
racismo centrada en el antisemitismo, donde se pasaron imágenes documentales de
campos de concentración del nazismo. Y así sucesivamente durante unos pocos
meses. Gritos en el cielo y en la tierra, actos: como quería otro poeta,
Gabriel Celaya.
Visto con la perspectiva del
tiempo y mirando la tele de panelismo cotilla improvisado de hoy, La Cigarra
fue lo que se dice un lujo. Además, hace 42 años, una revista feminista
televisiva de avanzada, cuando apenas empezaban a aparecer -a través de profesionales
del movimiento en marcha desde los años ’70, contrariamente a quienes hoy
imaginan que surgió en el XXI- problemáticas como la violencia de género, la
custodia compartida de los hijos, el divorcio, la ley de cupos, planteamientos
igualitarios en suplementos como La Mujer del diario Tiempo Argentino (el
original), con suerte en algunas de las revista llamadas “femeninas” como
Vosotras y Claudia… La prueba
irrefutable de que la difusión del ideario feminista, de otra cosmovisión
hacían falta lo brindaron las propias críticas machistas a todo trapo de
reseñadores varones que se aplicaron a veces con franco ensañamiento a censurar
casi todo, haciéndose además los chistosos (“gallinero caótico y sin remedio”,
apuntó uno). Un titular amenazaba ingeniosamente: “Si no mejora, La Cigarra irá
a su propio entierro”. Muy gracioso, como podrán apreciar. Y como cereza del
amargado postre: “Si La Cigarra debe acicalar su deteriorado aspecto,
sería bueno que se replanteara su postura feminista, como tal anacrónica y
segregacionista”. ¿Qué me contursi? Por si no se entendió, el reseñador nos exhortaba
con espíritu paternalista: el programa “debía apuntar a un público más vasto
que el femenino, dirigirse a las personas sin distinción de genitales”. Y, desde
luego, clamaba por la ampliación de las “limitadas fronteras feministas”.
Manifiestamente, La Cigarra fue un programa necesario, honesto, adelantado, hecho con seriedad y con sentido del humor (no podía ser de otro modo estando al frente MEW). El primero con esa orientación y esa apertura inequívocamente democráticas, que defendía sin rodeos los derechos de las minorías; que abrió un camino que, es de lamentar, no fue retomado en la pantalla televisiva. Ni siquiera cuando los tiempos cambiaron ya en este siglo y algunas cuestiones dejaron de ser tabú, se incrementaron los derechos y se achicó la mala prensa que supo tener el feminismo en los 80, la década en que La Cigarra salió con ánimo de cambiar mentalidades, despertar conciencias en favor de un mundo más equitativo, menos prejuicioso.
Una versión condensada de este
texto estuvo destinada a ser leída en las recientes Jornadas sobre María Elena
Walsh, que se realizaron en la Biblioteca Nacional.