La noche, por Juana Elena Diz, 1985 *
Por Pedro Patzer
En tiempos en que se afirmaba que la historia la
hacían los hombres, las mujeres se encargaron de la leyenda. De hacerse
leyenda, y como tales derribar las murallas que esos hombres “que hacían la
historia” levantaron en nuestra cultura, como aquella idea que se había
arraigado, de llamar a los femicidios “crímenes pasionales”, de justificarlos
por abandonos o infidelidades, de sostener que había hombres que mataban por
amor, y otros disparates similares como considerar los celos como una parte
natural del buen amor.
Nuestra cultura popular lleva a estas mujeres
asesinadas al altar mayor de la memoria, las hace santitas paganas. La canonización
del pueblo se ha vuelto una forma de justicia espontánea donde se transforma a
las condenadas de siempre -tanto por sus asesinos como por las costumbres
conservadoras y por la justicia que las abandona o las penaliza- en hacedoras
de milagros, pero también esta santificación popular es una manera de hacer
contracultura, son las de abajo las que patean el tablero del cielo. Por eso,
no se santifica a una estanciera, a una señora con buenos modales cómplice de
los verdugos de siempre, ni siquiera a una de esas que en nombre de la caridad
almuerza con los que hambrean, el pueblo no hace santita a Amelita Fortabat. El
pueblo canoniza y les otorga poderes milagrosos a las que sufrieron tantas
cosas, entre ellas, la indiferencia de los santificadores oficiales y que
fueron lastimadas por esos deditos que disparan hasta socavar aquello que sólo
tiene una hija de los arrabales de la vida: un nombre como herida.
En Las Devociones Populares Argentinas,
libro de Félix Coluccio, se hace referencia, de manera curiosa, a varias
santitas paganas: “Devoción salteña. Juana Figueroa, según se recuerda, era una
hermosa mujer cuyo esposo la celaba, al parecer no sin razones. Tal es así que
en cierta ocasión sospechando su infidelidad, la sorprendió con otro hombre y
le dio muerte”. Sin embargo, lo más llamativo de la crónica es el siguiente
pasaje: “Los lunes (días de las ánimas), en la ciudad de Salta, es un
espectáculo común contemplar en su domicilio largas filas de dolorosas que
acuden a venerar a esta mártir de débil carácter e infidelidad”. Ni la reseña
de esta obra deja de condenar a Figueroa, como débil e infiel y de calificar a
sus devotas como “dolorosas”. Así hallamos otra dedicada a “La Ramonita”: “Culto
popular originado en Córdoba por el homicidio de la joven Ramona Moreno de
Yañez, de 25 años, cometido por Telésforo Morales, de 28 años. Fue un crimen
pasional y su autor trató de sepultar el cadáver… unos chicos que jugaban en el
lugar pudieron verlo y avisaron a la policía… la gente comenzó a reunirse en el
escenario del crimen para rezar, encender velas y depositar flores como
ofrendas. Poco a poco comenzó a considerarla milagrosa…”. Aquí vemos la nefasta
huella cultural de llamar al femicidio “crimen pasional” y le sigue la
espeluznante crónica de las “degolladitas”: “En la ciudad de Corrientes,
existían, orillando en un pequeño canal, dos cruces de hierro que fueron
puestas por ‘almas piadosas’ en recuerdo de Secundina Duarte y su joven hija,
de alrededor de quince años, ambas degolladas por el esposo y padre, al
comprobar la infidelidad de la primera, muchos les oraban y pedían la
intervención de las degolladitas”.
Pero, ¡ojo!, el pueblo a estas muchachas no las
hace santas, las hace santitas que es bien distinto, ya que el diminutivo
refiere a una cercanía que ellas consiguen. Ellas, que escuchan a las
invisibles mujeres de alaridos callados, a las que no rezan prolijamente de
memoria, a las que vomitan plegarias. Las santitas otorgan milagros puebleros,
sutiles, casi domésticos. Los milagros que necesitan las sobrevivientes. Desde
un amor, un trabajo, agua caliente, un guiso, un abrigo y, por qué no, un poco
de alegría, un sueño de una vida mejor, ya que las santitas están hechas del
mismo barro de su dolor, de la misma injusticia naturalizada. El diminutivo de
santitas se expande por el territorio, a veces adquiere la denominación de
“difuntitas”, la mayoría víctimas de femicidios, a las que se les suele rendir
culto en el lugar en el que fueron asesinadas. Como en San Luis a la Difuntita
Thelma Bazán, en Buena Esperanza, donde se halla una cruz en el exacto lugar en
el que la mataron. Allí los devotos le brindan diversas ofrendas y
agradecimiento, ya que la reconocen como muy milagrosa.
Del mismo modo la Difuntita Amelia Perla Díaz, la
Difuntita Cristina Díaz, aunque la más célebre es la sanjuanina Deolinda
Correa, conocida como la Difuntita Correa. Sabemos que su compañero fue
reclutado por las montoneras -alrededor de 1835- y Deolinda quedó a merced del
acoso del comisario del pueblo y otros canallas, que la empujaron a huir con su
recién nacido. Murió en el desierto, los arrieros hallaron su cadáver dando de
mamar a su bebé, que logró sobrevivir. Hay muy pocos símbolos de la cultura de
nuestra resistencia popular como éste.
Todos los argentinos y argentinas somos hijas e
hijos de la sed de Deolinda, somos como sus Rómulo y Remo, por eso su leyenda
se ha expandido por todo el país, donde se levantan ermitas en los caminos, y
se le ofrecen botellas de agua. Por estos diálogos que tiene el misterio, el
viernes 8 de julio de 2011 un camionero dejó a María Cash en un santuario de la
Difunta Correa en la provincia de Salta. Esa fue la última vez que se supo algo
de la joven diseñadora, que desde hace una década la familia busca desesperadamente,
tanto es así que su padre murió en un accidente automovilístico cuando viajaba
tras conocer una posible pista. Todo parece indicar que María Cash cayó en
manos de la trata, flagelo que ha arrebatado a tantas muchachas, siempre en
complicidad con la policía o el poder político local, calamidad que también
padeció Marita Verón desaparecida en San Miguel de Tucumán el 3 de abril de
2002. Todavía no sabemos si el pueblo ha comenzado a rezarles a María Cash y a
Marita Verón, mas las luchas de sus familias -en particular la de Susana
Trimarco, madre de Marita Verón- han creado el milagro civil de la conciencia.
Y dicho sea de paso, un milagro que funda una nueva dignidad en el pueblo como
sucedió en Catamarca con María Soledad Morales que se convirtió en la santita
que escucha a las olvidadas y olvidados sin tener que pedir permiso a los
monseñores, aquellos que daban las bendiciones en las casas donde se criaron
los muchachos que violaron y asesinaron a María Soledad.
Otra célebre santita popular es Telésfora Castillo,
conocida como La Telesita -nuevamente la canonización del pueblo y el
diminutivo-, una joven bailarina que murió quemada en el monte santiagueño y
que el pueblo convirtió en “alma milagrosa”, y le inventó una ceremonia que
lleva el nombre de “teleseadas”, en que se le reza cantando y bailando; es
creencia que también la Telesita ayuda a recuperar las cosas perdidas. Desde un
objeto, un trabajo, hasta un amor.
Cabe destacar que los devotos de la Pachamama -esa
Madre Tierra que es víctima de violencia de género-, la llaman Pachita:
“¡Pachita de los cerros, cuida de mis ovejitas!”. Y no podemos dejar de
mencionar el caso de las vírgenes bajo diversas denominaciones según la zona y
el país, que si bien son reconocidas por la Iglesia, muchas veces suelen ser
compatibles con la fe popular, devienen casi santitas paganas. Como bien
refiere el chamamé de Teresa Parodi cuando, en medio de la inundación, la
víctima pronuncia: “La virgencita que me perdone/pero hace mucho que Dios se
olvida de los isleños” (aludiendo a la Virgen María original).
El pueblo hizo santita a Eva Perón, a quien ya
había condecorado con el diminutivo, Evita: “Nadie sino el pueblo me llama
Evita. Cuando elegí ser Evita sé que elegí el camino de mi pueblo”. Debemos
recordar que el cadáver de Eva Perón fue vejado, acuchillado, golpeado,
secuestrado. Sin embargo, nadie ha conseguido evitar que el pueblo la suba al
máximo altar de su fe, altar que a veces se manifiesta en muros en los que su
nombre y rostro regresan en aerosol; otras, en santuarios como el que fue
levantado en José León Suárez -lugar donde los que odiaban a un movimiento que
representaba al pueblo, fusilaron-, mientras que allí el propio pueblo erige
ermitas en las que volcar su fe, donde ella de alguna manera vuelve cada
vez que una muchacha confinada a la intemperie del mundo la recuerda y siente
que es posible resistir.
No podemos omitir en estas líneas a las muchachas
desaparecidas por la dictadura, ellas, las que no tienen tumba, de alguna
manera también se han transformado en santitas de nuestra memoria, sus milagros
nos hacen luchar cotidianamente contra el olvido, por lo que están siempre
presentes en los vientos del pueblo.
Hay cientos de milagreras populares en la Argentina. Nuestras rutas, pueblos, ciudades, barrios, y calles las recuerdan, pero sobre todo quienes ya no creen en eso que por muchos años se llamó “la justicia de los hombres” y prefieren consagrar sus esperanzas a los milagros de las santitas paganas de nuestra resistencia cultural.
* Artista, 1925, integrante del grupo Espartaco. Este cuadro figura en la Colección del CC de la Memoria Haroldo Conti. Diz fue muy valorada en la Bienal de Venecia 2024. Las mujeres indígenas fueron protagonistas de muchas de sus pinturas.