Jacinda Ardern, un legado de eficacia, transparencia y empatía

 

Por Guadalupe Treibel

Jacinda Ardern y su hija Neve

¿En qué momento la compasión se volvió “la debilidad fundamental de la civilización de Occidente”? En estos términos se expresa Elon Musk, agitador serial que respalda su opinión en la seudociencia de un académico muy popular en redes, Gad Saad, cuya lacerante línea de pensamiento refiere a la empatía como una “debilidad evolutiva” o un “gesto social suicida”.

Según dicho personaje -un profesor de marketing que aplica teorías evolucionistas al comportamiento humano y que suele tachar a sus némesis ideológicas de “degeneradas”-, existen “ideas patógenas” como la equidad de género, el constructivismo social, los derechos de las personas trans, las políticas a favor de los inmigrantes. Toda una exaltación de la intolerancia que da más letra a dirigentes como Donald Trump, cuyo accionar resulta irreconciliable con cualquier forma de humanismo y que arrastra en su perversa estela a ciertos pastores cristianos y evangélicos de Estados Unidos que ahora tildan la empatía de “plaga parasitaria” o de “pecado”.


Dos y dos serían tres en este mundo del revés, donde los populismos tóxicos ponen en la picota hasta los sentimientos más nobles. Entonces, en momentos de tanta beligerancia, se agradece escuchar voces tan sensatas y sensibles como la de Jacinda Ardern, ex primera ministra de Nueva Zelanda que, por estos días, anda de gira mediática presentando su libro de memorias, A Different Kind of Power: manifiesto por un liderazgo más gentil y amigable, menos cínico, con su propia historia como prueba de que tal cosa es posible. “La empatía es una forma de fortaleza”, nos recuerda quien supiera conducir su nación con sensatez y sentimientos, sin dejarse embriagar por las mieles del poder y sin atrincherarse a perpetuidad en el rol público.

“Tenemos opciones cuando lideramos, sobre todo en política. Cuando se vive una crisis y las personas sufren miedo e incertidumbre, podés sacar rédito de ese temor, volverlo un arma que, alimentando inseguridades, atraiga más y más gente. O bien, está la otra alternativa: encargarte en serio de resolver los problemas que afectan la vida de las personas desde la amabilidad, el coraje, la fuerza, la resiliencia”, señalaba Jacinda de visita en el late night show de Stephen Colbert. Ella no toca de oído, porque si de algo sabe, es de crisis. Al fin y al cabo, le tocó lidiar con algunos de los eventos más graves y shockeantes de la historia reciente de Nueva Zelanda.

El ataque terrorista de 2019, por ejemplo, cuando un supremacista blanco ingresó armado a dos mezquitas en Christchurch y asesinó a 51 personas mientras transmitía en vivo el ataque por redes sociales. Visiblemente consternada, Ardern se presentó al día siguiente con la cabeza cubierta, abrazó a las familias de las víctimas y declaró: “Ellos somos nosotros”. En menos de dos semanas, su gobierno impulsó una reforma radical de la ley de armas. Meses después, copresidió una cumbre global junto a Emmanuel Macron para limitar el contenido extremista en línea.

Respondiendo preguntas ciudadanas
durante la pandemia

Un año más tarde, con la llegada de la pandemia, fue una de las primeras en cerrar fronteras, diseñar una estrategia consistente y ordenar el confinamiento total con apenas una decena de casos. El país vivió más de un año casi sin circulación del virus, y el índice de muertes fue uno de los más bajos del mundo. Mientras que el resto del planeta lloraba a sus muertos y contaba obsesivamente las camas de terapia intensiva, Nueva Zelanda organizaba conciertos al aire libre, con estadios llenos y sin barbijos. Las escuelas seguían abiertas. Los abrazos no estaban prohibidos. En paralelo, Jacinda aparecía por las noches en Facebook Live -despeinada, en buzo, sentada en su cama- para responder dudas de la ciudadanía.

A pesar de los buenos resultados, la llegada de nuevas variantes del covid, los cierres prolongados y la vacunación obligatoria fueron desgastando su popularidad y, en 2022, miles de manifestantes antivacunas se congregaron en el Parlamento para vilipendiarla: colgaron horcas simbólicas, ondearon banderas de Trump, la retrataron como Hitler. En el ocaso de la jacindamanía, ella se mantuvo firme: habló de unidad, de cuidado mutuo, de responsabilidad colectiva. Quizá por eso sorprendió que, en 2023, Ardern anunciara su renuncia: “Ya no tengo suficiente energía para seguir haciéndole justicia al cargo”. No fue un retiro forzado sino una decisión lúcida, sin escándalos ni derrotas, recordando que también hace falta coraje para reconocer los propios límites.


La candidata de última hora que prendió la esperanza

Aunque durante su presidencia algunos de sus detractores macanearon que había “surgido de la nada”, Jacinda Ardern llevaba años trabajando entre bastidores. Estudió comunicación y ciencia política, y ya desde la universidad se desempeñó como investigadora para miembros del Partido Laborista. Luego se fue a Londres y se unió a la Better Regulation Executive, una unidad dedicada a mejorar regulaciones públicas. De regreso en Nueva Zelanda, participó activamente en las juventudes laboristas y, en 2008, a los 28 años, fue elegida diputada por primera vez. En ese cargo, construyó una reputación de seriedad, cercanía y vocación de servicio, reconocida por su compromiso con causas sociales, su defensa de los derechos de la comunidad maorí, su trabajo contra la pobreza infantil. Seguía siendo, a los ojos de muchos (incluidos su padre, ella misma), demasiado emocional, demasiado sensible para jugar en las grandes ligas. Pero su sentido del deber era más fuerte que cualquier duda.

Todo se precipitó en 2017 cuando, a siete semanas de las elecciones, el candidato de su partido renunció a la carrera política tras una caída estrepitosa en las encuestas. Los laboristas tenían apenas un 23 % de intención de voto, daban los comicios por perdidos. Con el caballo cansado, le ofrecieron a la joven Jacinda, de 37, tomar las riendas, dándole apenas 72 horas para que reformulara la campaña. Ganar parecía, a las claras, una misión imposible. Pero ocurrió el milagro: Ardern generó una inusitada oleada de entusiasmo popular con su estilo directo, su calidez, su manera de hablar con los pies en la tierra. Ella ofrecía algo que parecía perdido: una manera de liderar más cercana, más blanda, más igualitaria.

Ardern y Clarke Gayford, su pareja, anuncian
la noticia del embarazo

Si bien no hubo una mayoría clara, el partido de centroderecha optó por aliarse con los laboristas; de esta manera, Ardern se convirtió en la tercera mujer en presidir el país, después de Jenny Shipley y Helen Clark. La segunda en el mundo mundial en hacerlo estando embarazada (el único antecedente, de 1990: la pakistaní Benazir Bhutto). Esa, de hecho, es la escena con la que elige empezar A Different Kind of Power: ella sentada en el inodoro, sosteniendo una prueba de embarazo en plenas negociaciones para formar un gobierno de coalición, preguntándose -con un poco de pánico y bastante sorprendida- cómo diantres iba a comunicarle a la nación que su nueva primera ministra necesitaría una baja por maternidad en unos meses.

“Estaba embarazada, soltera y era nueva en el laburo. Si alguien quería atacarme, tenía de dónde agarrarse”, apunta en su libro, donde relata cómo, consciente del escrutinio público, no aminoró la marcha. Encabezó -con panza de seis meses- una misión diplomática por el Pacífico, visitando Tonga, Samoa, Niue y las Islas Cook. El calor era sofocante; los zapatos le apretaban demasiado. Pero aguantó cada conferencia, cada rueda de prensa, cada foto. “Tenía que demostrar mi resistencia”, escribe, recordando que, nada más terminar los compromisos, corrió a meter los pies hinchados en un balde de agua fría. Un mes más tarde, viajó a Londres para asistir a la cumbre de la Commonwealth, presidida por la reina Isabel en compañía de Clarke Gayford, su pareja, uno de los pocos hombres en el grupo de “primeras damas”. Para la foto oficial, Jacinda lució una capa tradicional maorí sobre su vestido y, en reunión privada con la soberana, se animó a preguntarle: “¿Algún consejo para criar hijos mientras se gobierna?”. La respuesta, casi doméstica: “Dale para adelante”. Nacida Neve, su hija, J hizo historia como primera jefa de estado en participar de una Asamblea General de la ONU con una bebita dormilona en brazos.

Con la Reina Isabel, 2019

Criada en la fe, forjada en la empatía

Jacinda Kate Laurell Ardern nació en 1980, en un rincón rural de la Isla Norte de Nueva Zelanda, hija de un policía y de una encargada del comedor escolar. Fue criada en la religión mormona, en una comunidad donde las faldas largas y las visitas “puerta por puerta” para evangelizar eran moneda corriente. Aquel mundo conservador le transmitió un valor que marcaría su vida pública: lo que ella misma define como “un implacable sentido de la responsabilidad”. Aunque años más tarde se alejaría de la Iglesia por diferencias irreconciliables -sobre todo en temas como los derechos LGBTQ+-, Jacinda no reniega de su crianza; tampoco se toma a mal que su querida abuela le diga que, aunque la ama y reza por ella, jamás la hubiera votado. Por el contrario, se alegra de convivir con distintos puntos de vista, de tener familiares que cuestionen sus ideas.

Desde hace un tiempo, se habla de un fenómeno en crecimiento: ante el aluvión constante de malas noticias, muchas personas están emocionalmente exhaustas y ya no les queda reserva de compasión para involucrarse. Pero todo dependería de cómo se gestione el agotamiento. Quizás ahí valga tener en cuenta parte del legado de Ardern: un tipo de liderazgo que invita a ponerse en los zapatos del otro, aunque el talle sea bien diferente; que cultiva la empatía como forma de fortaleza; que recuerda que, ante los mayores escollos, hay que buscar nuevas vías: sensatas, abarcativas, factibles.

En la Asamblea de Naciones Unidas, con Neve en brazos