Por Guadalupe Treibel
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Jacinda Ardern y su hija Neve |
¿En qué momento la compasión se volvió “la debilidad fundamental de la civilización de Occidente”? En estos términos se expresa Elon Musk, agitador serial que respalda su opinión en la seudociencia de un académico muy popular en redes, Gad Saad, cuya lacerante línea de pensamiento refiere a la empatía como una “debilidad evolutiva” o un “gesto social suicida”.
Según dicho personaje -un
profesor de marketing que aplica teorías evolucionistas al comportamiento
humano y que suele tachar a sus némesis ideológicas de “degeneradas”-, existen
“ideas patógenas” como la equidad de género, el constructivismo social, los
derechos de las personas trans, las políticas a favor de los inmigrantes. Toda
una exaltación de la intolerancia que da más letra a dirigentes como Donald
Trump, cuyo accionar resulta irreconciliable con cualquier forma de humanismo y
que arrastra en su perversa estela a ciertos pastores cristianos y evangélicos
de Estados Unidos que ahora tildan la empatía de “plaga parasitaria” o de
“pecado”.
“Tenemos opciones cuando
lideramos, sobre todo en política. Cuando se vive una crisis y las personas
sufren miedo e incertidumbre, podés sacar rédito de ese temor, volverlo un arma
que, alimentando inseguridades, atraiga más y más gente. O bien, está la otra
alternativa: encargarte en serio de resolver los problemas que afectan la vida
de las personas desde la amabilidad, el coraje, la fuerza, la resiliencia”,
señalaba Jacinda de visita en el late
night show de Stephen Colbert. Ella no toca de oído, porque si de algo
sabe, es de crisis. Al fin y al cabo, le tocó lidiar con algunos de los eventos
más graves y shockeantes de la historia reciente de Nueva Zelanda.
El ataque terrorista de 2019, por
ejemplo, cuando un supremacista blanco ingresó armado a dos mezquitas en
Christchurch y asesinó a 51 personas mientras transmitía en vivo el ataque por
redes sociales. Visiblemente consternada, Ardern se presentó al día siguiente
con la cabeza cubierta, abrazó a las familias de las víctimas y declaró: “Ellos
somos nosotros”. En menos de dos semanas, su gobierno impulsó una reforma
radical de la ley de armas. Meses después, copresidió una cumbre global junto a
Emmanuel Macron para limitar el contenido extremista en línea.
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Respondiendo preguntas ciudadanas durante la pandemia |
A pesar de los buenos resultados,
la llegada de nuevas variantes del covid, los cierres prolongados y la
vacunación obligatoria fueron desgastando su popularidad y, en 2022, miles de
manifestantes antivacunas se congregaron en el Parlamento para vilipendiarla:
colgaron horcas simbólicas, ondearon banderas de Trump, la retrataron como
Hitler. En el ocaso de la jacindamanía,
ella se mantuvo firme: habló de unidad, de cuidado mutuo, de responsabilidad
colectiva. Quizá por eso sorprendió que, en 2023, Ardern anunciara su renuncia:
“Ya no tengo suficiente energía para seguir haciéndole justicia al cargo”. No
fue un retiro forzado sino una decisión lúcida, sin escándalos ni derrotas,
recordando que también hace falta coraje para reconocer los propios límites.
Aunque durante su presidencia
algunos de sus detractores macanearon que había “surgido de la nada”, Jacinda
Ardern llevaba años trabajando entre bastidores. Estudió comunicación y ciencia
política, y ya desde la universidad se desempeñó como investigadora para
miembros del Partido Laborista. Luego se fue a Londres y se unió a la Better Regulation Executive, una unidad
dedicada a mejorar regulaciones públicas. De regreso en Nueva Zelanda,
participó activamente en las juventudes laboristas y, en 2008, a los 28 años,
fue elegida diputada por primera vez. En ese cargo, construyó una reputación de
seriedad, cercanía y vocación de servicio, reconocida por su compromiso con
causas sociales, su defensa de los derechos de la comunidad maorí, su trabajo
contra la pobreza infantil. Seguía siendo, a los ojos de muchos (incluidos su
padre, ella misma), demasiado emocional, demasiado sensible para jugar en las
grandes ligas. Pero su sentido del deber era más fuerte que cualquier duda.
Todo se precipitó en 2017 cuando,
a siete semanas de las elecciones, el candidato de su partido renunció a la
carrera política tras una caída estrepitosa en las encuestas. Los laboristas
tenían apenas un 23 % de intención de voto, daban los comicios por perdidos.
Con el caballo cansado, le ofrecieron a la joven Jacinda, de 37, tomar las
riendas, dándole apenas 72 horas para que reformulara la campaña. Ganar
parecía, a las claras, una misión imposible. Pero ocurrió el milagro: Ardern
generó una inusitada oleada de entusiasmo popular con su estilo directo, su
calidez, su manera de hablar con los pies en la tierra. Ella ofrecía algo que
parecía perdido: una manera de liderar más cercana, más blanda, más
igualitaria.
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Ardern y Clarke Gayford, su pareja, anuncian la noticia del embarazo |
“Estaba embarazada, soltera y era
nueva en el laburo. Si alguien quería atacarme, tenía de dónde agarrarse”,
apunta en su libro, donde relata cómo, consciente del escrutinio público, no
aminoró la marcha. Encabezó -con panza de seis meses- una misión diplomática
por el Pacífico, visitando Tonga, Samoa, Niue y las Islas Cook. El calor era
sofocante; los zapatos le apretaban demasiado. Pero aguantó cada conferencia,
cada rueda de prensa, cada foto. “Tenía que demostrar mi resistencia”, escribe,
recordando que, nada más terminar los compromisos, corrió a meter los pies
hinchados en un balde de agua fría. Un mes más tarde, viajó a Londres para
asistir a la cumbre de la Commonwealth, presidida por la reina Isabel en
compañía de Clarke Gayford, su pareja, uno de los pocos hombres en el grupo de
“primeras damas”. Para la foto oficial, Jacinda lució una capa tradicional
maorí sobre su vestido y, en reunión privada con la soberana, se animó a
preguntarle: “¿Algún consejo para criar hijos mientras se gobierna?”. La
respuesta, casi doméstica: “Dale para adelante”. Nacida Neve, su hija, J hizo
historia como primera jefa de estado en participar de una Asamblea General de
la ONU con una bebita dormilona en brazos.
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Con la Reina Isabel, 2019 |
Jacinda Kate Laurell Ardern nació
en 1980, en un rincón rural de la Isla Norte de Nueva Zelanda, hija de un
policía y de una encargada del comedor escolar. Fue criada en la religión
mormona, en una comunidad donde las faldas largas y las visitas “puerta por
puerta” para evangelizar eran moneda corriente. Aquel mundo conservador le
transmitió un valor que marcaría su vida pública: lo que ella misma define como
“un implacable sentido de la responsabilidad”. Aunque años más tarde se
alejaría de la Iglesia por diferencias irreconciliables -sobre todo en temas
como los derechos LGBTQ+-, Jacinda no reniega de su crianza; tampoco se toma a
mal que su querida abuela le diga que, aunque la ama y reza por ella, jamás la
hubiera votado. Por el contrario, se alegra de convivir con distintos puntos de
vista, de tener familiares que cuestionen sus ideas.
Desde hace un tiempo, se habla de
un fenómeno en crecimiento: ante el aluvión constante de malas noticias, muchas
personas están emocionalmente exhaustas y ya no les queda reserva de compasión
para involucrarse. Pero todo dependería de cómo se gestione el agotamiento.
Quizás ahí valga tener en cuenta parte del legado de Ardern: un tipo de
liderazgo que invita a ponerse en los zapatos del otro, aunque el talle sea
bien diferente; que cultiva la empatía como forma de fortaleza; que recuerda
que, ante los mayores escollos, hay que buscar nuevas vías: sensatas,
abarcativas, factibles.
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En la Asamblea de Naciones Unidas, con Neve en brazos |