Con licencia para empolvarse

 Por Guadalupe Treibel


Una escena cualquiera de los años 50: ella abre su cartera como quien despliega un mapa táctico y allí aparecen espejo, cortaúñas, pinza de depilar, pañuelo, rubor compacto, peine, un perfumero del tamaño de un dedal y, si la ocasión lo amerita, un frasquito de laca para el pelo. Cada adminículo en su correspondiente compartimento, cual caja de herramientas diseñada por un ingeniero de precisión como Q, el de James Bond, si en vez de maquinar gadgets de espías se hubiera dedicado a las carteras para damas con licencia para retocarse el maquillaje.

Hay un video vintage de mediados del siglo pasado que circula por ahí, en el que una voz masculina celebra -con tono de vendedor de aspiradoras- los prodigios de un bolso femenino. Y no justamente por permitir que señoras y señoritas trasladen cómodamente papeles importantes, las llaves del coche, tarjetas o efectivo. El señorón se deshace en elogios por otro motivo: ninguna mujer decente sale a la calle sin el equipamiento necesario para mantener presentables la cara, las uñas y el peinado a lo largo del día.


Ya lo dijo el modisto Christian Dior antaño: los hombres tienen bolsillos para guardar cosas; las mujeres, con fines de decorativos. No fuera a ser cosa de que, por acarrear objetos, se alterara la pretendida línea de las siluetas femeninas. Y así fue quedando: a ellos -criados para la síntesis- les bastan los bolsillos, a ellas -criadas para verse impolutas- se les exige un neceser portátil con pretensiones de alta costura. Porque el deber de estar espléndida no caduca ni en la parada del colectivo. Mucho menos en el taxi, a juzgar por aquel momento de Desayuno en Tiffany en el que Holly recibe una muy mala noticia, pero, en vez de desmoronarse, mantiene el tipo reaplicándose un labial sutil.

Ante todo, belleza y compostura, parece pensar el recordado personaje que interpretó Audrey Hepburn, ella misma tan asociada al funcional y elegante Speedy 25 de Louis Vuitton, creado especialmente a pedido. Este modelo ocupa un lugar destacado en el panteón de It Bags como otros carísimos clásicos de lujo discreto, incluidos el Hermès Kelly, en honor a la princesa Grace, o Lady Dior, fugaz fetiche de Diana de Gales. Sabido que su exsuegra, la reina Isabel, no renunciaba a la Launer, que asimismo oficiaba de suerte de código secreto: si la apoyaba en una mesa era porque quería retirarse del lugar en menos de lo que canta un protocolar gallo; si la mudaba de mano, el gesto era interpretado como pedido de rescate de una charla aburridísima…

¿Qué tendrían estas topísimas damas en los recovecos de sus carteras? ¿Los infaltables espejito, lápiz labial, polvera, pastillas de menta…? “Lejos de ser una pertenencia común o un simple accesorio de moda, el bolso es un universo sagrado con leyes misteriosas”, romantiza un cacho Jean-Claude Kaufmann, sociólogo francés de lo cotidiano, en su libro Le Sac. Un petit monde d’amour, donde indaga en este “territorio misterioso, fascinante y prohibido”. ¿Una de sus observaciones? “Cuanto más emancipadas las mujeres, más pesados se han vuelto sus bolsos”. Tienen más libertad, sí, pero también más presión, advierte el investigador, que encontró una constante en todas las carteras en las que fisgoneó: una o dos tabletas de aspirinas. A su decir, “indicativo de la carga mental que ellas soportan cada día”.


Se ve que la elusiva escritora australiana Pamela Lyndon Travers no exageró tanto la nota al imaginar el bolso sin fondo de Mary Poppins, del que la niñera mágica extrae un mantelito a cuadros, varios camisones de franela, tazas, cerillas, un frasco de perfume, un espejo y, cómo no, un edredón mullido. Un poroto en comparación a lo que, cada bendito día, llevan consigo damiselas: además del botiquín de belleza -con cepillo de cabello, de dientes, perfume, rouge, rímel, etcétera-, se cuela el kit de laburo con la notebook, el cargador, los auriculares; la infaltable botellita de agua (impensable en los años 50); toallitas y tampones para las que están en edad; un libro para las adictas a la lectura; quizás alguna vianda o snack para las jornadas largas; y… ¡qué dolor de espalda!

Y si de la espalda hablamos, la moda trajo un alivio relativo con el uso extendido de las mochilas, de distintos tamaños y materiales, una novedad reciente en la historia femenina que permite mover más cómodamente lo indispensable y, de paso, hacer una compra de último minuto. Claro, ellos también las usan, pero para las mujeres marcó un antes y un después en la forma de trasladar su complejo y vasto universo portátil.