Valentina Goncharova: del clasicismo al laboratorio casero extremo

 


Por Guadalupe Treibel

Campanelli empieza con un eco leve, como un llamado a través del tiempo. Suaves campanas tibetanas marcan el inicio de este viaje sonoro que habla sobre la existencia: del nacimiento a la muerte, y de allí a quién sabe dónde. “Mi intención era transmitir la historia de una persona: cómo comienza y concluye su vida. Pero terminé aludiendo a la humanidad toda”, confiesa Valentina Goncharova, autora de este encomiado álbum reciente, del que emergen violines eléctricos, glissandos etéreos, percusión casi litúrgica, con la claridad y la calma que confieren la espiritualidad y la experiencia.

Nacida en Kiev, Ucrania, en 1953, Goncharova creció en una casa donde la música era parte del aire. Su abuela pianista le enseñó sus primeras notas en un Blüthner antiguo. Quiso seguir ese camino, pero en la escuela de música la asignaron al violín por “mis manos diminutas”. De oído absoluto, a los doce ya tocaba con orquesta. Su formación la llevó a Leningrado -hoy San Petersburgo-, donde se empapó de repertorios clásicos, pero no solo. Una biblioteca, una fonoteca y un archivo le sirvieron de ventana a mundos más extremos, porque “fue en el conservatorio, no en clubes, donde escuché por primera vez a Krzysztof Penderecki, Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen, Iannis Xenakis, John Cage”, aclara. También indagó en la experimentación occidental de, por ejemplo, el krautrock -rock progresivo alemán- en reuniones clandestinas de los dormitorios estudiantiles.

VG absorbió la energía de la vanguardia soviética. Tocó en clubes de rock underground. Compartió escenarios con figuras del colectivo Pop-Mechanika. Formó un dúo con la compositora y pianista Svetlana Golybina, con quien viajó a la lejana Ulán-Udé, único enclave budista de la URSS, que le dejó una impresión indeleble. Años más tarde, en 1984, se mudó a Tallin, Estonia, junto a su esposo, el ingeniero Igor Zubkov. Con esa mudanza llegó también el retiro parcial de las grandes ciudades, y con él, la necesidad de inventar otro modo de hacer música.

Fue el arranque de una etapa profundamente radical y casera. Porque en una habitación adaptada, Goncharova se lanzó a experimentar con violines eléctricos diseñados a medida, sobregrabaciones artesanales en un viejo carrete Olimp 004, con ollas, lápices, jarrones y hasta un alféizar oficiando de instrumentos. Sus sesiones se grababan sin micrófono; los ecos se producían con un reverb soviético, el Lel RC. De esas búsquedas solitarias nacieron obras que, hoy día, están haciendo olas.

Y es que, en Occidente, cada vez se oye más el nombre de Valentina. El año pasado, por caso, se editó Even the Forest Hums, una compilación de dieciocho canciones y piezas instrumentales de diversos autores ucranianos, grabadas entre 1971 y 1996. Publicado por el sello local Shukai Records junto al estadounidense Light in the Attic, este disco ofrece un recorrido sonoro por los últimos años de la Ucrania soviética y los primeros cual nación independiente, dando a conocer la riqueza musical del país de marras. Desde jazz psicodélico con raíces folclóricas -como el tema del Shapoval Sextet grabado en vivo en 1976- hasta piezas electrónicas para cine -como “Dance”, compuesta por Vadym Khrapachov con uno de los pocos sintetizadores occidentales que había en la URSS por aquellos años-. Originalmente pensado para abarcar obras experimentales de todo el antiguo bloque soviético, el proyecto se reorientó tras la invasión rusa, con resultados muy elogiados por la crítica. En especial, el tema ¿de quién? De nuestra Valentina, aquí presente con “Silence”, del ‘89, contemporáneo a la caída del Muro de Berlín. “Una obra que parece flotar entre lo ancestral y lo moderno”, con sonidos electrónicos “de otro mundo”, percusión y vientos delicados, una melodía primitiva: tales las entusiastas palabras de reseñas que leen este trabajo como el reflejo sensible de un cambio de era.

Incluso, un poco antes de Even the Forest Hums, se publicaron los volúmenes 1 y 2 de Valentina Goncharova: Recordings 1987-1991, otra prueba de su prevalencia. Colecciones éstas que rescatan temas hipnóticos, envolventes de esta artista, por reivindicativa gracia del sello estonio Shukai. El primer disco, de 2020, reúne grabaciones caseras inéditas de quien dejara atrás la ortodoxia académica para animarse a explorar, combinando elementos de música concreta, minimalismo, improvisación libre y estética new age que revelan el costado íntimo de una autora personalísima. Antes de aquellos años, recuerda VG, “estaba demasiado limitada por los clásicos, y yo buscaba nuevas posibilidades estructurales, nuevos colores, nuevas combinaciones rítmicas. Quería crear un nuevo lenguaje artístico en el que la electrónica desempeñara el papel de la orquesta. No de forma trivial sino para abrir oportunidades musicales fundamentalmente nuevas”.

El segundo volumen, publicado a fines del ‘21, trae piezas a dúo del mismo período, del ’87 al ’91, duetos en escenarios alternativos del Báltico soviético: jams en casas, cafés y galerías de Riga, Moscú, Tallin, Helsinki. Estos temas colaborativos beben del free jazz, la improvisación y la electrónica, creados junto al director teatral e instrumentista Alexander Aksenov; el compositor ruso Sergei Letov; y el músico finlandés Pekka Airaksinen. Con cada track, VG va construyendo “un paisaje sonoro plural y profundamente libre”, según las tentadoras líneas de Shukai. De este cautivador, inusual álbum -que muestra a VG como una artista en diálogo con lo inesperado, siempre al margen de las etiquetas-, destaca “Reincarnation II”, que The Guardian define como “el despertar de un sueño, una danza vaporosa con la voz de Goncharova girando como un pájaro”.

Al poco tiempo, en 2022, salió la monumental Ocean, una composición sinfónica para violín eléctrico, tenida por su obra maestra. Le llevó más de tres décadas completarla, y fue editada por la disquera Hidden Harmony, de Estonia, especializada en música ambiental, experimental y meditativa. Sobre esta obra, dice la propia VG que “carece de concepto, en el sentido racional de la palabra”. En todo caso, la idea rectora “es puramente intuitiva, presupone la Ley de la correspondencia, de Hermes Trismegisto: Como es arriba, es abajo. El hombre es igual al universo. El universo es igual al hombre”. Asimismo, apunta Valentina que el océano al que remite el título refiere a “la fuente de todas las formas que reciben vida en el tiempo y el espacio. Aquí está, y lo tiene todo: belleza y terror, bien y mal, autosacrificio y traición. Amor ilimitado e inspiración creativa”.