Leigh Bowery: Qué buen gusto para el mal gusto

 

Leigh Bowery, Look 2, por Fergus Greer, 1988

Por Moira Soto

 “Quiero que tomemos riesgos reales, que nos visiten más jóvenes, que haya diversidad, que las puertas estén abiertas para todos”, decía el año pasado Karin Hinsbo, directora de la Tate Modern de Londres desde 2023, llegada de Oslo donde había estado al frente del National Museum.

Danesa (1974), Hinsbo está cumpliendo su palabra desde el vamos, incentivando además la participación creativa de los visitantes, dando lugar a exposiciones altamente inclusivas: por ejemplo, del mejor arte de pueblos originarios, fuera del canon occidental. Así lo prueban la muestra de Modernismo Nigeriano (de obras de la década de 1960): la exhibición de realizaciones de la gran artista australiana Emily Kam Kngwarreye (1910-1960), quizás la más distinguida personalidad creadora indígena contemporánea, que comenzó tardíamente a pintar en forma profesional.

Pero en estos días, KH está dando qué hablar (y discutir), atrayendo a gran cantidad de público con una expo que es prueba fehaciente de su audacia y su apertura a todos los géneros artísticos y a sus representantes más originales y polémicos, abriéndole amplio espacio a Leigh Bowery. Alguien decididamente inclasificable en su provocativo eclecticismo: modelo de un magno pintor, performer impredecible, personalidad de la tevé, diseñador de moda, músico, promotor de bares nocturnos… En todos los casos, sacudiéndose límites y convenciones, generando algún escándalo.

Leigh Bowery, por Lucien Freud

Por su cuenta y riesgo, Leigh Bowery supo ver la ropa y el maquillaje mucho más allá de lo drag, ya que para él se trataba de disponer de formas de la escultura y la pintura, a partir de su propio cuerpo que festejó como herramienta de transformación. Siempre, pero siempre desafiando normas de la estética y del clásico “buen gusto”; de la sexualidad, el género. Haciendo caso omiso de todo decoro.

Así es que LB se merecía esta muestra a su altura (un metro noventa, la física; la otra inmensurable con patrones “normales”), inmersiva, lo más exhaustiva posible. Que ofrece generosamente los impactantes looks de este creador, su colaboración con artistas como John Maybury, Billie Walsh, Lucien Freud (de quien es considerado su musa); que pone en evidencia su influencia en las líneas de diseño de Alexander McQueen, Anohmi, Lady Gaga…

A la conquista de la noche y el día londinenses

El chico Leigh había pegado un gran estirón en su adolescencia y se aburría soberanamente en su pueblo australiano, aún en un curso sobre moda. De modo que a los 19, portando una valijita y una máquina de coser, enfiló hacia Londres en 1980, cuando decaía el reinado de los Nuevos Románticos. Solito en la Nochevieja, apuntó propósitos para el Año Nuevo: bajar 12 kilos; aprender todo lo que pudiera; instalarse en el mundo de la moda, la literatura, las artes; usar maquillaje todos los días. Bueno, el plan 1, aunque lo intentó, nunca llegó a cumplirlo. Pero los otros 3 los superó con creces en su corta -murió a los 33 de sida- pero fecunda vida, de la que hizo, en su estilo, una obra de arte exuberante, como pedía Oscar Wilde.

LB bailando, 1989, por John Maybury

Donde quiera que fuese con sus invenciones que nunca pasaron inadvertidas, daba la impresión de que sus energías y su insolencia no le cabían en sus casi dos metros a este muchachón que pensaba que la carne (humana) era el tejido más fabuloso. De ahí su propensión a desnudarse con harta frecuencia, cuando no se acicalaba con maquillajes que redefinían sus rasgos, ropajes muy llamativos por brillo y color, trepándose ¡con esa altura! a elevadas plataformas.

Todo a lo grande, a lo desmedido, a lo insólito una vez que comenzó a hacer la suya en Londres, sumando motes procuraban abarcarlo: monstruo de discotecas, escultura humana, borracho de vodevil, surrealista pop, payaso sin circo, borracho sin piernas… Pero él siempre zafando de etiquetas y casilleros, no queriendo ser objeto de consumo y eludiendo cualquier gesto de conformismo.

Con sus afeites faciales empleados como lo haría un pintor, la ropa y los zapatones esculturales, estimaba cada ámbito donde incursionaba como un escenario para desplegar inesperadas actuaciones. Probaba cada día, asumía roles que luego descartaba en pos de una identidad inestable, fluida, cambiante. Abrazando permanentemente la diferencia.

LB, Amarillo, 1987, por Nick Knight

En un tiempo de valores conservadores en alza, los ’80, le divertía desconcertar y confundir con su aspecto espectacular, agitando y reformulando lugares comunes sobre el género, la moralidad, la cultura.

La expo de la Tate rescata sus inicios de joven diseñador de moda adicto a locales nocturnos de pura joda, sus actuaciones en galerías, teatros, la propia calle que para él era un escenario más (con un público totalmente azaroso, claro).

Cuando LB llegó a Londres, la gente se estaba vistiendo con colores apagados, con trajes impersonales. Valiéndose de unos pocos ahorros y de su maquinita de coser, se arriesgó a presentar su primera colección rompiendo con el paisaje de vestimenta imperante, con modesta repercusión. Siguió en la brecha, y ya en 1984 explotó con un vestuario de colores brillantes y líneas ampulosas, sombreros de vinilo con lentejuelas, botas con triple suela, rostros repintados. Una mélange desenfrenada de sus gustos personales: ciencia-ficción, astrología, glam rock, deidades de la India, prendas inspiradas en la gente de Bangladesh del barrio en que vivía. Dejó que se le fuera la mano en los vistosos trazos de los maquillajes tendientes a formas abstractas que, llegado en caso, podían sumar costras y verrugas de artificio.

Emily Kam Kngwarraye, Ntang Dreaming,  1988

En la muestra que seguirá hasta el 31 de agosto, estos arreglos se pueden apreciar sobre maniquíes ad hoc que portan parte de piezas de sus colecciones, ofrecen ropas del mismo Bowery. Y objetos personales, cuadernos de bocetos, fotos de los ’80 en Londres. Y desde luego, ambientación del mítico lugar que fundó (y que fue cerrado por la policía al cabo de un año): el club nocturno Taboo. Nombre obviamente irónico para un local transgresor donde se anunciaba a potenciales clientes: “La condición es simple: o te vestís como si tu vida dependiera de tu atuendo, o no te molestes en venir”.

Leigh Bowery recurrió al humor disparatado, la parodia, la comedia, el kitsch desembozado y enaltecido para desacatarse en pleno thatcherismo. Gay de amores felices y amores contrariados, se casó cerca del final de su vida con su querida costurera (alma gemela, la llamaba) Nicola Rainbird, con quien protagonizó una sonada perfo donde él la paría, la daba a luz (de los reflectores). Ella lo cuidó amorosamente en su enfermedad y ahora -albacea de LB- ha colaborado con la curación de esta muestra, la primera en la Tate que lleva su título -haciendo justicia- entre signos de admiración: ¡Leigh Bowery!