Diccionario caprichoso de infancia: Las palabras del comedor (II)


Por María José Eyras

Es verano, es el día después de Navidad. La abuela está allí, sentada frente a los cubiertos desparramados sobre el mantel. Toma una cuchara, la frota con un repasador, la observa, cata el brillo; la frota un poco más y cuando decide que el lustre es suficiente la deja en la fila, junto a las que ha ido apartando. Repite la operación con cada una, con cada tenedor, cada cuchillo.

De tanto en tanto se detiene, su mirada se pierde y sé que está recordando. A esta altura de su vida, me sería difícil suponerle sueños. Tiene una mirada calma, la abuela, de una serenidad que encuentro extraña ahora que intento reconstruir su historia. Y, sin embargo, me resultaba natural; tan natural y diáfana que, por mucho tiempo, no me hice preguntas.

Los cubiertos que lustra con tanto cuidado no son los que usamos todos los días. Son, así les dice, “los cubiertos del juego”. Salen del cajón del aparador –ubicado en el comedor grande– en ocasiones especiales. Y luego, sin prisa, otro día, cuando la abuela los ha terminado de lustrar, los cubiertos vuelven a su ordenado retiro. Duermen en aquel cajón –dividido en compartimentos tapizados en pana verde– agrupados por clase y por tamaño, hasta el próximo cumpleaños, las próximas fiestas. Me pregunto si las novias de hoy siquiera piensan en ser poseedoras de juegos de cubiertos. Acaso las familias grandes, las abuelas tranquilas y hasta los juegos de cubiertos resulten cada vez más raros, escasos, como si algo se fuera disgregando siglo a siglo, se dispersara en piezas sueltas, aisladas, conjuntos incompletos, almas con agujeros.

La nieta pasa por al lado de la mesa donde está la abuela, sigue de largo hacia la sala y la deja repitiendo aquel ritual; un ritual que despliega a la vista de todos, como despliega –a medida que los lustra– cuchillos, cucharas y tenedores sobre el mantel. Y el brillo, el peso de los cubiertos en sus manos, prolonga los ecos de la reunión, las carcajadas de los tíos, las voces de las primas, la risa aguda y cantarina de la abuela en Navidad. Una vez más, como cada 25 de diciembre, ha presidido la mesa: ella a la cabecera, ella al mando, brindando y brindándose la fiesta familiar, de esa familia que es su revancha, su triunfo silencioso.

La nieta, leyendo, tirada panza abajo sobre los mosaicos, oye que las puertas del comedor se abren. Desde el rincón de la sala donde lee, no la alcanza a ver, pero sabe que es la abuela quien llega desde el patio con su paso lento y cansino; y sabe, también, que trae jazmines recién cortados para renovar las flores en el florerito sobre la chimenea, debajo del retrato del abuelo. En la foto, el retratado, de unos cincuenta años, viste traje, luce pañuelo en el bolsillo y bajo las gruesas y negras cejas que acentúan su aire masculino, esboza una sonrisa ambigua.

–Pobre Pirolo, pobrecito– murmura la abuela, acomodando las varas que oscilan, díscolas, en el florerito. La niña levanta los ojos de la novela que está leyendo y se pregunta qué siente la abuela, si aún quiere a ese hombre ­–el abuelo que no llegó a conocer– si lo extraña, si lo ha perdonado. Pero sigue leyendo, porque enseguida la abuela se aleja. Se aleja como el fin de cada verano, cuando sus padres  la arrancaban de aquella casa, de sus patios y galería, de las tardes de pileta, de las noches conversando al fresco en la vereda, para devolverla al departamento en Buenos Aires: una caja enclavada en el cemento, sin abuela ni plantas ni animales, donde vivía las demás estaciones, yendo a la escuela, leyendo por las noches, confinada en un cuarto mínimo empapelado de flores simétricas, rígidas, flores prusianas que se le venían encima, en un noveno piso, respirando hollín, apuro, anonimato; imaginando otros mundos entre las páginas, leyendo, siempre leyendo,  sin ser para nada consciente, lo que se dice consciente, de que está esperando, sedienta, el próximo verano.

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Diccionario:

Comedor de diario: expresión que se usaba en lugar de “comedor diario”. ¿A dónde y por qué se perdió el de que la integraba en el decir de mi abuela?  Hoy abundan otras mutilaciones, como la extendida costumbre de aludir a lo que sea por la sola sigla, o de abreviar, por ejemplo, los nombres. El mundo se ha plagado de “Lúes”: ¡Hola, Lú! Y ya no sabemos si se trata de Lucía, Ludmila, si se le habla a Lucrecia, Luna, Lutecia, o alguien saluda a Lucila o Lucifer. ¿Es un uso ligado al cariño? ¿Al apuro? ¿Una versión perversa del poder de síntesis? Lo cierto es que el comedor de diario ha quedado reducido al comedor diario (cuando existe) o a apenas a “el comedor”, o pronto, quizá: ¿Pasamos al com.?

Comedor grande: así se designaba, en aquella casa de habitaciones en fila, un ambiente que duplicaba al comedor llamado “de diario” y que se usaba pocas veces al año: para las fiestas, cumpleaños, aniversarios, recibimientos.

Cubiertos del juego:

Refiere a los que se guardaban en el cajón de uno de los dos aparadores del comedor grande, destinado especialmente a ellos, lo que no implicaba que los cubiertos de diario no pertenecieran a su vez a otro juego, pero de menor categoría. Sobrevivían, también a buen resguardo en ese comedor grande, más solemne, alejado de la cocina y de uso infrecuente, algunas piezas que habían pertenecido al juego de mamá Mercedes, cubiertos de plata, testigos de otra época de la familia, lejana y floreciente, que la abuela nombraba con tono nostálgico.

Juego de cubiertos:

No confundir con ninguna clase de juego en el sentido de jugar, ni duelo de cuento borgeano, decidido a cuchillazos. Se trata de un conjunto completo que incluye una o más docenas de piezas de cada tipo, a saber: 12 tenedores, 12 cuchillos, 12 cucharas; y luego, 12 de cada uno de estos elementos de menor tamaño, dichos “de postre”; podía constar también de cubiertos de pescado, amén de las cucharitas de té, café, cucharas de servir, pala para torta, cucharón y otros implementos cubiertiles.

Cajón cubiertero o cubertero:

En tiempos en que el juego de cubiertos era parte obligada del ajuar de una casa de clase media o alta, los aparadores solían contar con un cajón destinado especialmente a guardar estar piezas de manera ordenada. A este fin, el cajón cubiertero o cubertero estaba dividido en compartimentos de diferentes tamaños en los que se ubicaban la variedad de piezas.

También existían petits-muebles destinados a esta función; mi otra abuela (la paterna) nos dejó en herencia una mesita que constaba de dos cajones para cubiertos sobre cuatro patas torneadas que mi madre, aún hoy, usa para apoyar su teléfono de línea.

Lustre:

Efecto o acción que buscaba obtener suaves destellos sobre ciertas superficies y que, acaso por su carácter artesanal, va dejando de estar de moda. Antes, las mujeres les sacaban lustre a los pisos encerados, arrodilladas, trapo en mano; hoy es difícil encontrar alguna que todavía haga algo así. Nacida a principios del siglo XX, la abuela de la historia aún lustraba los cubiertos hasta hacerlos brillar.

Familia:

Definición imposible. También: célula básica de la sociedad, en crisis y transformación. Ó: modelo útil por siglos al patriarcado mientras las mujeres fueron sumisas y en los roles de la pareja había disparidades flagrantes.

Pero también: refugio/ pertenencia/ afecto/ contención.

Única y última forma de asociación humana que ampara desde un lugar desinteresado y solidario las etapas de la vida improductivas desde el punto de vista capitalista: niñez y ancianidad.

Familia grande:

Grupo humano que incluye, además del núcleo familiar de base –personas que maternan, personas en el momento de la crianza–  tías, tíos, abuelos y abuelas, primas y primos hermanos, segundos y otros hasta donde lleguen el afecto, la distancia o el conocimiento.

Cabecera:

Lugar prestigioso en una mesa a la que se sientan varias personas. Solía reservarse para el patriarca, la persona mayor o más importante del grupo.

(También, estar a la cabecera de la cama, al lado o cerca de la cabecera para asistir a un enfermo.)