Por Stella Galazzi
Basta por hoy, se dijo a eso de las cinco de la
tarde, después de un último timbre y de la décima negativa. Tal vez mañana la
suerte sea otra, hoy hay que dejarlo aquí. Los rechazos se inscriben en el rostro,
no solo en el papel; van minando la propia confianza y entonces ya es imposible
convencer a nadie, le enseñó su abuelo.
Los bancos de la plaza están llenos de madres
que cuidan a sus hijos, de jubilados tomando sol, de parejas jóvenes haciéndose
arrumacos.
Ella camina en círculos esperando que alguien
desocupe un lugar cuando de repente lo ve ahí, sentado al lado de una mujer que
parece no tener nada que ver con él. Más viejo, canoso, ha engordado un poco, está
leyendo. Era él, seguro. Ella pasa delante de ambos, y sigue. Da una vuelta por
el sendero, buscando un lugar desde donde pueda ver el banco de atrás y se
detiene a estudiar la situación.
La mujer de blusa gris y falda a cuadros que
está junto al hombre tiene la cartera apretada contra la cintura y levanta cada
tanto una mano, llevándose algo a la boca. Luego se queda mirando al frente o hacia
la izquierda, donde no hay nadie, salvo la gente que pasa y los autos en la
calle. Evidentemente, piensa la observadora, no están juntos. Él da vuelta las
páginas lentamente, como si se perdiera en la lectura o le costara descifrar lo
que está escrito.
Esa obsesión maniática de analizarlo todo y
buscar alternativas de hechos que seguramente significaban otra cosa, era
inútil. Ella lo sabía pero actuar de ese modo la serenaba y le permitía estar
ahí parada mirando la nuca de ese hombre que una vez la encerró primeramente en
una habitación, después en el baúl de un coche y finalmente en un galpón en las
afueras de la ciudad, cuando tenía quince años.
Está libre. Pasaron veinte años, seguramente ya
cumplió su condena, piensa ella.
Se declaró culpable cuando lo agarraron gracias
a un vecino que denunció que lo había visto bajar a una chica maniatada y
encapuchada del auto. El hombre declaró que no sabía por qué lo había hecho,
que estaba fuera de sí. Como no tenía antecedentes, acaso le dieron pocos años.
Ella no siguió el procesamiento, la familia la alentó a olvidar todo: al fin y
al cabo estaba sana y salva y nada le había hecho ese hombre del que ella,
aunque lo intentó, nunca pudo olvidarse.
Todo comenzó cuando la chica tocó el timbre de
una casa. Una casona con rejas en una esquina, un pequeño jardín al frente. Un
escalón a la puerta de rejas, luego tres escalones más al porche y dos pasos a la
puerta de madera con el timbre. Le habían dado una rifa en la escuela para
vender y ella sabía hacerlo ya que el abuelo la llevaba todos los sábados a su
puesto de la feria y le enseñaba a negociar cosas viejas que él llamaba
antigüedades. Que a su vez las compraba durante la semana en los pueblos chicos
de Santa Fe y las exponía en la feria de El Tigre. Los precios eran fijados
según el aspecto del interesado. Ahí fue donde la chica aprendió a calcular la
posición social de los compradores por la forma de mirar; el abuelo decía que
la ropa engaña pero la mirada se hereda. Una vez que ella lo entendió, casi
nunca se equivocó. Solo la locura modificaba esa regla, y no había muchos locos
interesados en jarrones, fotos, candelabros, adornos.
Justamente por eso tocó timbre en la casona,
que parecía cuidada y era ostentosa. Probablemente, a los dueños no les
resultaría nada difícil comprar una rifa de la escuela. Una bicicleta o una
estufa a gas era el primer premio, los había donado el negocio de artículos
para el hogar; una cosa o la otra, a elección del ganador. De segundo premio un
juego de 6 copas de vino que había facilitado un bazar del barrio; de tercero,
una torta proveniente de la confitería de enfrente de la escuela. La rifa era
tentadora, sin duda.
La chica toca timbre confiada porque ya le
habían comprado dos en la misma cuadra. Sale una mujer con delantal y cofia
blanca que la hace pasar y mientras le dice que ya la van a atender, se saca el
delantal y la cofia, agarra un bolso que estaba en el recibidor, saluda y se
va. Ella se queda parada mirando los adornos, pensando cuánto podrían sacar con
su abuelo si esta familia estuviera dispuesta a venderlos. Hay una repisa de
mármol con dos trípticos de madera oscura, las ilustraciones en dorado, negro y
rojo. Un santo besando los pies de un pordiosero y, en el centro, el mismo
santo mirando al cielo recibiendo una luz en su pecho donde brilla un corazón
rojo; en tercer lugar, el mismo santo con los brazos levantados y los pies despegados
del piso, en viaje iluminado al paraíso. Cuando se corrió para mirar el otro
tríptico, apareció el dueño. O al menos, ella pensó que lo era. Y no se
equivocó.
Alto, delgado, de la edad de sus profesores,
grande pero no tanto como su abuelo. Tal vez su padre, de haber vivido, podría
ser de esa edad. Ella se queda mirándolo -hoy piensa: casi como el santo en el
centro del tríptico-, él apenas la registra de un vistazo con una mirada
altiva, de esas que ven poco el piso. Ni la saluda ni le pregunta nada ni le
sonríe; se mueve haciendo un lugar y ella entiende que debe entrar. El comedor
está iluminado por la luz natural que llega desde varias ventanas, la
habitación es un pentágono con una gran mesa en el centro. Él se sienta en la
cabecera, ella también hace lo propio algo alejada y enseguida comienza a
hablarle de la escuela, de la rifa, de que le gusta vender, que vale la pena
porque hay varios premios, que no es nada cara...
Él le dice que quiere todos los números que le
quedan. Ella casi no puede disimular la alegría y abre el portafolio, saca el
talonario con nueve números. Aún hoy lo recuerda, desde el 332 al 340, él se
pone de pie y le pide que lo siga. Entran en un cuarto. Ahora vengo, dice él, y
cierra la puerta con llave desde afuera. Ella no logra entender esa conducta.
Advierte que no hay ni otra puerta ni ventanas en ese cuarto pequeño con una
cama y una mesa de luz sin velador, un ropero chico y una araña de tres luces
colgada del alto techo. La chica se queda inmóvil, detenida en ese espacio, ha
olvidado la alegría de la venta. Se vuelve toda oídos para tratar de percibir
los sonidos de la casa, pero solo se escucha silencio.
No sabe bien cuánto tiempo pasó quieta. En
algún momento, abrió el ropero y comprobó que estaba vacío. Revisó la mesa de
luz y encontró un misal en el cajón. Se sentó en la cama y lloró largo rato
conteniendo los sonidos; cuando se decidió a gritar, la sorprendió el ronquido
animal que salió de su garganta. Mientras gritaba y pedía ayuda vio que se
abría una mirilla en la puerta. Alguien la espiaba, quizás el dueño; ella miró
hacia allí, se desesperó aún más. Corrió y golpeó la puerta, pateándola; hizo
girar y tironeó el picaporte con una fuerza que la dejó exhausta.
La mirilla nunca se cerró, podía notarlo desde
la cama; cuando se paraba debajo de la mirilla no la veía y tampoco era vista.
Entonces, se sentó en el piso con la espalda apoyada en la puerta. Pensó que su
madre la buscaría pronto, porque nunca volvía de noche. Pensó que en la escuela
alguien hablaría de las rifas, que esa cuadra era una buena cuadra para vender
y que su abuelo deduciría que ella habría empezado por ahí. Ese razonamiento
les daría una pista. Esas y otras mil ideas más la distraían por instantes de
la desesperación.
El que la encerró entró por otra puerta que se
disimulaba en una pared cubierta de madera. Le puso una cinta en la boca, una
capucha o una bolsa en la cabeza, le ató las manos y la llevó de un brazo, sin
decir palabra, atravesando la casa. Bajaron las escaleras, cruzaron un patio
-eso fue lo que se reconstruyó después- y la empujó dentro del baúl de un auto.
De ahí al galpón, siempre encapuchada. Solo percibió la tierra del piso, la
oscuridad y el frío que se intensificaban por causa de las ráfagas de viento
que se colaban desde algún lado. No recuerda haber tenido hambre. Supo después que
en total habían pasado seis horas.
Ahora él está ahí leyendo como un señor que
hace tiempo antes de llegar a algún lado, o que quiere tomar aire mientras lee.
O que espera encontrar otra víctima para llevársela.
La señora se levanta y se va. Ella rodea el
banco, se sienta. Lo mira y empieza a venderle la suscripción a la prepaga. Le
explica lo conveniente de cuidar la salud, le habla del seguro ante posibles
accidentes o ataques en la vía pública. Describe cada beneficio y de repente se
escucha recitar la larga cadena de castigos que imaginó para él durante estos
veinte años sin cambiar el tono de voz y poniendo el mismo entusiasmo de cuando
le ofreció la rifa, sin dejar de mirarlo a la cara.
Él la escucha inmóvil, petrificado, con la
vista fija en el libro, sin dejar traslucir el frío punzante que le va helando
la columna.