Eso que odio

Por Florencia Bendersky

Antiguo inodoro inglés

¡Qué año!, ¿no? Aparte de sufragar, sufragar y sufragar, nos sucedieron una cantidad de otras cosas, algunas buenas, algunas malas y otras catastróficas. Pero esta nota no es para hacer un raconto de la gestión del año 2023 sino para pensar un 2024 en el que logre desterrar algunas cosas que odio y, confiando en las lectoras Damiseriles, lograr subvertir esto que siento.

Para comenzar quiero aclarar que no me gusta odiar, creo que es el sentimiento menos inteligente de la naturaleza humana y, desde luego, todos deseamos ser inteligentes (aunque a veces solo logremos ser inteligibles).

Mis odios no suelen estar encarnados en personas, y esto deviene de la deformación profesional de la dramaturgia, por lo cual, hasta los sujetos más despreciables tienen un volumen que va más allá de sus maldades o de sus daños y tiendo a pensar en que han sido niños tristes y lastimados que se convierten en monstruos capaces de arruinarle la vida a media humanidad tan solo buscando la aprobación de unos padres, unos maestros o un amor despreciado. Para esos seres encuentro otras categorías de emociones o de ubicación, los puedo considerar canallas, traidores, miserables (y en su mayoría, boludos), pero eso no desata mi sentimiento de odio. Mi odio, como dice en el título, es a un hecho que se enmarca dentro de acciones que se reiteran hasta el punto de convertirse en objetos de odiosa aberración. Lo sé, están pensando: ya, Florencia, ¡decilo! Bueno, ahí va: Odio ir a un baño público, sentarme en el inodoro y que la tabla esté toda orinada (como verán, mis odios son bastantes asquerosos). Ese instante en el que urgida de desagotar mi pequeña vejiga deshago mis atuendos, me arrellano en el inodoro y siento toda la superficie de apoyo mojada y mis muslos se llenan de una humedad repugnante, es sin duda el odio mayúsculo que puedo experimentar.

Ya sé, ustedes me dirán horrorizados: cómo puede ser que, sabiendo que los baños públicos están siempre sucios por las usuarias, se me ocurre sentarme. Les respondo que soy una mujer confiada, que no usa los anteojos recetados y que odia hacer sentadillas.

Desconozco si en los baños de las masculinidades esto también sucede pero, en los baños femeninos, una gran mayoría de mujeres no se sientan para hacer pis. Aun en pleno 2023 (habiendo descubierto la penicilina hace casi 100 años), hay gente que no se sienta en un inodoro. Seguramente, alguna lectora me dirá que como las tablas suelen estar meadas (perdón, pero se me van acabando los sinónimos), no se sientan y hacen la parabólica humana de la micción, contribuyendo a seguir perpetuando el estigma femenino de tener unos baños inmundos en los que es imposible detenerse en la quietud del instante, sin chocar con un cúmulo de efluvios “vesicales”. Esto no es un solo un gestus local, esta inmundicia ocurre en todas partes del mundo, como lo demostró Hollywood  en la película Copycat, con Sigourney Weaver poniendo un montón de papel higiénico en la tabla del baño público antes de usarlo.

Explíquenme, por favor cuál es la razón médica o ginecológica para no compartir el inodoro con otras personas desconocidas. Podría entender si las genitalidades compartieran el espacio, pero la tabla está diseñada justamente para que esto no ocurra, lo único que entra en contacto, persona a persona, es la piel y justamente es una piel que suele estar protegida con ropa, que no está expuesta a grandes contaminantes.

Como siempre, sospecho que esta idea tan aberrante de que no nos debemos sentar en los baños públicos debe haber surgido de alguna parte del patriarcado, que una vez más, desarrolló sofisticadas (y no tanto) formas de intervenir en nuestros cuerpos.

Sabemos que el primer inodoro moderno se construyó en 1597 cuando un sobrino de la reina Isabel I propuso una caja de madera con un orificio que se comunicaba con una taza de porcelana. Desde allí a la “Fuente” de Duchamp en 1917, lo público del orinar ha tenido un enorme recorrido poético, simbólico y político.

Algunas personas aún pensarán que de todas formas los baños de las mujeres son lugares sucios dónde la sangre y la materia fecal todo lo inundan. Les cuento que no es así. Un estudio de la Universidad de Barcelona demuestra que nuestros celulares tienen 30 veces más bacterias que “la taza del váter” (sic).

Entonces, ¿cuándo empezó esta colonización de nuestra forma de hacer pis? Sabemos que los hombres cuentan con un instrumento de menor complejidad para estos fines. Es extensible y dirigible, entonces logran embocar (si desean hacerlo) en la superficie delimitada para tal fin, pero nuestro aparato urinario no tiene esta capacidad per se, y se encuentra protegido por todo un sistema muy sofisticado como para pedirnos que, haciendo flexiones en puntas de pie, sosteniendo una cartera, levantando el borde del tapado o pantalón para que no toque el piso y evitando que se nos caigan los anteojos, logremos que esa descarga líquida se escurra por el hueco. Estoy segura de que debe haber una tesis final de algún doctorado de física de la Universidad de Minnesota que dice claramente que esta acción de hacer pis sin sentarse es imposible.

La civilización ha realizado modestos intentos (solo con el fin de ser políticamente correctos) por dar una supuesta solución a este flagelo y se han creado una suerte de cubre asientos de papel descartables (que se encuentra en muy pocos lados) y que tienen el peor formato e implementación posible. El adminículo es un rectángulo, de un material incierto, que si bien cubre la tabla, no tiene realizado el agujero y la hoja solo se encuentra calada pero adherida a su centro. Cuando se coloca este dispositivo sobre la tabla, solo queda rezar para que el contenido líquido que vayamos a expulsar, pueda deshacer esa unión a fuerza de mojado y que no acabemos meando en el mapamundi de un terraplanista, provocando un derrame incontenible por todo el baño. Otro objeto desarrollado para esta disyuntiva es un cono urinario, una suerte de pene hueco de cartón que se adosa a la entrepierna para direccionar el chorro como si fuéramos barras bravas de un club de fútbol. Ya vemos que prefieren modificar nuestra anatomía antes que permitirnos tener libertad de acción sobre nuestros cuerpos, incluso en este simple hecho de sentarnos en los inodoros compartidos.

Nos invito entonces, en este fin de año, a reflexionar sobre cómo hemos sido formateadas nosotras, nuestras madres, nuestras abuelas, bisabuelas y demás, con esta idea simple de que las mujeres, en contacto con la piel cercana a las genitalidades de otras mujeres, podemos contagiarnos de algo maligno.

Nos invito a desarmar el mito a fuerza de preguntarle a la ginecóloga, a la médica clínica, a la dermatóloga qué pasa si todas nos sentamos de una vez por todas en los inodoros.

Imaginemos cuánto más fácil puede ser nuestro cotidiano, si luego de todas las luchas, de todas las batallas, podemos entrar al baño de McDonald’s y sentarnos tranquilas sobre la tabla del inodoro  seco a recomponernos durante esos 30 segundos para volver a dar la pelea con los muslos indemnes.

Por eso, nos invito a todas a unirnos en un solo grito, fuerte y profundo donde digamos: “Hermana, sentate”.

Estoy convencida que si podemos todas unirnos en esto, nada ni nadie logrará detenernos.