Por Stella Galazzi
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Señora en el tren, de León Spilliaert |
Este momento del día es el que más echa de
menos de su época de soltera; levantarse, tomarse unos mates sola en la cocina,
mirar por la ventana el patio escarchado en el invierno; acurrucarse un rato en
el sillón del pasillo antes de vestirse, la mente en blanco, apenas el canto de
algún pájaro. Luego salir, subir al colectivo para ir al trabajo y dormirse a
la segunda cuadra...
Ahora, ni bien se levanta, la nena aparece en
la cocina; le da culpa ver la carita sonriente de su hija, pero necesitaría un
momento a solas. Después el desayuno, llevar los chicos hasta la escuela y
caminar unas cuadras hasta el tren, porque trabaja dos estaciones más allá en
una embotelladora de cerveza, limpiando. Trabaja hasta las cinco de la tarde,
vuelve en tren, compra de pasada algunas cosas para la cena, el desayuno y las
viandas del día siguiente. Llega a la
casa donde su marido y los chicos la esperan para cenar. Todos tienen hambre,
todos tienen cosas para contar, todos la reclaman. Así de lunes a viernes.
Sí, probablemente esta vez fue el cansancio.
Llegó al trabajo a horario, el ambiente estaba festivo como todos los viernes,
y el día transcurrió sin sobresaltos, su rutina de limpieza sin alteraciones.
El corte al mediodía para comer la porción de tortilla que sobró de la noche y una manzana. Terminó su turno a la hora de
siempre, subió al tren, se sentó contra la ventanilla, una mujer ocupó el
asiento de al lado. El tren comenzó a moverse y ella se quedó dormida.
Soñó con una colina muy verde y sombría por
donde caminaba sola. Una casa de varios pisos aparecía en un recodo, con un
jardín, paredes de ladrillos y unas ventanas abiertas con cortinas blancas y
livianas que ondeaban como banderas llevadas por el viento; en el camino, esa
brisa no se sentía. Ella sabía que esa era su casa, aunque nunca había entrado
allí. Sintió alivio al recordar que la tenía, que ahí estaba, majestuosa,
esperándola.
Por la alegría que la invade comienza a correr,
nota que le cuelgan cintas de colores del cabello y que tiene puestos unos
zapatos de charol, medias con puntillas. Salta sobre unos hilos de agua que
cruzan el camino, escucha las voces de unos niños que la llaman. Cada vez hay
más charcos y teme salpicarse de barro las medias, salta y cae en el charco. Abre
los ojos, un hombre con ropa del ferrocarril la está sacudiendo, no hay nadie
en el tren que está oscuro e inmóvil, dentro de un hangar.
Se asusta. Pregunta dónde está, se para
avergonzada, confusa, quiere salir de
ahí, le provoca miedo ese hombre que la
mira y le habla. Intenta salir pero él la obliga a sentarse, duda de que ella
esté bien, le pregunta cosas, le cierra el paso. Ella lo empuja y se escabulle
entre el hombre y el asiento, corre por el pasillo y baja en la primera puerta;
busca hacia dónde ir, el guarda desde el tren le indica una dirección y ella
corre en sentido contrario. Busca el celular, está apagado. Recuerda que tenía
la batería descargada, pero con
suficiente carga para llegar a su casa.
Tomé el tren a las cinco y media, está oscuro
deben ser más de las siete, piensa. Pero no sabe dónde está, no recuerda lo que
el hombre le dijo. Por qué escapé, qué tonta, actué como una nena asustada y
soy una madre. Cómo voy a educar y dar confianza a mis hijos si me asusto de
nada. En eso se da cuenta de que salió del hangar, la estación quedó atrás, solo
las vías, un alambrado y la calle al otro lado de unos árboles, una especie de
plaza con bancos. Hace frío, cruza la arboleda y sale a la calle.
Circulan pocos autos, en la vereda de enfrente
las casas son bajas todas distintas: una antigua, con zaguán y una ventana
angosta y alta al costado; al lado, otra con el frente cubierto por cerámicas verdes,
una puerta baja y dos ventanas; siguiendo, una sin pintar con un revoque grueso
de años, manchado de verdín en el zócalo, una puerta con rejas; y más atrás,
otra con vidrios que dejan ver una luz.
Ella no reconoce el lugar, decide golpear en
esta casa iluminada, tiene poco abrigo y le castañetean los dientes. Nadie
contesta, vuelve a golpear, ve que hay un timbre detrás de la reja y extiende
la mano para tocarlo, cuando la puerta se abre. Se estremece, al retirar la
mano se golpea contra la reja.
Una mujer la mira fijo agarrada al picaporte;
después de un rato, sonríe y la llama Emilia. Viniste Emilia, te esperaba. Ella
no sabe qué hacer. Esto no me puede estar pasando, se dice. ¿Y si salgo
corriendo? Pero percibe los pies
clavados en la vereda, no se siente bien.
La mujer que la saludó abre la reja y la abraza
con tanta fuerza que ella se pone a llorar, no entiende por qué. Pero llora
como si nunca lo hubiera hecho, con sollozos y suspiros. La mujer la contiene
en el abrazo, pero sin intentar calmarla; la espera y casi imperceptiblemente
la hace ingresar en la casa.
Un pasillo con la luz tenue de un tubo ya
desgastado, o que no hace contacto, proyecta una especie de neblina sobre una
repisa con adornos, un paisaje pintado hace mucho tiempo enmarcado, un sillón y
una foto de primera comunión; al terminar el pasillo, un comedor más iluminado
con una mesa de pino, cuatro sillas con almohadones tejidos al crochet, un
jarrón con flores plásticas descoloridas, una arcada y enfrente la cocina.
La mujer la lleva hasta una silla, le descuelga
el bolso y lo apoya sobre otro asiento; le ofrece un pañuelo que saca de su
bolsillo y le trae agua. Entretanto, preparo la cena, le dice. Ella no puede
hablar, dejó de llorar pero no logra armar un pensamiento, organizar con alguna
lógica sus sensaciones. Recuerda el celular y busca un enchufe, pide permiso y
lo pone a cargar; eso la tranquiliza. Cuando se cargue, encontrará ahí alguna
certeza, un mapa que le hable de ella y la sostenga, los nombres, los lugares,
los números, las fotos...
Mientras tanto, mira a la mujer que se afana en
la cocina preparando algo; la mujer le cuenta cosas, le nombra a personas, le
pregunta por Agustín y por Carmencita, dice que le tejió un chaleco a la nena,
más o menos calculando, haciéndome una idea, porque debe estar grande, hace
mucho que no la traés, dice.
Ella se para, mira la puerta, recuerda que la
mujer la cerró con llave; recorre el
lugar con la vista hasta que encuentra el llavero que está colgado al lado de
la heladera, tiene dos llaves atadas con una cinta roja larga. Vuelve a
sentarse más tranquila, mira a la mujer que está de espaldas en la cocina, el
pelo canoso corto, un pullover rojo, un vestido sin mangas a manera de delantal
arriba de la ropa, pollera recta que se asoma debajo del vestido, medias
gruesas, unas botitas de felpa como las pantuflas que usa su marido, pero
botitas. Qué estará pasando en su casa, piensa, deben estar asustados. Entonces
suena el celular, se acerca, comprueba que es su marido, mira a la señora, esta
se da vuelta. No te dejan descansar, dice, y sigue cocinando.
Ella vuelve a fijarse en el teléfono que sigue
sonando y sin saber por qué, no atiende. Ve que hay muchos mensajes; mira la
hora: son las nueve, no lo puede aceptar. Algo del tiempo la trastorna,
necesita tranquilizarse, esperarse, no debería decir ni hacer nada hasta
entender.
La mujer volvió sin que se diera cuenta y se
sentó frente a ella. Estás triste, le dice, nunca te vi así, ¿pasó algo? No,
no. Seguro es el cansancio, hacés mucho vos, te ocupas de todos, ¿y de vos
cuando te vas a ocupar, hijita querida? Y le toma la mano.
Ella vuelve a llorar, en silencio, las lágrimas
corren por sus mejillas, bajan por el cuello y mojan la unión de los senos. Se
calma. Levanta la cara y mira a la mujer con ternura, qué sola está, ¿no vendrá
a verla la hija?, ¿estará viva? Piensa y esconde la cara entre las manos, la
señora le acaricia el pelo. Qué trabajo me dieron estos rulos dice, llorabas
cuando te desenredaba el pelo para peinarte, te hice bucles para tu comunión,
¿te acordás? Estabas hermosa.
Ella se apoya contra el respaldo de la silla,
la mira y le sonríe. A la señora le brillan los ojos y suelta una risa suave,
casi como un suspiro. Se levanta, busca los platos y sirve un revuelto de
huevos y cebollas; trae pan y como si se le ocurriera una picardía, va hacia un
armario, trae un moscato y dos vasitos pequeños. Sirve y con un gesto
invita a un brindis.
Las dos mujeres se miran con una mirada que ve
más allá, que busca en el futuro o en el pasado, y comen en silencio.