Por Sonia Novello
Edgar Degas
Hoy mi mamá me peinó.
Me repite una y otra vez hasta el cansancio -mi
cansancio- lo hermoso que es mi pelo.
Que el volumen, que la cantidad, que la caída, que el nacimiento… Y sostiene
que esas cualidades se deben a que soy nieta de turco, aunque claramente no me
acompaña ningún rasgo de mi abuelo libanés,
pero a ella la enorgullece su
ascendencia. Como así también su pelo
renegrido del que le gusta alardear, porque se olvida de que se lo tiño cada
mes. Si alguna vez se me ocurre intentar
recordarle que le puse la tintura hace poco, lo niega
convencidísima hasta el enojo.
“Sangre
turca. Tu abuelo”. “Yo nunca ví un turco pelado”, repite como una letanía hasta el cansancio
-mi cansancio- en cada reiterada y a la vez renovada conversación de cada
tarde, mate mediante.
Hoy mi mamá me peinó. Y lloré mientras lo
hacía. Es que me estaba tocando el pelo, incluso intentó hacerme un rodete que
terminó en una trenza. Sucede que no recuerdo la última vez que me había
peinado. ¿Tendría yo diez?, ¿doce años?
Me peinó con mucha tranquilidad, acomodando
mechón a mechón, disfrutando de la caída
de cada uno en la palma de sus manos. Caricias que no lograron aquietar mis emociones ni los recuerdos
llenos de palabras nómadas, errantes,
pronunciadas por mí para sobrevivir a cada nueva y temblorosa despedida.