Poetas en la cocina

Por Laura Palacios

Torta de coco, apuntes de Emily Dickinson
Colección Biblioteca Digita de Amherst

¿Alguien se imagina a Alfonsina Storni en delantal floreado y cocinando? ¡Nadie! El imaginario popular siempre la pensará lejos de ollas y sartenes, en jardines de rojas achiras y diamelas. O en una playa perdida, mientras el viento agita sus líricas divagaciones…

Quisiera esta tarde divina de octubre

Pasear por la orilla lejana del mar;

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera…

Sin embargo, cuántos poemas de Marosa di Giorgio transcurren en la cocina. “Estoy en el hogar junto a las abuelas, las madres, las otras mujeres”, dice. Hay tías, primas y hermanas que llevan nombres pasados de moda como Nidia, Bromelia, Rosaura. En alborotado enjambre, ellas preparan cenas espumosas y floridas, se sientan a la mesa a comer langostas en platitos de oro y sazonan violetas con un solo grano de sal. En Los Papeles Salvajes, Marosa escribe riquísimos budines florales y el sabor de las grandes mariposas negras guisadas por su abuela. ¡Ah!, cuántas delicias terribles... Cuánta flora y fauna inmaterial ingerida cruda y/o asada en una infancia de quinta uruguaya. 

Mamá se acerca al fuego, labra un pastel grande. Yo voy de aquí para allá. El pastel parece un hombre, es como un fantasma, tiene ojos azules y cabello largo. Me acerco al aparador, enumero las tacitas, una a una, son livianísimas como cáscaras de huevo, la  dulcera es rosada como una rosa.

Mamá me llama; voy hacia ella; el pastel gime un poco.

Afuera cae la noche.

(…)

Y allá en la mesa están los comensales y el pez. Éste en su plato de plata parece un hombrecillo riquísimo, un enano gigante de color salmón, un pastel de camelias saladas;  lo devoramos como a un delicioso collar de perlas que tiene un gusto nunca visto.

Y los murciélagos se asan tenuemente en el humo de sus propios cigarros.

Tora negra de pasas y grosellas, ídem

Pero no solo las poetas se dedican a escribir libros: creo que cada niña jugando es una pequeña poeta. Sobre todo si la criatura tiene cinco años y categoría de nieta. Cocinando con la mía unas preciosas tortas de plastilina adornadas con florcitas, ella creyó necesario advertirme: “Mirá que son muy de mentira…”. Sin punto y aparte, y si fuera posible en un mismo renglón, quiero anotarlo: hay poetas que haciendo letra de su fantasía, cocinaron muy de verdad. Como por ejemplo Emily Dickinson.

Tuve la suerte de visitar su casa en Amherst, un increíble pueblito del estado de Massachusetts. Y me hubiera quedado a vivir en su cocina, el lugar que ella prefería de esa enorme mansión. Pero lo que despertó mi ternura fueron los papelitos. No digo papeles, sino papelitos: recortes, trazas, fragmentos, cosas chiquitas e inconclusas escritas en la envoltura amarilla de un chocolate parisino, o en un sobre a medio rasgar. También así puede verse la  lista de ingredientes de una torta de la que jamás sabremos más que esto: 1 cup coconut/ 2 cups flour/ 1 cup sugar… Y la de las Kate´s doughnuts que, adivinando, un día llegué a preparar.

Pero querría decir algo más. Es evidente que las Musas visitaban a la poeta en ese luminoso recinto. Que batían manteca y huevo en el bol de flores azules, que enmantecaban los moldes de hierro donde la joven siempre vestida de blanco horneara su gingerbread. Y que, entre esas cuatro paredes, las nueve divinidades susurraron a su oído “the things that never can come back…  que garabateó apuradísima en el envés de la fórmula del pastel de coco de Mrs. Carmichael: “Las cosas que nunca vuelven son varias – infancia – algunas formas de la esperanza – los muertos…”.

Burleigh Mutén

Esos pequeños escritos me hicieron pensar: “a ella también le pasaba…”. Me refiero a esa urgencia de la cocinera cuando de anotar recetas se trata. Esa especie de arrebato o pequeña locura en la que quedamos tomadas cuando necesitamos poner por escrito un detalle o una lista de ingredientes y los cuadernos nos son esquivos. (¡Ay!, que no se borren, que no se vuelen, que no caigan en las trampas de la casquivana memoria). Instante fatal en que las sencillas hojas en blanco desaparecen y/o conspiran en silencio. A veces porque la receta nos es transmitida al pasar, o porque nos la dicen como un chisme, medio en secreto, medio de apuro y en lenguaje telegráfico. Y allí permanece, en los pliegues de una servilleta un poco arrugada, en una participación de boda, en la boleta del gas. Escrita en una grafía de primer grado escolar. En esa letra de entrecasa que solo nosotras entendemos. Que no mostramos a nadie. Como no mostramos nuestras pantuflas favoritas o el delantal que escondemos cuando las visitas están por llegar.

Esta receta del gingerbread de E. D. fue recogida en un sencillo librito  que se editó a modo de folleto, llamado Emily Dickinson, Profile of the Poet as Cook with Selected Recipes (Guides at the Dickinson Homestead, 1976).

 

Ingredientes para la masa de gingerbread:

500 gr. de harina de trigo.

100 gr. de manteca.

120 gr. de crema de leche líquida para batir.

1 cucharada de jengibre en polvo.

1 cucharadita de bicarbonato de sodio.

1 cucharadita de sal.

240 ml de melaza (que se puede reemplazar por miel de caña o azúcar mascabo).

Elaboración:

1. En un cuenco grande se tamizan la harina, el jengibre, el bicarbonato de sodio y la sal.

2. En otro cuenco colocamos la manteca y la batimos ligeramente con la crema hasta conseguir una textura espesa y suave.

3. Añadimos ahora la melaza y mezclamos hasta combinar por completo.

4. A continuación, incorporamos los ingredientes secos (punto 1) en tres tandas, y mezclamos lo justo hasta integrar después de cada tanda. Obtendremos una masa bastante consistente y ligeramente pegajosa.

5. Retiramos la masa del cuenco, compactamos con las manos hasta conseguir una pieza de textura uniforme y la aplanamos hasta que quede un grosor de unos 2-3 cm. Envolvemos en film transparente y refrigeramos durante al menos 1 hora.

6. Precalentamos el horno a 350 grados.

7. Cubrimos un molde rectangular de unos 30 x 40 cm con papel de hornear.

8. Retiramos la masa de la heladera, la colocamos sobre una superficie de trabajo entre dos pliegos de papel vegetal y estiramos con el palote hasta conseguir un rectángulo de unos 30 x 40 cm y 1 cm de grosor. Hemos de acabar con una superficie perfectamente plana y lisa. Si nuestra masa estuviera demasiado endurecida por el frío, la dejaremos reposar a temperatura ambiente durante unos 10 minutos.

9. Colocamos la plancha de la masa sobre el molde rectangular que habíamos preparado con papel vegetal y horneamos durante unos 20-25 minutos hasta que los bordes estén ligeramente dorados y toda la superficie haya perdido el aspecto de humedad inicial.

10. Retiramos del horno, enfriamos y cortamos en porciones según el tamaño deseado con un pequeño cuchillo de sierra.

Se conserva este pan de jengibre en un recipiente hermético en un lugar fresco durante unas 2 semanas.