Por Moira Soto
Davies, un poeta recatado, genuinamente honesto, tenía un lugar de privilegio en su corazón de oro puro para los personajes femeninos. También para la etapa de la infancia, evocando la suya cargada de sufrimiento por causa de la violencia de su padre. Y particularmente, una preferencia obstinada por la música como banda de sonido orgánica, parte integral de sus films. La música popular y la de los musicales estadounidenses modelaron su gusto, acompañaron su soledad, le suscitaron emociones entrañables que supo transmitir más tarde en sus primeras obras acentuadamente autobiográficas.
En una segunda etapa, hubo adaptaciones literarias como La casa de la alegría (2000), y el tocante retrato de Emily Dickinson en Una pasión tranquila (2016), con los extraordinarios versos recitados en off como una forma de musicalizar. En su última película, Bendición (2021) Terence vuelve al tema de la homosexualidad que mucho pesó sobre su propia vida en fechas en que era muy difícil asumir esa condición para un joven de familia católica.
En noviembre de 2011, Davies le comentaba al periodista británico Stuart Jeffries su constante sufrir de chico por el maltrato de su padre hacia su adorada madre, situación que con gran crudeza reflejó a fines de los ‘80 en Distant Voices, Still Lives. “Ella nunca se quejó, siguió adelante. Me conmueve más de lo que podría expresar”, decía el director. “Mi pobre madre. ¿Adónde iría ella con diez hijos? No había refugios en ese entonces. Si tenían un matrimonio desdichado, las mujeres no abandonaban a su marido”. Así se explica su comprensión hacia esas esposas atrapadas sin salida en los años ’50, que honró en sus obras iniciales.
Pero en El mar profundo y azul (2011), sobre la pieza teatral de Terence Rattigan, Terence Davies narra convincente cómo la protagonista (a cargo de Rachel Weisz) deja a su marido, no porque sea un golpeador sino por un motivo escandaloso para la década de 1950. “A los 40, ella descubre el placer sexual con un amante, y eso la abruma por completo. Entonces, deja a su esposo agradable y culto pensado: tengo que seguir mis hormonas, algo que debí hacer yo en cierto momento de mi vida. Ella solo toma un abrigo granate y se va”. A la pregunta sobre por qué razón creadores gays como él y Rattigan se preocuparon por y entendieron la frustración matrimonial de las mujeres de aquellos años, responde TD: “Tal vez porque tenemos una sensibilidad más cercana a ellas”.
A continuación, las reseñas de La casa de la alegría y Una pasión serena.
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Derrumbe de joven aristócrata, soltera,
díscola
Por MS
Para esta
coproducción, Davies dispuso de colaboradores insuperables como Remi Adefarasin
en la pictórica iluminación que evoca cuadros de John Singer Sargent, la
dirección de arte de Diane Dancklefsen, el vestuario de Monica Howe. Y un
elenco perfecto en su sorprendente heterogeneidad que reúne a Eric Stoltz, Dan
Aykroyd, Anthony LaPaglia, Laura Linney, Eleanor Bron, todos/as impecables...
Pero ciertamente es Gillian Anderson –añares encubierto su talento detrás de la
Scully de Los Expedientes X– quien deslumbra por la hondura y los
delicados matices con que comunica la transformación de su personaje, la
convicción con que encarna a una dama joven que trasgrede algunas convenciones
de su clase sin atinar a quitarse el corsé victoriano que la aprisiona, a la
vez que vislumbra la condena que recaerá sobre ella.
Menos independiente y
audaz que la condesa Olenska de La edad... (novela de 1920),
Lily Bart, la protagonista de un título que remite a un pasaje bíblico del
Eclesiastés: “En el corazón de los necios está la casa de la alegría”, tiene 29,
es huérfana, depende económicamente de una tía gazmoña y debería casarse lo
antes posible con un señor acaudalado. Así está escrito en su destino de chica
bien. Pero Lily se insubordina hasta donde puede: fuma, juega, festeja a tipos
casados sin pasar a mayores. En fin, que no guarda las formas exigidas por esa
tribu “que temía más al escándalo que a la enfermedad”, según Wharton. Lily
juega por dinero y con fuego, se endeuda, cae en la trampa de un financista que
quiere cobrar en favores sexuales, ama de verdad a un indeciso abogado pero se
humilla –ya desesperada por plata y destruida inmerecidamente su reputación por
una amiga desleal– ante el magnate que le había ofrecido matrimonio y ahora la
rechaza. Desafortunada en todo sentido, sin experiencia ni preparación (salvo
para pescar esposo proveedor), busca trabajo. Primero como secretaria de una
señora próspera, luego en un taller de sombreros. Al igual que Archer en La
edad de la inocencia, Lily confirma que las normas de una clase codiciosa,
cruel e hipócrita la han maniatado y vencido.
Edith Wharton
(1862-1937), neoyorquina hija de aristócratas bostonianos, aunque personalmente
logró zafar a través de la creación literaria, mantuvo siempre un lúcido
pesimismo al abordar las posibilidades de la mujer en ese círculo tan cerrado y
tradicional. “Lo más distintivo y quizá más innovador fue lo que hoy
llamaríamos su visión feminista”, dice Teresa Gómez Reus en el epílogo del
excelente volumen de relatos La carta (Ediciones del Bronce,
Barcelona). Primera mujer ganadora del Pulitzer y del Premio Nacional de
Literatura de los Estados Unidos, E. W. lo tuvo casi todo: popularidad, elogios
(su amigo/rival Henry James hablaba de su “diabólica destreza y calidad de
intención”) y vida de castillo en Francia, donde se instaló después de su
divorcio.
De Terence Davies
justo decir que está realmente a la altura en su precisa, leal adaptación; que
su compromiso afectivo, moral y estético ha generado un film bellamente
doloroso, entre espejos, ventanas y cortinas que cumplen sugerente
función narrativa. Y siempre, desde Distant Voices (1988), con
esa sensibilidad veladamente en carne viva, que en este caso sabe compadecerse
de la inexorable caída de la socialité Lily Bart. En su estreno, año 2000, el
periódico inglés The Guardian, que siempre valoró mucho a Terence Davies, le
adjudicó todas sus estrellas, la máxima puntuación a La casa de la
alegría.
Este comentario fue escrito en 2003, cuando el film se proyectó en la
tevé por cable.
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La santa laica
Por MS
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Plegaria en familia - Emily se niega a arrodillarse |
“Esta es mi carta al mundo que nunca me escribió”. Con este texto en off de Emily Dickinson se abre la segunda escena de Una serena pasión, luego de un prólogo donde la protagonista siendo adolescente se enfrenta a la directora del colegio, que la sermonea, retrucándole la joven que no tiene el sentimiento de haber pecado y que no cree estar en el Arca de la salvación. En la escena siguiente, la chica está de espaldas frente a la ventana esperando a parte de su familia que viene a buscarla al internado: la composición de la imagen, la luz, el color parecen citar a Vermeer. No es la única referencia pictórica que sugiere este bellísimo film: Whistler es otro artista que se deja entrever… Porque Davies, siempre apartado de todo exhibicionismo explicativo escapa de las facilidades, no muestra los títulos de la biblioteca de Emily ni el detalle de sus bordados ni sus esmerados trabajos de jardinería; fragmentos de sus poemas y algunas líneas de sus cartas (las que ella recibiera, a su expreso pedido, fueron quemadas por su hermana Vinnie después de su muerte) son dichos en off o filtrados con naturalidad en algunos diálogos, sin previo aviso (“La poesía es mi consuelo en la eternidad que nos rodea”; “Por cada momento de éxtasis, pagaremos con tormento”; “El verdadero artista no engañaría ni al público ni a sí mismo”…).
Tampoco se empeña Davies en intentar escudriñar en la intimidad nunca develada de la poeta (desechando lo mucho que se ha hablado de su supuesta represión sexual desde miradas posteriores a la mentalidad de esos años de siglo XIX, en una sociedad puritana). El director prefiere comunicar esa temprana e invencible vocación por escribir poesía; la libertad para soslayar las reglas, salirse de los cánones de la sintaxis que hace que hoy se la considere vanguardista; la reclusión progresiva en la casa familiar; la aceptación de ese martirio de dos años que fue la nefritis que la llevó a la muerte. Es decir, algunos de esos rasgos que pueden identificarla con la santidad, pese a que ella estuviese más cerca de un valiente agnosticismo que era más que una rareza en su comunidad, en su época. Asimismo, Davies, entre los atributos particulares de Emily no deja de poner de manifiesto sus sinceros sentimientos abolicionistas y pacifistas, con el trasfondo de la Guerra de Secesión (“La esclavitud nunca debió existir en nuestro país”, es una de sus frases citadas). Esa guerra sangrienta de la que el gran cineasta da cuenta a través de algunos disparos y humo, de fotos históricas del campo después de la batalla poblado de cadáveres, las cifras de las bajas, la alusión al célebre discurso de Lincoln en Gettysburg, 1863. Emily Dickinson, contraria a la evangelización dogmática, convencida de que su alma le pertenecía solo a ella (y no a Dios, de cuya existencia dudaba), reclamaba la misma educación para mujeres y varones. En la multitudinaria marcha de las mujeres de Washington en enero de 2017 a favor de los derechos humanos en general (de las mujeres, de las personas LGBT, de la defensa del medio ambiente, de los refugiados, contra la discriminación racial), la excelsa poeta estuvo presenta en las pancartas que decían su frase: “Sin igualdad no quiero nada del amor”.