Terence Davies, el director que estimaba de verdad a las mujeres

Por Moira Soto


Como acertadamente anotó Richard Brody en The New Yorker el 9 de octubre pasado, provoca un dolor especial la reciente noticia de la muerte de Terence Davies, a los 77, en quienes lo aprecian como artista. Autor de algunas de las mejores películas de los últimos 40 años, Davies mantuvo hasta el final una suerte de entusiasmo juvenil. Brody, que lo trató con cierta frecuencia, remarca sus maneras cordiales, su humor irónico, su pasión por los musicales clásicos de Hollywood. TD solía recordar en sus charlas la profunda emoción con que había llorado de felicidad a los 7 al asistir al baile callejero de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia, cuando una de sus hermanas lo llevó al cine…

Davies, un poeta recatado, genuinamente honesto, tenía un lugar de privilegio en su corazón de oro puro para los personajes femeninos. También para la etapa de la infancia, evocando la suya cargada de sufrimiento por causa de la violencia de su padre. Y particularmente, una preferencia obstinada  por la música como banda de sonido orgánica, parte integral de sus films. La música popular y la de los musicales estadounidenses modelaron su gusto, acompañaron su soledad, le suscitaron emociones entrañables que supo transmitir más tarde en sus primeras obras acentuadamente autobiográficas.

En una segunda etapa, hubo adaptaciones literarias como La casa de la alegría (2000), y el tocante retrato de Emily Dickinson en Una pasión tranquila (2016), con los extraordinarios versos recitados en off como una forma de musicalizar. En su última película, Bendición (2021) Terence vuelve al tema de la homosexualidad que mucho pesó sobre su propia vida en fechas en que era muy difícil asumir esa condición para un joven de familia católica.

En noviembre de 2011, Davies le comentaba al periodista británico Stuart Jeffries su constante sufrir de chico por el maltrato de su padre hacia su adorada madre, situación que con gran crudeza reflejó a fines de los ‘80 en Distant Voices, Still Lives. “Ella nunca se quejó, siguió adelante. Me conmueve más de lo que podría expresar”, decía el director. “Mi pobre madre. ¿Adónde iría ella con diez hijos? No había refugios en ese entonces. Si tenían un matrimonio desdichado, las mujeres no abandonaban a su marido”. Así se explica su comprensión hacia esas esposas atrapadas sin salida en los años ’50, que honró en sus obras iniciales.

 Pero en El mar profundo y azul (2011), sobre la pieza teatral de Terence Rattigan, Terence Davies narra convincente cómo la protagonista (a cargo de Rachel Weisz) deja a su marido, no porque sea un golpeador sino por un motivo escandaloso para la década de 1950. “A los 40, ella descubre el placer sexual con un amante, y eso la abruma por completo. Entonces, deja a su esposo agradable y culto pensado: tengo que seguir mis hormonas, algo que debí hacer yo en cierto momento de mi vida. Ella solo toma un abrigo granate y se va”. A la pregunta sobre por qué razón creadores gays como él y Rattigan se preocuparon por y entendieron la frustración matrimonial de las mujeres de aquellos años, responde TD: “Tal vez porque tenemos una sensibilidad más cercana a ellas”.

A continuación, las reseñas de La casa de la alegría y Una pasión serena.

****** 

Derrumbe de joven aristócrata, soltera, díscola

Por MS


Sin el boato exhibicionista de nuevo rico de Martin Scorsese en La edad de la inocencia (1993), el singularísimo cineasta inglés Terence Davies supo aprehender y reflejar con mayor exactitud el universo de la magistral escritora -y diseñadora de jardines e interiores- Edith Wharton  en una preciosa película que lleva el título de la novela original: La casa de la alegría (2000). Aunque nada relativo a la percepción de voces diferentes de la suya debería sorprender en un artista tan sensible e intuitivo, vale apuntar que Davies, inglés que viene de la clase baja de Liverpool, se las arregló maravillosamente para rodar en Glasgow  este film que como La edad... retrata con mirada muy crítica la alta sociedad neoyorquina entre fines del XIX y comienzos del XX. Esta  novela de 1905 fue primeramente publicada por entregas, con gran suceso, en la revista Scribner.

Para esta coproducción, Davies dispuso de colaboradores insuperables como Remi Adefarasin en la pictórica iluminación que evoca cuadros de John Singer Sargent, la dirección de arte de Diane Dancklefsen, el vestuario de Monica Howe. Y un elenco perfecto en su sorprendente heterogeneidad que reúne a Eric Stoltz, Dan Aykroyd, Anthony LaPaglia, Laura Linney, Eleanor Bron, todos/as impecables... Pero ciertamente es Gillian Anderson –añares encubierto su talento detrás de la Scully de Los Expedientes X– quien deslumbra por la hondura y los delicados matices con que comunica la transformación de su personaje, la convicción con que encarna a una dama joven que trasgrede algunas convenciones de su clase sin atinar a quitarse el corsé victoriano que la aprisiona, a la vez que vislumbra la condena que recaerá sobre ella.

Menos independiente y audaz que la condesa Olenska de La edad... (novela de 1920), Lily Bart, la protagonista de un título que remite a un pasaje bíblico del Eclesiastés: “En el corazón de los necios está la casa de la alegría”, tiene 29, es huérfana, depende económicamente de una tía gazmoña y debería casarse lo antes posible con un señor acaudalado. Así está escrito en su destino de chica bien. Pero Lily se insubordina hasta donde puede: fuma, juega, festeja a tipos casados sin pasar a mayores. En fin, que no guarda las formas exigidas por esa tribu “que temía más al escándalo que a la enfermedad”, según Wharton. Lily juega por dinero y con fuego, se endeuda, cae en la trampa de un financista que quiere cobrar en favores sexuales, ama de verdad a un indeciso abogado pero se humilla –ya desesperada por plata y destruida inmerecidamente su reputación por una amiga desleal– ante el magnate que le había ofrecido matrimonio y ahora la rechaza. Desafortunada en todo sentido, sin experiencia ni preparación (salvo para pescar esposo proveedor), busca trabajo. Primero como secretaria de una señora próspera, luego en un taller de sombreros. Al igual que Archer en La edad de la inocencia, Lily confirma que las normas de una clase codiciosa, cruel e hipócrita la han maniatado y vencido.

Edith Wharton (1862-1937), neoyorquina hija de aristócratas bostonianos, aunque personalmente logró zafar a través de la creación literaria, mantuvo siempre un lúcido pesimismo al abordar las posibilidades de la mujer en ese círculo tan cerrado y tradicional. “Lo más distintivo y quizá más innovador fue lo que hoy llamaríamos su visión feminista”, dice Teresa Gómez Reus en el epílogo del excelente volumen de relatos La carta (Ediciones del Bronce, Barcelona). Primera mujer ganadora del Pulitzer y del Premio Nacional de Literatura de los Estados Unidos, E. W. lo tuvo casi todo: popularidad, elogios (su amigo/rival Henry James hablaba de su “diabólica destreza y calidad de intención”) y vida de castillo en Francia, donde se instaló después de su divorcio.

De Terence Davies justo decir que está realmente a la altura en su precisa, leal adaptación; que su compromiso afectivo, moral y estético ha generado un film bellamente doloroso, entre  espejos, ventanas y cortinas que cumplen sugerente función narrativa. Y siempre, desde Distant Voices (1988), con esa sensibilidad veladamente en carne viva, que en este caso sabe compadecerse de la inexorable caída de la socialité Lily Bart. En su estreno, año 2000, el periódico inglés The Guardian, que siempre valoró mucho a Terence Davies, le adjudicó todas sus estrellas, la máxima puntuación a La casa de la alegría.  

Este comentario fue escrito en 2003, cuando el film se proyectó en la tevé por cable.

******

La santa laica

Por MS

Plegaria en familia - Emily se niega a arrodillarse

Tan mezquinamente reconocida en vida, tan demorada la publicación sin retoques de su poesía completa, Emily Dickinson (1830-1886), debidamente valorada en la segunda mitad del siglo XX, ha tenido por fin, en el XXI, 130 años después de su muerte, un homenaje cinematográfico a su altura: Una serena pasión (A Quiet Passion, 2016), estrenada sin mayor éxito de público en Buenos Aires en 2017. Y desde entonces está circulando localmente este film entre su virtual club de fans, entre admiradores/as del impar director británico Terence Davies, entre seguidores de Cynthia Nixon, actriz igualmente dotada para la tragedia y la comedia (mucho más allá de la serie Sex & the City, que le dio popularidad), excelente en cine y también en teatro: hace un par de años chispearon en el escenario ella y Laura Linney, otra grande, haciendo alternadamente los dos personajes principales de The Little Foxes, de Lillian Hellmann (los críticos más severos de NY, esos que de verdad no regalan nada, recomendaban ver las dos versiones). Cynthia Nixon, muy comprometida con los derechos de los homosexuales, la educación pública y el activismo político demócrata, siempre discreta al hablar de sus logros como actriz, se animó a manifestar en una entrevista cuando el film de Davies se estrenó en Francia: “Después de asistir a la proyección, le dije a mi esposa Christine (Marinoni, analista política) que con Emily había hecho lo mejor de mi vida”.

“Esta es mi carta al mundo que nunca me escribió”. Con este texto en off de Emily Dickinson se abre la segunda escena de Una serena pasión, luego de un prólogo donde la protagonista siendo adolescente se enfrenta a la directora del colegio, que la sermonea, retrucándole la joven que no tiene el sentimiento de haber pecado y que no cree estar en el Arca de la salvación. En la escena siguiente, la chica está de espaldas frente a la ventana esperando a parte de su familia que viene a buscarla al internado: la composición de la imagen, la luz, el color parecen citar a Vermeer. No es la única referencia pictórica que sugiere este bellísimo film: Whistler es otro artista que se deja entrever… Porque Davies, siempre apartado de todo exhibicionismo explicativo escapa de las facilidades, no muestra los títulos de la biblioteca de Emily ni el detalle de sus bordados ni sus esmerados trabajos de jardinería; fragmentos de sus poemas y algunas líneas de sus cartas (las que ella recibiera, a su expreso pedido, fueron quemadas por su hermana Vinnie después de su muerte) son dichos en off o filtrados con naturalidad en algunos diálogos, sin previo aviso (“La poesía es mi consuelo en la eternidad que nos rodea”; “Por cada momento de éxtasis, pagaremos con tormento”; “El verdadero artista no engañaría ni al público ni a sí mismo”…).


Así está hecha esta película por un director que ya ha sabido escoger a otras actrices estupendas (Gena Rowlands en La Biblia de neón; Gillian Anderson en La casa de la alegría, acaso la mejor versión de una novela de Edith Wharton para el cine) y acercarse con infinito tacto a ciertos personajes femeninos. En este caso, a años luz de la típica biopic, hace una recreación facetada de Emily Dickinson y aun cuando le inventa una amiga epigramática y emancipada pero que cede a la convención social de casarse (Vryling Buffam, nombre de una mujer que existió pero no se asemejaba a la del film), lo hace para potenciar el rol protagónico, servirle de contrapunto, dar lucimiento al acentuado sentido de la ironía de Emily.

Tampoco se empeña Davies en intentar escudriñar en la intimidad nunca develada de la poeta (desechando lo mucho que se ha hablado de su supuesta represión sexual desde miradas posteriores a la mentalidad de esos años de siglo XIX, en una sociedad puritana). El director prefiere comunicar esa temprana e invencible vocación por escribir poesía; la libertad para soslayar las reglas, salirse de los cánones de la sintaxis que hace que hoy se la considere vanguardista; la reclusión progresiva en la casa familiar; la aceptación de ese martirio de dos años que fue la nefritis que la llevó a la muerte. Es decir, algunos de esos rasgos que pueden identificarla con la santidad, pese a que ella estuviese más cerca de un valiente agnosticismo que era más que una rareza en su comunidad, en su época. Asimismo, Davies, entre los atributos particulares de Emily no deja de poner de manifiesto sus sinceros sentimientos abolicionistas y pacifistas, con el trasfondo de la Guerra de Secesión (“La esclavitud nunca debió existir en nuestro país”, es una de sus frases citadas). Esa guerra sangrienta de la que el gran cineasta da cuenta a través de algunos disparos y humo, de fotos históricas del campo después de la batalla poblado de cadáveres, las cifras de las bajas, la alusión al célebre discurso de Lincoln en Gettysburg, 1863. Emily Dickinson, contraria a la evangelización dogmática, convencida de que su alma le pertenecía solo a ella (y no a Dios, de cuya existencia dudaba), reclamaba la misma educación para mujeres y varones. En la multitudinaria marcha de las mujeres de Washington en enero de 2017 a favor de los derechos humanos en general (de las mujeres, de las personas LGBT, de la defensa del medio ambiente, de los refugiados, contra la discriminación racial), la  excelsa poeta estuvo presenta en las pancartas que decían su frase: “Sin igualdad no quiero nada del amor”.