Por Moira Soto
Vayamos por partes, como dijo algún espíritu cancelador. En verdad, fue más de uno/a poniendo el grito en el cielo a partir de 2018, cuando se incentivó esta corriente abocada a buscar a toda costa -y casi de costa a costa de los siete mares- pelos incorrectos en la leche (de creaciones artísticas), pidiendo, según el caso, condenar, tachar, reprobar o directamente censurar.
En esta volteada cayó Walt Disney con alguna de sus versiones (especialmente las del siglo XX) de cuentos de hadas: Blancanieves y los siete enanos y La Bella Durmiente en primera fila. El genial pionero estadounidense de la animación - según épocas y tendencias, blanco de acusaciones ideológicas, entre las cuales, “inocular valores imperialistas”- arrancó en los tempranos años ’20 (de la centuria ídem, obvio es decirlo), vislumbrando el potencial de esa técnica, primero experimentando con recortes de papel. Estudió minuciosamente los dibujos animados hechos hasta esas fechas y un tiempito después inició la producción de Alicia en el País de las Maravillas, un corto que lo llevó a la bancarrota en 1923; sin achicarse, el joven (25) prosiguió con ensayos y errores y aciertos. Claro que, muchos años después, en 1959, Disney crearía, con gran equipo de artistas, el fantástico largometraje inspirado en la obra de Lewis Carroll, con esa impagable Reina Roja.
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Póster original, 1937 |
WD se da cuenta de la necesidad de un departamento de historias y guiones, que separa del de animadores, entendiendo la importancia de las artes visuales y literarias para las obras que planea realizar con su sello. Y en 1934 -sí, llegamos al punto de partida de esta notuela que intenta ser ecuánime- se atreve a imaginar un largo animado en colores y da los primeros pasos encaminados a la realización de Blancanieves y los siete enanos, desoyendo pronósticos agoreros y empeñándose en cuidar rigurosamente todos los detalles, incluyendo ensayos con animales y actores para copiar sus movimientos. Asimismo, comprando libros de literatura afín y de pinturas inspiradoras, mandando a los animadores a cursos de arte… En el estudio se inventa la cámara multiplano que permite a los dibujos sobre vidrio ser colocados a diferentes distancias para lograr profundidad de campo. Perdón por contextualizar, ahora volvemos a los presuntos pelos incorrectos.
¿Relato
iniciático en domesticidad?
La mirada por de más quisquillosa, según algunas de sus manifestaciones públicas, ha dictaminado que la versión de Disney del antiguo cuento, recopilado por ambos hermanos Grimm, no es otra cosa que un relato retrógado de iniciación de una joven en las tareas del hogar, largo tiempo adjudicadas a la femineidad. Así, se afirmó en el curso de esta polémica que dio comienzo hace un par de años; se remarcó que, para más inri, Blanquita lleva a cabo estas actividades -limpiar, cocinar, lavar ropa- en la casa de los enanos sin cobrar salario alguno. Pues bien, lo que olvidan algunos/as activistas de sofá es que la chica ya había sido iniciada desde pequeñuela en baldear escaleras y otras labores domésticas por su malvada madrastra, esa reinona obsesionada por ser la más bella que consulta a diario su sincero espejito parlanchín, lujosamente ataviada, mientras que a la pobre niña la hace vestir andrajos. Menos mal que las aves del cielo la confortan y acompañan en sus cantares mientras que Blanquita trabaja y trabaja.
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Heigh-Ho, enanos a trabajar cantando |
Y ahí se inicia la extraña, breve convivencia entre los enanos varones asexuados, a los que Disney eligió individualizar y brindarles un apodo, y la hacendosa jovencita a la que nunca le dan una orden, ni siquiera le hacen sugerencias sobre lo que debería hacer. Cuando parten al día siguiente entonando la célebre canción del trabajo, Blanca se pone gustosa a preparar un pastel de fruta (los pajaritos marcan el repulgue con sus patitas).
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La Madrastra, tan mala como bella |
¿Beso de
prepo?
El ruido tuvo su origen en San Francisco, en el sitio SFGate donde se difundió, refiriéndose al film de marras, que un beso de amor no puede intercambiarse cuando una de las dos personas está en coma, y nunca dijo con anterioridad que estuviera de acuerdo. Tornemos a la cinta estrenada en 1937: antes de ser llevada al bosque por el sirviente de la narcisista, Blanqui tiene un corto encuentro con el bonito príncipe que aparece de la nada cuando ella está canturreando en el aljibe. Él, como no podría ser de otra manera, resulta atravesado en el acto por la flecha que le asignó Cupido. Ella, tímida, se mete en el castillo y, prendada, lo pispea por una ventana mientras él le canta cual Romeo. En otra ventana, la reina mastica furia. Es decir, B ama al galán desde ese momento, sentimiento que revela a los enanos cuando les narra un cuento (dentro del cuento): “Erase una vez una princesa…”. Ellos cazan al vuelo la referencia y ella entona un tema dedicado su amado: “Algún día mi príncipe vendrá…”.
En resumidas cuentas, cuando, después de mucho buscarla, el príncipe encuentra a su chica en el ataúd de cristal instalado en un claro del bosque, visitada por enanos y animalitos, creyéndola muerta (recuerden, solo está en coma inducida) le da afligido un beso de despedida. ¿Necrofilia, alegarán entonces los canceladores? Aquí cabe consignar que en el cuento reescrito por los Grimm, Blanqui regurgitaba el trozo de manzana gracias a un eructo al moverse su cuerpo. WD, más romántico, prefirió que se reanimara mediante el beso, pasaporte a la adultez. De vuelta: la princesa estaba enamorada de su cortejador desde antes de entrar en la casa de los enanos, lo mismo que el príncipe previamente a encontrarla casi en olor de santidad -su cuerpo no se ha descompuesto con el correr de los días, y por suerte los siete obreros no la enterraron- y darle ese ósculo que rompe el maleficio.
Melodrama,
musical, terror gótico, comedia
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Ilustración de Franz Jüttner, 1905 |
Naturalmente, Disney estaba en su derecho de mandarse esa elipsis, así como las incontables adaptaciones para cine, teatro, literatura, comedia musical, ballet, historieta, etcétera, etcétera se tomaron sus respectivas licencias. Entre tantas, se podría citar Blanche comme la neige (2019), film de Anne Fontaine con Isabelle Huppert en el rol de la reina malísima, donde los legendarios enanos tienen una talla de metro setenta para arriba. Y asimismo, la maliciosa versión teatral de la siempre contraventora Elfriede Jelinek en sus Dramas de princesas donde una Blancanieves contemporánea, vestida como la de Disney -salvo que porta minifalda- se topa con el cazador, discute sobre el sentido de la vida y aburre al tipo que la hace callar para siempre; aparecen los enanos que terminan la faena…
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Arthur Rackham, 1909 |
Tanto en el laboratorio de la mazmorra del castillo como en el bosque nocturno, en la visión de las torres en la bruma como en el despeñadero por donde cae la reina que se volvió bruja, la belleza pictórica, entre Gustave Doré, Caspar David Friedrich y detalles suavizados del ilustrador Arthur Rakham, es apabullante. A fuer de mayor sinceridad, vale reconocer que el diseño del principito es el punto más débil de la película.
Es cierto, por otra parte, que esta reescritura y otras adaptaciones no le hacen buena prensa a las brujas. Pero habrá que aceptar que se trata de un cuento de hadas, donde las que figuran en el título de este género por alguna razón imperecedero, son las buenas.
En el marco de los festejos por los 100 años de Disney, se reestrenó en cines Blancanieves y los siete enanos -en copia restaurada y remasterizada-, que asimismo puede verse en Disney+. También en cartel, La Cenicienta, Toy Story, Frozen, Moana, entre otras.