Cantar, soltar, maternar, salvar la nariz

Por M.S.


Podría decirse, aunque la metáfora suene a humorada, que Analía Cobas es una mujer orquesta que canta ópera… Además, jubilosa madre de un niño, licenciada en Ciencias de la Comunicación por la UBA, donde dicta la cátedra “El rol del agente la prensa como gestor cultural”; por otra parte, AC es fundadora y directora de su propia agencia en la materia. Lo de orquesta también vendría a cuento porque esta damisela de 38 años, voluntariosa y de sangre levantisca, viene tratado de afinar en distintos aspectos de su vida, en temas mayores -cumpliendo el deseo profundo de convertirse en cantante lírica (este año actuó en la ópera Dido y Eneas); cortando con harto esfuerzo una relación amorosa venenosa-, y no tanto -preservando su nariz un poco italiana, un poco griega del tentador bisturí que le propone un cirujano, o haciendo el viaje de sus sueños-.

Pero por encima y por debajo de su empeño en alcanzar esos objetivos dejándose guiar por su pensamiento feminista, se agita el claro imperativo de conquistar toda la armonía posible consigo misma. Con su “mujer salvaje”, a quien dedica su primer libro (que mereció el premio Mecenazgo), y, al mismo tiempo, sin contradecirse, con la mina especializada en asuntos de la cultura. De ahí, las notas que viene publicando en distintos medios, con definido enfoque de género.

Precisamente, esta instancia inicial la conduce a volcar episodios autobiográficos con forma de cuentos, más otras narraciones independientes (la gran mayoría en primera persona del singular) que reúne bajo el título de uno de los capítulos: La protagonista. Nombre que naturalmente le sienta bien al contenido, pero que acaso podría haber sido, un poco en la senda que abriera el siglo pasado la española Carmen Rico-Godoy: Cómo ser mujer y salir felizmente ilesa de ese intento.

Intento que comprende la aspiración de convertirse, diría Annie Ernaux, en un “ser literario” que cree que vale la pena transmitir ciertas experiencias vitales, que la atravesaron y la modificaron, como una materia a explorar para sí misma y para que otras mujeres sepan que no están solas a la hora de equivocarse, de ser basureadas por la violencia machista, de optar por desobedecer a la imposición de una belleza serial, impersonal. A su vez, cuando AC se remite al maltrato animal, a las huellas que dejó la dictadura en su familia o a la hermandad entre amigas, la autora de La protagonista (Sudestada, reciente edición), prosigue dándole alcance social, político a los temas que elige.

Pero hay un relato lisa y llanamente teñido de dichoso alivio donde Analía Cobas, su madre y su padre son personajes principales. Un episodio rebosante de ternura donde a los tres les va cayendo la ficha de una noticia maravillosa que pudo haber sido todo lo contrario… Y en esta oportunidad, surge un gran coprotagonista en escena, un autito rojo medio desteñido marca Fiat que da título al texto que se reproduce a continuación.

 


Modelo 81

Es verano, pero uno amable; hay una brisa fresca para disimular el fuego. El cielo está parejo en su celeste brillante, solo alguna que otra nube anda despistada. No es día de chicharras, pero sí de festejos.

Sin previo aviso, tomo una foto instantánea desde el asiento trasero del auto Fiat Europa modelo 81 que mi padre cuida como si fuera su amigo, su compinche. Él no lo cuenta, pero en más de una ocasión le imploró en voz alta que no lo abandonara. Hoy no será la excepción ante una inoportuna bujía sucia.

Desde mi lugar, contemplo a mi madre y a mi padre con las miradas puestas en lo que viene, pero sabiendo de dónde vienen: cuarenta y cinco años de casados (y tres de novios, se apura a aclarar siempre mi madre) dos hijas y tres nietos. Un mismo auto, un camino.

En este instante de silencio, nos asaltan pensamientos rápidos, distintos e iguales. Dejamos el hospital atrás y el cáncer de mama de mi madre. Baja la tensión y el miedo. El aire es ahora más fresco. Mi madre habla de lo importante, de lo vital que es hacerse los chequeos. Me pregunta si ya me hice los míos con mi ginecóloga de siempre. Ahora se siente bien y busca evangelizar su experiencia.

Mi vieja nos comparte que aún no puede creer que ya haya pasado todo. Se burla de ella misma por haber pensado infinitas combinaciones de situaciones que no ocurrieron ni ocurrirán jamás, alternativas que solo se reprodujeron en su mente de madrugada una y otra vez, durante cuatro meses, en el insomnio de su cama matrimonial. Se ríe de ella misma por pensar tanto, por tomar por posibles escenas de terror que por suerte no se proyectaron.

La fría soledad del quirófano, una compañera de cuarto con apnea de sueño, el ruidoso vaivén hospitalario capaz de despabilar a un muerto. La añoranza del hogar. La falta de su rutina. El miedo a la carnicería que no fue, a la mutilación innecesaria de la alegría. La pausa obligada. La pesada colcha de la noche. El enojo y el resentimiento de una enfermera que no existió. La comida que no alimenta. La suciedad que imaginó. La falta de control. El no estar cerca de las caras de siempre. Las horas de visitas sin visitas que no ocurrieron. La depresión que no la habitó. La falta de voluntad. La ausencia de suerte y de Dios. Las mentiras que le dijo el miedo y ella creyó.

Mi cuerpo está pesado y se desparrama en el asiento. Se oyen rechinar los antiguos resortes en un intento de abrazo que no llega a ser cómodo. No hay amortiguadores futuristas, ni dirección hidráulica, ni aire acondicionado. Hay ventanillas de vidrio sin automatizar que no estallan en caso de choque y que a veces no quieren bajar por más fuerza que hagas. Caparazón duro imposible de abollar. Por momentos su andar pausado me desespera.

Reímos por la hazaña, celebramos por la valentía, por la actitud que adoptó mi mamá para transitar su enfermedad y también por mis bromas necesarias para abandonar la solemnidad. Mi vieja se suma a la pavada y me cuenta lo lindo que era el anestesista, que lo quería para yerno, pero no le dio tiempo para hacer de celestina (afortunadamente, la durmió rápido).

La foto captura el ahora, lo que sucede en un diminuto y descolorido auto rojo, en su andar oxidado pero constante. Ese auto que me llevó desde el jardín hasta el secundario y a las clases de pileta con mi madre al volante. Luego, alcanzaría a mi hijo al mismo club para enseñarle a nadar. Ese auto, años antes me transportó cuando mi vieja me daba la teta, y a mí misma dando la teta a mi hijo más tarde.

Esas tetas que ayer fueron mi alimento, esa madre que me parió sin epidural y me cuidó, hoy me mira con un poco de pudor cuando soy yo la que cuida de sus tetas. Limpio las heridas con miedo que disimulo, con respeto y agradecimiento por la vida, los errores, los aciertos. La veo a mi vieja llorar, mientras reza y da gracias a la vida. Contengo mi entusiasmo, mi abrazo es suave pero firme, porque estuvo en un quirófano. Veo su fragilidad y su entereza. Me emociono porque ella aún no dimensiona toda su fortaleza, porque aún duda. Pero la veo y me veo.

Avanzamos con el auto, dejamos atrás el ritmo del Hospital General de Agudos Carlos G. Durand, su limpieza y su escuela. Las coreografías de los profesionales que suben y bajan hasta desgastar los escalones de las infinitas escaleras que sostienen semejante máquina, los ateneos y la magia con la que trabajan para que todo sea suficiente, aun en las eternas épocas de sequía.

Es 4 de febrero, día mundial contra el cáncer. Justo ese día le dieron el alta. Entre risas, les digo que es notable como le gusta estar a la moda a mi vieja. Les expreso mi disconformidad con las campañas que insisten en hablar de este día como el día de la “lucha contra el cáncer”, me pongo detallista, realmente me gustaría que se hablase de concientizar y de prevención temprana. La miro a mi mamá y sonrío. Le muestro una bandeja de alfajores de maicena que saco de la mochila: es oficial, se terminó la dieta. Adiós a la sopa y al puré de zapallo con pollo hervido. Mientras se empapan las papilas gustativas de dulce de leche y coco, comienza a inundarnos el ruido selvático, los bocinazos y frenadas de último segundo porque algún conductor deja el celular pegado al volante, y surge el estallido de las más clásicas puteadas porteñas. Así se empieza a tapar el silencio húmedo, el silencio verde frío del jardín del hospital, las palomas, chingolos y loritos sobrevuelan el Parque Centenario. El Fiat Europa comienza a llevarnos a casa, con sus achaques y manías, con su dolor lumbar, con sus enojos repentinos, con sus alegrías.