Por M.S.
Pero por encima y por debajo de su empeño en alcanzar esos objetivos dejándose guiar por su pensamiento feminista, se agita el claro imperativo de conquistar toda la armonía posible consigo misma. Con su “mujer salvaje”, a quien dedica su primer libro (que mereció el premio Mecenazgo), y, al mismo tiempo, sin contradecirse, con la mina especializada en asuntos de la cultura. De ahí, las notas que viene publicando en distintos medios, con definido enfoque de género.
Precisamente, esta instancia inicial la conduce a volcar episodios autobiográficos con forma de cuentos, más otras narraciones independientes (la gran mayoría en primera persona del singular) que reúne bajo el título de uno de los capítulos: La protagonista. Nombre que naturalmente le sienta bien al contenido, pero que acaso podría haber sido, un poco en la senda que abriera el siglo pasado la española Carmen Rico-Godoy: Cómo ser mujer y salir felizmente ilesa de ese intento.
Intento que comprende la aspiración de convertirse, diría Annie Ernaux, en un “ser literario” que cree que vale la pena transmitir ciertas experiencias vitales, que la atravesaron y la modificaron, como una materia a explorar para sí misma y para que otras mujeres sepan que no están solas a la hora de equivocarse, de ser basureadas por la violencia machista, de optar por desobedecer a la imposición de una belleza serial, impersonal. A su vez, cuando AC se remite al maltrato animal, a las huellas que dejó la dictadura en su familia o a la hermandad entre amigas, la autora de La protagonista (Sudestada, reciente edición), prosigue dándole alcance social, político a los temas que elige.
Pero hay un relato lisa y llanamente teñido de dichoso alivio donde Analía Cobas, su madre y su padre son personajes principales. Un episodio rebosante de ternura donde a los tres les va cayendo la ficha de una noticia maravillosa que pudo haber sido todo lo contrario… Y en esta oportunidad, surge un gran coprotagonista en escena, un autito rojo medio desteñido marca Fiat que da título al texto que se reproduce a continuación.
Modelo 81
Es verano, pero uno amable; hay una brisa fresca para disimular el
fuego. El cielo está parejo en
su celeste brillante, solo alguna que otra nube anda despistada. No
es día de chicharras, pero sí de festejos.
Sin previo aviso, tomo una foto instantánea desde el asiento trasero del
auto Fiat Europa modelo
81 que mi padre cuida como si fuera su amigo, su compinche. Él no
lo cuenta, pero en más de una ocasión le imploró
en voz alta que no lo abandonara. Hoy
no será la excepción ante una inoportuna bujía sucia.
Desde mi lugar, contemplo a mi madre y a mi padre con las miradas
puestas en lo que viene,
pero sabiendo de dónde vienen: cuarenta y cinco años de casados (y
tres de novios, se apura a aclarar siempre mi
madre) dos hijas y tres nietos. Un mismo
auto, un camino.
En este instante de silencio, nos asaltan pensamientos rápidos,
distintos e iguales. Dejamos
el hospital atrás y el cáncer de mama de mi madre. Baja la tensión y el
miedo. El aire es ahora más fresco. Mi madre
habla de lo importante, de lo vital que
es hacerse los chequeos. Me pregunta si ya me hice los míos con mi
ginecóloga de siempre. Ahora se siente bien y
busca evangelizar su experiencia.
Mi vieja nos comparte que aún no puede creer que ya haya pasado todo. Se
burla de ella misma
por haber pensado infinitas combinaciones de situaciones que no ocurrieron ni ocurrirán jamás, alternativas que solo
se reprodujeron en su mente de madrugada
una y otra vez, durante cuatro meses, en el insomnio de su cama matrimonial. Se ríe de ella misma por pensar tanto,
por tomar por posibles escenas de
terror que por suerte no se proyectaron.
La fría soledad del quirófano, una compañera de cuarto con apnea de
sueño, el ruidoso vaivén
hospitalario capaz de despabilar a un muerto. La añoranza del hogar.
La falta de su rutina. El miedo a la carnicería
que no fue, a la mutilación innecesaria de la alegría. La pausa obligada. La pesada colcha de la noche. El enojo
y el resentimiento de una
enfermera que no existió. La comida que no alimenta. La suciedad que imaginó. La falta de control. El no estar
cerca de las caras de siempre. Las
horas de visitas sin visitas que no ocurrieron. La depresión que no la habitó.
La falta de voluntad. La ausencia
de suerte y de Dios. Las mentiras que le dijo el miedo y ella creyó.
Mi cuerpo está pesado y se desparrama en el asiento. Se oyen rechinar
los antiguos resortes en un
intento de abrazo que no llega a ser cómodo. No hay amortiguadores
futuristas, ni dirección hidráulica, ni aire
acondicionado. Hay ventanillas de vidrio sin automatizar que no estallan en caso de choque y que a
veces no quieren bajar por más
fuerza que hagas. Caparazón duro imposible de abollar. Por momentos su
andar pausado me desespera.
Reímos por la hazaña, celebramos por la valentía, por la actitud que
adoptó mi mamá para
transitar su enfermedad y también por mis bromas necesarias para abandonar la solemnidad. Mi vieja se suma a la pavada
y me cuenta lo lindo que era el
anestesista, que lo quería para yerno, pero no le dio tiempo para hacer de
celestina (afortunadamente, la durmió rápido).
La foto captura el ahora, lo que sucede en un diminuto y descolorido
auto rojo, en su andar
oxidado pero constante. Ese auto que me llevó desde el jardín hasta el secundario
y a las clases de pileta con mi madre al volante.
Luego, alcanzaría a mi hijo al mismo
club para enseñarle a nadar. Ese auto, años antes me transportó cuando mi
vieja me daba la teta, y a mí misma dando la
teta a mi hijo más tarde.
Esas tetas que ayer fueron mi alimento, esa madre que me parió sin
epidural y me cuidó, hoy me
mira con un poco de pudor cuando soy yo la que cuida de sus tetas.
Limpio las heridas con miedo que disimulo, con
respeto y agradecimiento por la vida,
los errores, los aciertos. La veo a mi vieja llorar, mientras reza y da gracias
a la vida. Contengo mi entusiasmo,
mi abrazo es suave pero firme, porque estuvo en un quirófano. Veo su fragilidad y su entereza. Me
emociono porque ella aún no dimensiona
toda su fortaleza, porque aún duda. Pero la veo y me veo.
Avanzamos con el auto, dejamos atrás el ritmo del Hospital General de
Agudos Carlos G.
Durand, su limpieza y su escuela. Las coreografías de los profesionales
que suben y bajan hasta desgastar los escalones
de las infinitas escaleras que sostienen
semejante máquina, los ateneos y la magia con la que trabajan para que
todo sea suficiente, aun en las eternas épocas
de sequía.
Es 4 de febrero, día mundial contra el cáncer. Justo ese día le dieron
el alta. Entre risas, les
digo que es notable como le gusta estar a la moda a mi vieja. Les expreso
mi disconformidad con las campañas que insisten
en hablar de este día como el día de
la “lucha contra el cáncer”, me pongo detallista, realmente me gustaría que
se hablase de concientizar y de prevención
temprana. La miro a mi mamá y sonrío. Le muestro una bandeja de alfajores de maicena que saco de la mochila: es
oficial, se terminó la dieta.
Adiós a la sopa y al puré de zapallo con pollo hervido. Mientras se
empapan las papilas gustativas de dulce de leche
y coco, comienza a inundarnos el ruido
selvático, los bocinazos y frenadas de último segundo porque algún conductor
deja el celular pegado al volante, y surge el
estallido de las más clásicas puteadas porteñas. Así se empieza a tapar el silencio húmedo, el silencio verde
frío del jardín del hospital, las palomas,
chingolos y loritos sobrevuelan el Parque Centenario. El Fiat Europa comienza a llevarnos a casa, con sus achaques
y manías, con su dolor lumbar, con
sus enojos repentinos, con sus alegrías.