Felisberto Hernández, entre cocodrilos y muñecas

Por Reina Roffé


De los autores que, a partir de 1920, propugnan una corriente innovadora, destaca el uruguayo Felisberto Hernández, nacido en 1902, “un francotirador”, como lo definió Italo Calvino, precisamente porque “no se parece a nadie”, aunque comparta con escritores del mismo ámbito geográfico su predilección por el relato fantástico y una escritura fragmentaria, abierta a la reflexión irónica de la vida.

Su peculiaridad, que asoma en los primeros libros publicados entre 1925 y 1931, se consolida hacia 1942 con su novela breve Por los tiempos de Clemente Colling, en la que proclama: “...no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”.

Lo otro, en Felisberto, tiene que ver con una concepción y un tratamiento diferente de la realidad; viene dado por un lenguaje casi conversacional, sin ninguna pretensión estilística, y con situaciones en apariencia naturales y lógicas, que luego nos revelan su carácter anómalo, produciendo en el lector un sentimiento de profunda extrañeza, el que suscita, entre otros, su cuento “El cocodrilo”, quizás, en sentido estricto, el menos fantástico de todos los que escribió en las últimas décadas, antes de su muerte acaecida en 1964, y el más autobiográfico.

Por los tiempos de Clemente Colling,
1942, primera edición

En este cuento, relata la historia de un pianista sin éxito -el propio Felisberto lo fue-, obligado por las circunstancias a convertirse en vendedor-viajante de medias de mujer; hombre de escasos recursos económicos, carente de habilidades como vendedor, y que, un buen día, por un hecho fortuito, rompe a llorar en una tienda, consigue conmover al tendero y a su clientela femenina y, así, logra algunas ventas. El llanto, que en un principio es sólo un efecto, una triquiñuela mercantil, producto del azar, se instala en él, comienza a formar parte de su personalidad. Surge “lo otro”: esas lágrimas que se adivinan incesantes ya no son de cocodrilo, indican una naturaleza distinta de la enunciada en un principio, alteran la lógica de lo narrado, nos colocan a las puertas de un misterio insondable, el de la interioridad individual, que Felisberto supo tocar con la excelencia de un virtuoso.

El caballo perdido es una de las narraciones fundamentales de Hernández y tal vez la más importante por su escritura singular y las prestaciones y cruces que se realizan con las memorias de un lugar, de unas personas y unos objetos sobre el tapiz inquietante que la fantasía del autor compone en torno a la realidad del pasado y al momento de su enunciación. Escrito en 1943, El caballo perdido presenta los rasgos distintivos de la narrativa del uruguayo, que comenzó a esbozar en sus cuatro primeros libros, realizados entre 1925 y 1931 y caracterizados por ser “libros sin tapas”, porque “se puede escribir antes y después de ellos”, como él mismo afirmó.

La reflexión irónica y abstracta sobre la vida iniciada en los textos de finales de la década del veinte, se vuelve abiertamente vanguardista en éste, ya que incorpora el discurso fragmentario, la ruptura entre los géneros y el protagonismo de la literatura como temática en sí misma. No en vano es en este cuento donde aparece una de las frases más citadas del autor uruguayo, que contiene una declaración de principios sobre ese componente que debe actuar en todo relato y posee un alcance extraordinario en sus textos: “Ahora han pasado unos instantes en que la imaginación, como un insecto de la noche, ha salido de la sala para recordar los gustos del verano y ha volado distancias que ni el vértigo ni la noche conocen”.


En El caballo perdido el recuerdo de Celina, la maestra de piano del niño-hombre protagonista, le sirve a Felisberto Hernández para elaborar una poética de los sueños y de la memoria que el mismo autor define como “la última velada de mi teatro del recuerdo”, enjundiosa puesta en escena de los sueños de un adulto que se sueña niño o de un niño que se anticipa a su ser adulto, según se avance o se retroceda en la idea central de este cuento en el que fantasía y realidad se funden en frases como estas: “Así pasé las horas que fui otro”, o bien: “Yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan”.

El crítico Claude Fell observó que hay en la narrativa del autor uruguayo una relación extraña entre el placer y el dolor de las cosas. Relación de la que surgen metáforas de una riqueza poética poco común, paradójicamente unidas a cierta llaneza y espontaneidad de la escritura, como observamos en las marcas finales de este relato que se mantiene incólume a través del persistente centelleo de la fantasía como único sustento de realidad.

La narrativa fantástica del autor cobra en Las Hortensias, cuya primera edición es de 1950, un matiz singular, más que en la mayoría de sus cuentos: en él se ejemplifica con especial énfasis cómo la experiencia diaria, aquello que ostenta cariz de vida cotidiana, se transforma, por obra y gracia de la escritura, en un universo gobernado por la fantasía. Universo que gana terreno a la realidad a fuerza de imponerse mediante “lo convencional”.

En la contraportada de la edición uruguaya de Arca, que es de 1966, se pueden leer unas líneas realmente sugerentes sobre este cuento largo de Hernández: “Las Hortensias son muñecas de goma de tamaño humano con calefacción central, que se fabrican para caballeros solitarios o para curiosos matrimonios inocentes”. Si en la contraportada tenemos un adelanto sumario, no exento de humor, acerca de lo que vamos a leer, en el prólogo a la mencionada edición de Las Hortensias y otros relatos, el autor nos resume sus intenciones: “Mis cuentos no tienen estructuras lógicas”, afirma, “no son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático”. En efecto, los cuentos de Hernández revelan una sensibilidad abierta al sarcasmo inteligente, a la ternura y a las nuevas formas narrativas. Sus tramas, y especialmente la que compone para este relato, parecen nutrirse del surrealismo, incluso anticiparse a él.


Las Hortensias de Felisberto son artefactos de la imaginación de los dos protagonistas de la historia, Horacio y su mujer María, quien llegará a jugar con la muñeca como si de una hija o de una hermana se tratara, provocando los celos del marido: “Una mañana él se dio cuenta de que María cantaba mientras vestía a Hortensia; y parecía una niña entretenida con una muñeca”.

La Hortensia seduce a Horacio y a María, de quien toma su segundo nombre -“su mujer se llamaba María Hortensia; pero le gustaba que la llamaran María”-, se distancia de los protagonistas para armar su propia historia y no la que otros inventan para ella -“Julio 18: Hoy abrí el ropero para descolgar mi traje y me encontré a Hortensia: tenía puesto mi frac y le quedaba graciosamente grande”-,y termina convirtiéndose en una parte o prolongación de María o, tal vez, el todo de un modo fluido y convincente, el modo que tiene Hernández de relatar hasta lo más asombroso: “Descontarle Hortensia a María era como descontarle el arte a un artista. Hortensia no sólo era una manera de ser de María, sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia”. Pero tal vez no sea tan desconcertante como creemos a simple vista, ya que nada es absolutamente inocente ni perverso en los textos que el uruguayo presenta y lo convierten en un autor único. Al trasladar las emociones a otros elementos que no son los habituales, en este caso las muñecas, aparece lo extraño, que asegura el goce y lo fortifica. ¿Acaso este relato no funciona como una pieza de fetichismo compartido? ¿Las Hortensias no representan esa fuerza “mágica”, gomosa, que permite moldear el deseo? ¿El relato no encarna y revela, en su urdimbre singular, el mundo oscuro, privado de una pareja? ¿La sustitución no es una estrategia para prolongar, no sé si el amor, pero sí el deseo, el encanto de una relación?

El presagio de la locura final de Horacio -“Horacio cruzaba por encima de los canteros. Y cuando María y el criado lo alcanzaron, él iba en dirección al ruido de las máquinas”- se inscribe en el desarrollo de un relato en el que no hay trama lineal, ni personajes en el sentido característico del término, ni un aparente discurso literario. Sólo “una planta” de la que Felisberto presiente o necesita que “tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”. Tal vez con los ojos de la naturalidad, como afirmaba Julio Cortázar, o con los de la inquietante extrañeza, que escribió Paul Verdevoye. En cualquier caso, con los ojos de Hernández que nos conducen por los vericuetos de la narración hasta alcanzar a ver con su mirada cómo las personas se convierten en muñecas y las muñecas en personas. De la mano del autor, concertista eximio, la fantasía siempre se presenta con una carga enorme de verosimilitud que nos deja pensando y en vilo.