Por Reina Roffé
Su peculiaridad, que asoma en los primeros
libros publicados entre 1925 y 1931, se consolida hacia 1942 con su novela
breve Por los tiempos de Clemente
Colling, en la que proclama: “...no creo que solamente deba escribir lo que
sé, sino también lo otro”.
Lo otro, en Felisberto, tiene que ver con una
concepción y un tratamiento diferente de la realidad; viene dado por un lenguaje
casi conversacional, sin ninguna pretensión estilística, y con situaciones en apariencia
naturales y lógicas, que luego nos revelan su carácter anómalo, produciendo en
el lector un sentimiento de profunda extrañeza, el que suscita, entre otros, su
cuento “El cocodrilo”, quizás, en
sentido estricto, el menos fantástico de todos los que escribió en las últimas
décadas, antes de su muerte acaecida en 1964, y el más autobiográfico.
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Por los tiempos de Clemente Colling, 1942, primera edición |
El caballo perdido es una de las narraciones
fundamentales de Hernández y tal vez la más importante por su escritura singular
y las prestaciones y cruces que se realizan con las memorias de un lugar, de
unas personas y unos objetos sobre el tapiz inquietante que la fantasía del
autor compone en torno a la realidad del pasado y al momento de su enunciación.
Escrito en 1943, El caballo perdido presenta
los rasgos distintivos de la narrativa del uruguayo, que comenzó a esbozar en
sus cuatro primeros libros, realizados entre 1925 y 1931 y caracterizados por
ser “libros sin tapas”, porque “se puede escribir antes y después de ellos”,
como él mismo afirmó.
La reflexión irónica y abstracta sobre la vida
iniciada en los textos de finales de la década del veinte, se vuelve
abiertamente vanguardista en éste, ya que incorpora el discurso fragmentario,
la ruptura entre los géneros y el protagonismo de la literatura como temática
en sí misma. No en vano es en este cuento donde aparece una de las frases más
citadas del autor uruguayo, que contiene una declaración de principios sobre
ese componente que debe actuar en todo relato y posee un alcance extraordinario
en sus textos: “Ahora han pasado unos instantes en que la imaginación, como un
insecto de la noche, ha salido de la sala para recordar los gustos del verano y
ha volado distancias que ni el vértigo ni la noche conocen”.
El crítico Claude Fell observó que hay en la
narrativa del autor uruguayo una relación extraña entre el placer y el dolor de
las cosas. Relación de la que surgen metáforas de una riqueza poética poco común,
paradójicamente unidas a cierta llaneza y espontaneidad de la escritura, como
observamos en las marcas finales de este relato que se mantiene incólume a través
del persistente centelleo de la fantasía como único sustento de realidad.
La narrativa fantástica del autor cobra en Las Hortensias, cuya primera edición es
de 1950, un matiz singular, más que en la mayoría de sus cuentos: en él se
ejemplifica con especial énfasis cómo la experiencia diaria, aquello que ostenta
cariz de vida cotidiana, se transforma, por obra y gracia de la escritura, en un
universo gobernado por la fantasía. Universo que gana terreno a la realidad a fuerza
de imponerse mediante “lo convencional”.
En la contraportada de la edición uruguaya de
Arca, que es de 1966, se pueden leer unas líneas realmente sugerentes sobre
este cuento largo de Hernández: “Las Hortensias son muñecas de goma de tamaño
humano con calefacción central, que se fabrican para caballeros solitarios o
para curiosos matrimonios inocentes”. Si en la contraportada tenemos un
adelanto sumario, no exento de humor, acerca de lo que vamos a leer, en el
prólogo a la mencionada edición de Las
Hortensias y otros relatos, el autor nos resume sus intenciones: “Mis
cuentos no tienen estructuras lógicas”, afirma, “no son completamente naturales,
en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son
dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático”.
En efecto, los cuentos de Hernández revelan una sensibilidad abierta al
sarcasmo inteligente, a la ternura y a las nuevas formas narrativas. Sus
tramas, y especialmente la que compone para este relato, parecen nutrirse del surrealismo,
incluso anticiparse a él.
La Hortensia seduce a Horacio y a María, de
quien toma su segundo nombre -“su mujer se llamaba María Hortensia; pero le
gustaba que la llamaran María”-, se distancia de los protagonistas para armar
su propia historia y no la que otros inventan para ella -“Julio 18: Hoy abrí el
ropero para descolgar mi traje y me encontré a Hortensia: tenía puesto mi frac
y le quedaba graciosamente grande”-,y termina convirtiéndose en una parte o prolongación
de María o, tal vez, el todo de un modo fluido y convincente, el modo que tiene
Hernández de relatar hasta lo más asombroso: “Descontarle Hortensia a María era
como descontarle el arte a un artista. Hortensia no sólo era una manera de ser
de María, sino que era su rasgo más encantador; y él se preguntaba cómo había
podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia”. Pero tal vez no sea tan
desconcertante como creemos a simple vista, ya que nada es absolutamente
inocente ni perverso en los textos que el uruguayo presenta y lo convierten en
un autor único. Al trasladar las emociones a otros elementos que no son los
habituales, en este caso las muñecas, aparece lo extraño, que asegura el goce y
lo fortifica. ¿Acaso este relato no funciona como una pieza de fetichismo
compartido? ¿Las Hortensias no representan esa fuerza “mágica”, gomosa, que
permite moldear el deseo? ¿El relato no encarna y revela, en su urdimbre
singular, el mundo oscuro, privado de una pareja? ¿La sustitución no es una
estrategia para prolongar, no sé si el amor, pero sí el deseo, el encanto de
una relación?
El presagio de la locura final de Horacio -“Horacio
cruzaba por encima de los canteros. Y cuando María y el criado lo alcanzaron,
él iba en dirección al ruido de las máquinas”- se inscribe en el desarrollo de
un relato en el que no hay trama lineal, ni personajes en el sentido
característico del término, ni un aparente discurso literario. Sólo “una
planta” de la que Felisberto presiente o necesita que “tenga hojas de poesía; o
algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos”. Tal vez con los
ojos de la naturalidad, como afirmaba Julio Cortázar, o con los de la
inquietante extrañeza, que escribió Paul Verdevoye. En cualquier caso, con los
ojos de Hernández que nos conducen por los vericuetos de la narración hasta
alcanzar a ver con su mirada cómo las personas se convierten en muñecas y las
muñecas en personas. De la mano del autor, concertista eximio, la fantasía siempre
se presenta con una carga enorme de verosimilitud que nos deja pensando y en
vilo.