Por Brenda Howlin
Tengo zumbidos en los oídos. Empezaron en pandemia cuando mi segundo
hijo contaba seis meses y se despertaba cada dos horas. Pero durante este
último tiempo, estallaron. Son lo primero que escucho cuando me levanto y lo
último que escucho antes de dormirme. Durante el día, con los sonidos del
ambiente, se esconden, pero en el silencio de la noche, reaparecen punzantes. Las
sensaciones van mutando. Unas veces siento que estoy sumergida en el medio del
océano con una gran presión en la cabeza, otras como si hubiera pasado la noche
con la oreja pegada al parlante de un boliche, y otras -quizás las peores- como
si estuviera dentro de la turbina de un avión. ¿Todo el tiempo los sentís?, me
pregunta la gente que nunca vivió en carne propia esta forma de suplicio. Sí,
todo el tiempo. ¡Qué desesperante!, me dicen. Sí, muy desesperante.
Empecé a hablar de esto hace poco. Creo que lo hice en el momento
exacto en que este tema empezó a angustiarme. Así funciono yo: cuando algo
duele en serio, es el momento de escribirlo. Porque cuando lo escribo,
descomprimo, y puedo ver el ridículo de la situación, entonces me río y ahí se
completa el ciclo. Y por otro lado, tal vez haya más madres sintiendo lo mismo. Digo específicamente madres porque sospecho que el vaivén físico
emocional que atravesé los últimos siete años, desde que nació mi primera hija,
pasando luego por el segundo, algo tiene que ver. No para echarle la culpa a la
maternidad o des-recomendarla. Para nada. Pero es mucho lo que experimentan
nuestros cuerpos y mentes desde que parimos. Algunas surfean la ola de la
maternidad mejor que Keanu Reeves con su tablita sobre el Pacífico en Punto Límite. Y
otras, menos afortunadas como yo, a veces nos caemos de la ola y nos damos la cabeza
contra el fondo del mar.
No voy a hacer una lista de todas las que pasé, pero creo que siete
años de dormir con interrupciones, con episodios de símil taquicardia por
golpes y caídas de alguno de mis hijes, madrugadas en la guardia con
broncoespasmo infantil, inviernos mirando el termómetro rogando a la Diosa que
baje la fiebre, caprichos insólitos a cualquier hora y en cualquier lugar, dar
la teta durante cinco años entre la mayor y el menor y tratar de sostener mi
propia vida entre el arte escénico y los proyectos... Todo ese maremoto de
cosas, alguna relación debe tener con mis zumbidos.
Pero de lo que quiero hablar en realidad, es del pozo en el que caí
cuando el otorrino me dio la orden para hacerme una resonancia de cerebro.
Primero, mi mente melodramática pensó lo peor de lo peor: Tumor terminal. Y
segundo, la fobia a meterme en un resonador cerrado. Y acá empieza la
odisea de esta madre con miedo a morir y miedo al encierro. Un combo hermoso.
Probé seis resonadores diferentes: abiertos, semi abiertos, cerrados, en
distintas clínicas. Y siempre llegué hasta la última instancia, con el camisolín
puesto, pensando que lo iba a lograr, y cuando ya estaba parada frente al
resonador, salía corriendo. “Hacétela con sedación”, me dijo ya sin mucha
paciencia, el otorrino. Okey, le dije. Los días previos al estudio fueron
difíciles. Las noches por sobre todo, entre los zumbidos y mis negros
pensamientos. Imaginaba la ubicación del tumor, el tamaño, el momento en que me
llegaba el diagnóstico y mis días contados con los dedos de una mano
despidiéndome de mi familia, dejando mis últimas voluntades... No tiene gollete,
lo sé, pero tampoco podía racionalizar el miedo irracional. Antes de ser madre
no tenía miedo a la muerte. Pero desde que ellos están en mi vida y sumando los
resabios que me quedaron de la pandemia, cualquier problema de salud mi mente
lo lleva al extremo e imagina el más tremendo de los escenarios.
-Amor, vamos a decirle al médico que vos entrás conmigo. Y si me llego
a despertar en medio del estudio, cuando yo grite, “¡sacame!”, vos tirás de mis
piernas y me rescatás, jurame. Así le dije a mi marido camino a la clínica.
Cuestión que no lo dejaron entrar, a pesar de haber montado una escena
digna de un novelón de Andrea del Boca, con llanto, abrazos, y súplicas. Nada
conmovió ni al anestesista ni al técnico que me iba a hacer la resonancia. A
cara de piedra me dijeron: “No puede entrar nadie”. O sea, yo tenía dos
opciones, salir corriendo una vez más y quedarme con la duda de tener una
enfermedad terminal, o entregarme al estudio y esperar los resultados. Esta
vez, opté por la opción dos. Me pusieron la vía, se me nubló la vista y listo.
Una hora adentro del resonador sin enterarme de nada hasta que una voz suave me
fue despertando: “Amor, ya terminó todo”.
El resultado me llegó por email dos días después, mientras estaba
manejando. Ansiedad, miedo, un cachito de valentía, todo junto. Frené en un
semáforo y le reenvié el email a mi marido para que leyera el resultado y así
me diera él la noticia. Pero no me aguanté el suspenso: en otro semáforo abrí
el correo y entre lo que cambiaban los colores del rojo al verde le di una
leída fugaz. “Aspecto normal, características normales, tamaño normal”. ¡No me voy
a morir! Los zumbidos existen, pero no tengo nada terminal. Seguí manejando con
la sensación de que había vuelto a surfear la ola. Me siento como
Keanu Reeves en Hawaii. Notición.
Ahora me queda tratar de descubrir qué me quieren decir estos zumbidos
y aprender a manejar mis miedos. Lo escribo acá para que quede registrado:
TENGO QUE APRENDER A CONTROLAR MIS MIEDOS. Tanto ruido mental, no creo que me ayude.
Y seguiré escribiendo para reírme de mí, de
los miedos, los zumbidos y de la vida.
El humor es mi tabla de salvación para surfear las cosas de la vida.
Incluso los acúfenos.