La bicicleta inglesa

Por Cecilia Sorrentino



Mi papá iba al baño en bicicleta. En la vieja casa de mis abuelos había un baño en el fondo, más allá del ciruelo y de la huerta. La dejaba apoyada en la pared y la bici avisaba: "ocupado". Fue su único vehículo hasta que, a los cincuenta, compró un Fiat 1.100 que inauguró viajes más largos y la eclipsó en la noche del galponcito.

Cuando yo era chica, mi papá dedicaba los fines de semana a escuchar música mientras arreglaba una canilla, pintaba el patio o cortaba el césped. A veces le hacía falta algo que había que ir a comprar a la ferretería; ese territorio que los varones conquistaban los sábados de mi infancia.

Me decía: “poné los brazos así” y tomándome por los codos, me remontaba hacia el asiento ajustado al manubrio de la bici que cada vez me iba un poco más chico. Primero me advertía: “separá los pies de las ruedas” y después, ya rodando, la brisa iba y venía entre los dos, enredaba mi pelo a su barba del día anterior, y mis preguntas a sus respuestas. 

Siempre íbamos mucho más allá de la ferretería mi papá y yo. Sosteníamos una conversación que era solo nuestra. A veces nueva, a veces continuación de la que habíamos comenzado la noche anterior mirando estrellas en el umbral de la vereda.

Cuando la brisa se transformaba en viento o las ráfagas arreciaban en las esquinas, él soltaba su mano derecha del manubrio y me cubría la boca improvisando un barbijo. Eran los tiempos de la epidemia de polio. Yo respiraba el inconfundible aroma de sus dedos impregnados de nicotina. Molesta, a veces, cuando en su afán de abarcar, me tapaba también un ojo.

Siempre supe que su mano no bastaba para librarme de cuanto él pretendía. Pero la intención me declaraba valiosa y me llenaba de coraje.