Por Guadalupe Treibel
Treinta años atrás, todo mi esfuerzo en las revueltas aguas de una pileta repleta de niñas tuvo -muy relativa- recompensa cuando me colgaron la cocarda de “pejerrey”. Era un ascenso, ojo: el año previo había arrancado clases como “esponja”, nivel cero en la escala de este natatorio infantil. A fuerza de pataleo acuático, en cuarto grado me convertí en “mojarrita” y, al poco tiempo, me pasaron al más arriba citado grupo. Pero era como una espinita, siempre estuvo clavada en mi corazón: añoraba reencontrarme con mis amigas, avanzados “tiburones” y “delfines” que andaban tirándose en palito, como tal cosa, en la parte profunda. No sin admiración, las miraba a la distancia y suspiraba estoicamente, para retomar luego los ejercicios de brazada en la zona donde, va de suyo, hacía pie junto a mis colegas: nenas de jardín de infantes que tenían infinita más gracia para nadar crol, espalda, mariposa…
Fast Foward a la actualidad, momento en que me
permito dudar de esa verdad supuestamente probada: que el 70 por ciento del planeta
es agua, y el cuerpo humano, el 50 por
ciento. Ya que estás tan segura, Ciencia, por favor, aclarame: si tan líquida
es una de mis mitades, ¿por qué me da semejante patatús cada vez que intento
sumergirme por completo? La historia es así: me acabo de dejar una pasta en un
natatorio del barrio para hacer pileta libre. Y no por masoquismo sino por
falta de memoria. Los años me han dado fobias que, por mi edad, se me olvidan.
Y sería bendita la ignorancia si no fuese porque, recién con medio cuerpo en
h2o recargado de cloro, se me prende la lamparita: “¡Cierto que me da pavura
meter la bocha bajo el agua!”.
Y aquí me tienen, suspirando ¿filosóficamente?
de nuevo; esta vez, con 40 pirulos, luciendo unas ridículas antiparras
amarrillo flúor recién compradas y un gorro que me habían obsequiado unas
amigas hace exactamente una década, cuando les mencioné que quería retomar
natación. Una idea que seguí reflotando y demorando tras algunos episodios
tragicómicos; por caso, cuando casi muero ahogada bajo una de esas bananas
inflables de la Costa Atlántica, o cuando un marinero prepúber tuvo que saltar
de un barquito destartalado en Ecuador para evitar que me hundiera
ineluctablemente.
Episodios estos donde el agua me pagaba con una
traición que, por negacionista, no tengo presente cuando, buscando modos de
lidiar con el estrés laboral, repaso alternativas terapéuticas y me decanto por
la natación que, como bien sabrán, está estupendamente puntuada para salud
física y mental. Le endilgan efectos calmantes, de mejoría de contracturas, de
bienestar general; incluso se dice que promueve la concentración y la
respiración controlada al aislar el ruido; que ayuda a liberar endorfinas. A
riesgo de que me llamen conspiranoica, me planto en tierra poco firme para enrostrarle
a la Medicina: discrepo.
Lo subrayo con un pico de estrés y el cuello
hecho una ruina, agarrada a un flotador colorinche que me hace envidiar modelos
pretéritos; “mucho más discretos que estas variantes modernas”, pienso, y
recuerdo haber leído hace un tiempo sobre los que usaban soldados asirios para
cruzar ríos uno 860 años antes de la era cristiana, según lo demostraron
ciertos relieves encontrados en excavaciones, donde se los ve nadando,
agarrados a una suerte de piel de animal que inflaban soplando. “¿De estas
cosas sí te acordás?”, me recrimino. Y empiezo a repasar mentalmente cuánta
guita me queda en la cuenta corriente para sumar algunas clases bien desde
cero, de ser posible con profesora mitad psicóloga…
Todo sea por hacer méritos para que, el día de
pasado mañana, mi estela funeraria pueda incluir los preciosos versos de John
Keats: “Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en agua”. Aclarando que lejos
estoy de pretender emular a Esther Williams dictando clases a sirenas: me
alcanza y sobra con convertirme en una mojarrita y, con suerte y vientos
favorables, volver a ser un pejerrey.
![]() |
Relieve asirio |