María José Eyras: ¡Ay, madre mía!

Por Moira Soto

Crédito: Carlos Barral

“Nunca tuve una madre”, le escribió Emily Dickinson, con insuperable, elocuente laconismo a su amigo y mentor Thomas W. Higginson. “Supongo que es la persona a la que acudes cuando estás en problemas”. Tiempo después, cuando la hasta entonces distante Emily Norcross quedó paralítica, su hija la cuidó durante varios años y hubo acercamiento. Después de su muerte, Emily anotó en un poema (numero 1603): “Todo es borroso sin nuestra desaparecida madre -quien alcanzó en dulzura lo que perdió en fuerza-…”.

“No hay indiferencia o crueldad más difícil de superar que la indiferencia o crueldad de nuestra madre”, dice la poeta e intelectual feminista Adrienne Rich en su imprescindible ensayo Nacida de mujer (1976), donde también subraya “el miedo de la hija a convertirse en su propia madre”. A su vez, casi tres décadas más tarde, comentaba el director Wayne Wang, a propósito de su hermosa película El club de la buena estrella -adaptación de la novela de Amy Tan-, sobre identificaciones y rechazos, choques y aproximaciones familiares entre mujeres chinas de distintas generaciones en los Estados Unidos: “Toda hija sueña con merecer el afecto, la comprensión y la valoración de su madre”.

Amén de alimentar argumentos de incontables films y piezas de teatro, las intrincadas relaciones entre madres e hijas han dado pie a mucha literatura de ficción, autobiográfica, ensayística. Casi siempre desde el punto de vista de las descendientes directas. En el sitio francés Babelio figuran en el rubro Rélations Mere-Fille, ¡785! obras impresas entre tratados, novelas, textos humorísticos, autoayuda, confesiones autobiográficas de diverso origen… Sin ánimo tan abarcador, vaya un par de nombres significativos de autoras como Irène Némirovsky (La enemiga, El baile) y Virginia Woolf (Al faro, La señora Dalloway) que ficcionaron la figura de sus propias madres, mientras que en fechas más cercanas Vivian Gornick fue en busca de una etapa pasada en un texto claramente autobiográfico de 1987 -publicado en castellano en 2017-: Apegos feroces, en el cual trata de descifrar con honestidad brutal ese “estrecho túnel íntimo, apasionado y alienante” de amor y odio que unió a su madre. Entre tantas tensiones maternofiliales, Colette nos conforta hasta ahí al describir el vínculo amoroso que la ligó a su progenitora, “personaje principal de mi vida” (“el mundo entero es un teatro”, diría Shakespeare a través del melanco Jacques en Como les guste). La escritora, actriz y periodista le dedicó su novela Sido, dándole una dimensión mítica, idealizando un lazo un tanto asfixiante del que Colette zafó al casarse muy joven con Willy.


El secreto inabordable

María José Eyras (Buenos Aires, 1961), que ya había publicado La Maternidad sin máscaras (Planeta, 2008), sobre el tironeo entre el ejercicio de la maternidad y la realización personal mediante un trabajo (rentado), ahora la emprende con su propia madre en cuyo alrededor giran personajes todos secundarios (supporting roles, dirían en una entrega de Oscar) sujetos a sus designios: su padre, los hermanos de la escritora, sus hijos, su marido, una empleada doméstica… Desde una mirada distanciada, asordinadamente irónica, de hija desencantada que en la madurez hace cuentas, suma y resta y descubre -no sin un dolor en prospectiva- que su madre no le ha dado besos, no la ha abrazado: “Como siempre fue así conmigo, yo no me daba cuenta”. Y una vez que la hija intenta abrazarla, ella casi se desmaya, la frena. Pero no es exactamente desamor sino más bien alguna especia de bloqueo, de pudor paralizante que no le permite dejar emerger sus sentimientos, poder darles cauce. Porque alguna vez, cuando la ahora escritora y arquitecta era niña y tenía la boca llagada, esa madre -a la que nunca llama mamá, salvo en algunos diálogos- le alcanza un plato de sémola con leche y queso, comida blanca y tibia, su hija advierte una actitud dulcificada. Eyras hace zoom sobre esa imagen que atesora porque quizás es la única amorosa de la que tenga memoria…

Minuciosamente, sinceramente M.J.E. va anotando en Mi madre y las cosas (Paradiso) las evidencias del amor de su madre por las cosas que acumula, reclamando algo de vuelta aunque lo haya regalado; y decidiendo sin consulta previa -por ejemplo- sobre el empapelado del cuarto de la niña que vuelve de sus vacaciones en Dolores con la abuela, para toparse con las paredes de su dormitorio “ametralladas” de flores ordenadas en hileras rígidas, de colores fríos. A la chica le habría gustado una habitación en tonos rosados y verdes, se siente vulnerada. Su madre ha decido por ella y enumera las ventajas del papel-lavable, de calidad alemana.

Porque esa mujer que impone sus gustos ama las cosas hasta la obsesión, ciertamente, pero limpias y ordenadas. Así en el placar, la pila de suéteres lavados, embolsados, apilados por color para usar, cada uno, una vez al año. Todo rigurosamente en su lugar. ¿Cuándo ordena mi madre?, se pregunta la hija al abrir en cualquier momento la puerta de un placar, un cajón, la alacena y ver su interior tan impecable.

María José Eyras pone con acierto su libro bajo la advocación de versos de Cristina Peri Rossi: “Lacrada./ Cerrada para mí como un secreto,/  como la ostra de filosos labios/ que me hiriera los dedos la cara las manos la voz/ el pensamiento y los sueños”. Y de Eugenia Almeida: “Buscar detalles como motivo de supervivencia./ De rescate. Fijarse en eso./ Da vuelta las piedras pequeñas”. Esta elección suena más que certera, se diría que la poesía de dos grandes revela lo que la prosa sugiere. Cerrada como un secreto hiriente cerrado sobre sí mismo, que la hija no termina de develar porque está sellado. Pero sí puede sumar pistas, ir levantando piedras pequeñas. Encontrar -aparte de las huellas de la presencia dominante de su madre- los muñequitos de los chocolatines Jack, la Enciclopedia de la Juventud, la bolsita al crochet que le da su madre para tenerla a manos para su primera menstruación, el bikini que pone en evidencia que su madre ha engordado, las fotos…

Con una escritura despojada, con un estilo cristalino, María José Eyras va construyendo este relato cabalmente confesional, a veces con toques inclementes pero sin parecer dispuesta a ajustar cuentas sino, más bien, tratando de acercarse al enigma que para ella representa su madre. Y para arrimarse, se aleja, la observa como a un objeto de estudio. De alguna manera la acepta o, al menos, no se hace ilusiones de cambio, sabe que no sirve de nada discutir sus principios de propiedad privada extendida, de orden absoluto, de higiene implacable. Como una hábil editora fílmica, deja fluir saltos temporales que intercala con naturalidad. En algún momento nos enteramos de que tiene clarísimo que no quiere ser como ella con sus hijos: una conclusión liberadora. Hasta le encuentra sentido a las agarraderas que su madre fabrica en serie con el primer retazo que se le cruza. Y también puede prever la hija cómo será esa comida de Nochebuena orquestada ya sabemos por quién, cena a la que nadie de la familia considera la posibilidad de resistir y que figura en el capítulo V, Las guirnaldas, que se ofrece a continuación.

*

Un mes antes de Navidad, mi madre anuncia: Ya empecé a preparar la cena del 24, cocino y voy poniendo en el frízer. Además, compré unas guirnaldas importadas, con luces de colores, para renovar la decoración.

¿Y las otras, las de papel plegado de siempre? le pregunto. Llevátelas vos, si querés, dice. Y sigue: Pedro va a venir, él para las Navidades viene, Elías también, este año no se reúnen en lo de su suegra, y va a estar la nena, que es una alegría. También me confirmaron los de Balcarce, vamos a ser muchos.

La Nochebuena en casa de mi madre es una tradición que sostiene con firmeza, en su estilo ya firme por definición. Exige la presencia de nosotros tres y de nuestras familias completas y abre el juego a quien quiera acercarse. Vendrán mi prima de Dolores y otros primos más, no sé cuántos. Le ofrezco ayuda, puedo organizar el almuerzo del 25, por ejemplo.

Bárbaro, me das una gran mano si lo hacés vos, así nos dividimos y vienen los que no puedan el 24. Yo te llevo lo que quede de la cena.          Mi padre le ceba mate, ella lo sostiene y se queda pensando. 

No es micrófono, vieja, le dice.

Mi madre ni se inmuta. Sigue con sus elucubraciones en voz alta: También vamos a tener pan dulce y cositas de Navidad, porque me van a traer nueces y turrones, y yo ya había comprado un montón, ah, y los de Dolores traen un lechón adobado.

¿Traen un lechón? ¡Qué bueno! vamos a comer lechón como en los buenos tiempos.  

Sí, hasta eso traen.

El 24, invariablemente, cita a las diez. Son apenas dos horas hasta las doce. La reunión pasa demasiado rápido. Añoro la percepción ancha y venturosa del tiempo en la infancia, cuando no estaba pendiente de fechas ni de la fugacidad de la vida. Mi madre, en cambio, es una tromba. A cada rato se acerca a preguntarme si me parece que levantemos los platos, si servimos ya el postre. Como si fuera apurar un trámite.  

Nos recibe arreglada y nerviosa. La casa reluce, la mesa puesta, el árbol armado y la nueva guirnalda encendida. Mi madre va a la cocina. Me hace leer la lista de platos preparados, a ver qué falta o si olvidó algún detalle. La ayudo a armar las paneras, ponemos las últimas bandejas encima del piano. Van llegando los comensales. Todos elogian la nueva decoración. Cuando terminan de llegar, con una risita forzada, ella da las órdenes: Buffet froid, cada uno se sirve lo suyo.  Los jóvenes pueden ubicarse en la mesa ratona. Nosotros, los mayores, nos sentamos acá. Ahí están los cubiertos. Y dirigiéndose a mí: ¿te parece bien? Me consulta pequeñas decisiones como esa, la manera de distribuir la vajilla o de ubicar algún mueble.

¿Te gusta el decorado? me pregunta.

Más o menos, mamá, le digo.

Sobre la tapa del piano, cubierta por un mantel, están exhibidas todas las fuentes. Las rodeamos, hambrientos, le damos la vuelta dispuestos a hacerle el honor a las comidas de mi madre.  Enseguida nos acomodamos medio amontonados, los más jóvenes alrededor de la mesa ratona, los mayores en la principal. A pesar de que ella misma sugirió esta disposición, grita medio enojada: ¡Discriminan a los viejos, nos dejan solos!

Cada uno ha elegido lo que prefiere. Charlando, poniéndonos al día con la vida de algún pariente, damos cuenta de ese plato surtido de manjares navideños, peregrinamos para volver a servirnos una o dos veces más, disfrutamos del postre.

A las doce menos cuarto, en el centro de la mesa, la bandeja de pan dulce, almendras con chocolate, higos y frutos secos. Mi madre y yo coincidimos: si bien el budín inglés se parece al que hacía la abuela, la receta es la misma, le falta. Imposible recrear aquel sabor. El viejo reloj de pie, antes ubicado en el comedor grande de su casa de Dolores, da las doce. Alzamos la copa. Abrazos. Sonrisas. Cierro los ojos. Trato de estar allí. Debe haber un pasaje entre ese segundo y el siguiente, una entrada a ese día señalado hace siglos. Ha de existir alguna razón que se nos escapa, rehúye el vértigo contemporáneo y sin embargo nos alcanza. Los abro, estoy del otro lado de ese segundo. Atisbo la nostalgia en los ojos perdidos de mi padre recordando a sus muertos. Lo sigo al balcón. Petardos, fuegos artificiales. No quiero perderme ningún número del circo de chispas crepitando en la negrura.

Todos salen. Mi madre, no; sigue trajinando, acomoda, lleva copas y platos a la cocina.   

Me gustaría prolongar el instante en el balcón, quedarme afuera ensoñando, mirando el bostezo largo de Buenos Aires. Pero la fiesta se desvanece.

Le digo a mi padre: las guirnaldas nuevas, son feas, chillonas, ¿no?

A mí me gustan. Y a tu mamá también.

Nos interrumpe mi madre trayendo el café.

Son lindas, dice.  

Y bastante caras, agrega ella.

Al día siguiente, algunos vienen a mi casa. Cuento con las sobras que traerá mi madre.  Mi sencillo menú, a falta de piano, está sobre el aparador. Acomodé las viejas guirnaldas, rodeándolo, como único adorno navideño. La charla se prolonga, las familias nos sentimos cómodas, tenemos códigos comunes, los días en el campo, Dolores, levantamos la mesa, lavamos los platos, alguien propone poner agua para el mate. Mi madre mira las guirnaldas de papel, resopla y dice:

Suerte que las pusiste ahí, medio bajas, no se nota que son tan viejas. ¡Y tan feas!

*

María José Eyras coordina talleres de lectura en los que se cruzan ficciones con ensayo, incluyendo la perspectiva de género.

Más informes en Instagram, @mariajoseeyras; o por mail a talleresmjeyras@gmail.com.