Manuela

Por Stella Galazzi


La negra de las botas: así la nombraban en el barrio a Manuela, una muchacha alta de pelo renegrido que cuando lo soltaba le llegaba a la cintura.

Ella vivía en una pieza que servía de cocina comedor y dormitorio, con una entrada donde habían plantado un jazmín; contra el alambrado, unas macetas de cemento con malvones y en el fondo un terreno pequeño con un baño de chapas, sobre el pozo ciego. Era la cuarta casa de un largo pasillo que daba a una calle de tierra.

Allí vivían esta muchacha, su madre siempre enferma, que nunca se dejaba ver, y dos medio hermanos bastante menores, flacos y rubios. No había padre, la única que traía el sustento a la casa era ella que trabajaba haciendo trámites para la gente del barrio; llevaba cartas al correo, pagaba impuestos en la municipalidad y hasta viajó alguna vez a la Capital para traer un paquete o pedir un turno en un hospital. Además, ponía inyecciones y medía la presión, habilidades que había aprendido para atender a su madre, y que luego empezó a practicar con los vecinos.

La negra de las botas: así le bajaban el precio las chicas de la cuadra. Manuela acaparaba todas las miradas, no por las botas de goma que era el único calzado que tenía, sino por su andar desafiante, orgulloso que sumaba valor a un cuerpo bien torneado y a una cara armoniosa donde ardían sus grandes ojos negros.

Empezó a rondar el barrio un pituco con zapatos de charol de puntera trabajada con punzón y taquito un poco alto, siempre con distinto saco, pelo aplastado a la gomina y unos bigotitos como ve corta invertida. A veces, un pañuelo al cuello. Se paraba un rato en la esquina a la hora de la siesta, momento en que las chicas de la cuadra permanecían pegadas a las ventanas, asomadas en los zaguanes o metidas entre las plantas de los jardines delanteros, todas espiando al galán, única distracción novedosa en el barrio donde todos se conocían.

Hombres trajeados de este modo solo podían verlos cuando los domingos salían al centro a dar la vuelta del perro. Pero nunca por el barrio, salvo cuando aparecían los inspectores visitando los negocios, pero para ellas eran viejos; o los funebreros de negro que venían a llevarse un muerto. Las chicas ni los miraban, como si estos cuerpos pudieran trasmitir la muerte de tanto frecuentarla.

La cuestión es que ese pituco se aparecía todas las tardes, caminaba un poco por la cuadra y se paraba en la esquina. Las chicas empezaron a deambular a la hora de la siesta, se las arreglaban para salir con cualquier pretexto: llevarle algo a una vecina, medirse la blusa en la modista, ir a buscar a un hermanito a la escuela. De esta forma, lo estudiaban más de cerca, pero él ni las miraba. Entre todas armaban al muñeco cuando se juntaban en alguna casa o al asistir a misa los domingos. Le calculaban menos de treinta, con plata porque la ropa era buena empezando por las impecables camisas. Preciosos ojos color miel, pelo castaño claro, reloj de oro, broche en el pañuelo y siempre oliendo a un perfume que las tenía mareadas.

Una tarde vieron salir a “la negra de las botas”, como la llamaban siempre. Con el bolso de los aparatos para medir la presión colgado del brazo, un vestido ajustado en la cintura y amplio en el ruedo, amarillo suave con ramitos de flores de colores, un estampado que les pareció provocativo, o acaso lo que les llamaba la atención era el cruce del escote que destacaba el pecho generoso de Manuela. El cabello, recogido como casi siempre.

Cada una la ve pasar y la pierde de vista. Al llegar a la esquina, el pituco la detiene y le pregunta algo, Juana que es la que lo puede observar bien porque justo vive ahí, en la vereda de enfrente, y dispone de una ventana desde la que se ve todo, deduce que Manuela le explica que va a trabajar porque le señala el bolso. Él la toma del codo y ella se aparta, como si le hubiera dado un golpe de electricidad, él parece disculparse y después de inclinar el cuerpo a modo de saludo se va. Manuela se queda un momento detenida mirando el piso y después dobla la esquina en sentido contrario al que ha tomado el pituco.

Juana pasa por lo de sus amigas y queda con ellas en juntarse después de la cena en el fondo de su casa a tomar unos mates y compartir las novedades. No ve la hora de describir cómo el susodicho le tocó el codo a Manuela y la reverencia con la que se despidió.

De ahí en más, salvo los fines de semana aparece el tipo en la esquina sin hacer nada ni mirar a nadie, pero parando a Manuela cuando se la cruza. Al principio coincidían cada tanto, pero aparentemente Manuela le fue tomando confianza y acaso empezó a gustarle el joven, porque comenzó a salir casi todos los días y se quedaban charlando un buen rato.

Las vecinas morían por saber algo más, pero ninguna le hablaba a Manuela porque sus madres les habían prohibido juntarse con esa familia sin un padre. Cada una de las chicas, entonces, compartía lo que podía ver. Juana, por su lado, estiraba los detalles del encuentro y la despedida, abusando de su poder de espectadora privilegiada.

Un día, Juana, que no se perdía ningún encuentro porque esta relación entre ellos superaba cualquier novela de la tarde, ve que el platudo estaciona un auto a la vuelta de la esquina. Un auto grande, negro. Se baja y camina unos veinte metros hacia la casa de Manuela, espera un rato, ella aparece y él empieza a caminar a su lado acompañándola. Cuando llegan al auto, la puerta se abre desde adentro, el tipo la sujeta del brazo, ella forcejea y grita girando la cabeza hacia la ventana de Juana. Él le tuerce el brazo sobre la espalda y la empuja hacia adentro. El auto arranca y se aleja.

Juana siente que se le corta la respiración, le caen lagrimones por las mejillas. Se aparta de la ventana y se encierra en el baño. Cuando logra reponerse, un torrente de preguntas y dudas la asaltan. Y ahora qué hago, por qué había otros en el auto, si digo lo que vi debería salir de testigo para la policía -y tengo prohibido hablar con esa familia-, quién podría asegurarme que la negra de las botas no se fue por propia voluntad... Se había soltado el pelo, tal vez prometió algo que después no se animó a hacer, o ya había cobrado plata y ahora no quería hacer el trabajo -con lo necesitada que está esa familia-, ese tipo no va a venir a llevarse a esta cualquiera cuando debe frecuentar a unas chicas hermosas de su clase... Y si la mata o la obliga a hacer algo horrible...

Finalmente, Juana decidió callarse. Les dijo a las amigas que justo ese día estaba con fiebre y se había quedado dormida recostada, cosa que verdaderamente hizo cuando volvió del baño. Así la encontró la madre, hecha un nudo debajo de las sábanas. Le preparó un té y al día siguiente, la dejó faltar al colegio porque tenía unas líneas de fiebre.

Pasaron dos días. Por las ventanas, las chicas ven a los hermanos rubios llamando en todas las casas. En la de Juana, la madre los atiende y les da charla porque quiere enterarse de los detalles - que anoche no volvió la hermana, que la madre empeoró y llora todo el tiempo, que seguro le pasó algo porque Manuela (y desde ahí en el barrio empiezan a llamarla por el nombre) no es de irse sin avisar. Que si saben algo les avisen. Pero nadie nunca avisó nada.

Al año siguiente, muere la madre de Manuela. El mayor de los rubios, Bautista, termina la escuela y comienza a trabajar en el aserradero de la vuelta, y el hermano menor sigue pero en la escuela nocturna y hace mandados para la gente del barrio que atendía Manuela. Por él se van enterando que de la hermana nada se sabe. El más chico cree que se cansó de ellos y se fue. Cuenta que cuando dice eso, Bautista se enfurece porque para él se la llevaron y afirma que algún día la va a encontrar.

Bautista está convencido de que se robaron a su hermana, pero cuando fue a la policía, se le rieron. “Seguro se calentó con alguno, nene, ya va a volver”, “¿No estaba en algo raro tu hermanita?”, o “Y vos mocoso, ¿no andarás pegando carteles o espiando para los zurdos?”. Bautista entiende que ahí no tiene sentido insistir. Del pituco nunca se enteró porque a la hora en la que aparecía ambos hermanos estaban en la escuela, y Manuela nunca les había hablado de ningún novio, aunque él la veía pararse ante el espejo y depilarse las cejas, ponerse un huevo batido -con lo que costaban- para que le brillara el pelo, remojarse las uñas en aceite tibio, y ponerse un cinturón ajustado. Bautista no entendía por qué él odiaba tanto ese cinturón. Sin duda, alguno la rondaba y se la llevó a la fuerza.

Cuando cumplió 17, los amigos del aserradero, todos casados y con más de treinta años, lo llevaron a un prostíbulo. Todos alborotados esa semana porque tenían la excusa y la oportunidad para ir de putas con el pretexto de acompañarlo. Comentaban entre risas: “Y, viste como es... Te tomás una cerveza, después una ginebra y cuando querés acordarte, te encontrás desparramado en una cama con una vaga al lado.”

Bautista odiaba esa costumbre, sabía que varios de sus amigos habían pasado por ese bautismo empujados por padres o tíos, pero pensaba que a él nunca le iba a tocar. Por otra parte, él ya había debutado con la Juana en el bosquecito al lado del río un domingo, cuando ella se rateó de la misa. Pero no lo dijo para no aguarle la fiesta a sus compañeros, y allá fue. Al ver a las chicas moverse como sonámbulas con esa sonrisa dibujada y la mirada vacía, se le ocurrió, de pronto, que tal vez su hermana... Porque si no estaba en ningún hospital y no había aparecido muerta, debían tenerla incomunicada, o eran los milicos y por ese lado nada podía averiguar. O la tenían encerrada en un sitio parecido a este donde está él ahora... Y comienza a odiarse por no haberlo pensado antes.

Por ese tiempo, la Juana que estaba metejoneada con Bautista y que ya se imaginaba casada con él y con una parejita de nene y nena rubios llamándola mamá, no aguantó seguir guardando el secreto y le contó lo del pituco, mintiendo que la madre la había amenazado para que no hablara y justificándose con que ella era chica y había tenido miedo.

Desde ese día Bautista no la miró más, y comenzó un largo camino de búsquedas, visitas a burdeles y quién sabe qué más.

Una noche en el barrio vieron a Bautista bajar de un auto tapando con una manta a una mujer de pelo oscuro, descalza y con un par de zapatos dorados con taco aguja colgando de la mano. Poco tiempo después, se escuchó una sirena y la gente del barrio vio cómo unos policías se llevan a Bautista esposado y antes de meterlo al auto, le daban una trompada en el estómago.

Por el más chico se van enterando de lo sucedido: que Bautista la encontró en otra ciudad; que la tenían confinada; que cuando su hermano se la llevaba, el pituco sacó un arma pero que Bautista llevaba escondida un hacha de mango corto del aserradero y se la hundió en el pecho; que el joven no había ido solo pero que cuando buscó a sus acompañantes, ya estaban lejos; que finalmente el pituco se desangró; que a Bautista le dieron 5 años de cárcel; que otras chicas fueron rescatadas y cerraron el local; que cuando lo va a visitar a la cárcel lo ve mal porque los guardias lo castigan. Que Manuela no quiere salir y que colgó los zapatos dorados en el jazmín con la esperanza de que cuando se pudran por el sol y la lluvia, su alma se sanará.