El amor, las mujeres y la muerte en Juan Carlos Onetti

Por Reina Roffé

Los lentes de Juan Carlos Onetti sobre una novela policial, expuestos en el Centro Cultural de España, en Montevideo. Crédito Iván Franco (archivo, marzo 2005) 

El 30 de mayo de 1994 fallecía Juan Carlos Onetti en Madrid, donde vivió casi veinte años. Circunstancias acaecidas durante los tremendos años setenta en el Cono Sur -dictaduras, persecuciones, encarcelamientos, muertes, golpes emocionales que difícilmente se superan- hicieron que tuviera que marcharse de su país natal, Uruguay, y alejarse de la Argentina, donde residió en varias épocas de su vida. Pese a que nada fue lo mismo, el autor continuó escribiendo desde su exilio europeo y cosechando importantes reconocimientos, como el Premio Cervantes en 1980, máximo galardón que otorga España, y el Gran Premio Nacional de Literatura de Uruguay en 1985. A 29 años de su deceso, Onetti se hace presente en nuestra literatura, con sus temáticas cargadas de actualidad.

Placa conmemorativa en Madrid

Toda la obra de Onetti, como señalara Antonio Muñoz Molina, pertenece “a un mismo espacio imaginario”. Sus relatos ponen en escena un mundo estrictamente onettiano cargado de esa atmósfera densa que da textura y unidad a sus historias creadas a lo largo de cincuenta años. Desde su primer cuento, “Avenida de Mayo-Diagonal Norte-Avenida de Mayo”, que publicó el diario La Prensa de Buenos Aires, el 1 de enero de 1933, hasta los últimos que escribió en 1993 -“Ella” y “La araucaria”-, denotan la construcción de una escritura que se abstiene del exhibicionismo experimental y opta por alimentarse de imágenes, memorias y sentimientos extremos mediatizados por un lenguaje de economía verbal que, no obstante, se prodiga sin prisa en aquellos tramos donde se perfilan los laberintos de la condición humana.

En sus novelas como en los cuentos, la temática onettiana oscila entre el amor desesperanzado y la pasión que no alcanza para que dos sean uno; entre el vértigo de los cuerpos que son receptáculo del tiempo y sus heridas, y el esfuerzo inútil por sobreponerse al hastío y la derrota. Con matices y variaciones que apuntan a profundizar o a encarar desde otras circunstancias y perspectivas el desgarramiento de los personajes, lo que subyace en cada una de las historias gira en torno a una misma obsesión: cómo cargar de significado el curso de una vida cuando el amor desciende al odio y la venganza; cuando la enfermedad, el vicio, el crimen y la traición acechan de manera sostenida; cuando la idea de salvación -frente a la ausencia de fe- se convierte en una quimera que la realidad corrompe y destruye.


Más jóvenes, o más viejos, los personajes de sus novelas aparecen en sus cuentos. Sospechamos, además, una geografía similar, y su mítica, novelesca ciudad de Santa María como fondo en muchos de ellos. Las mismas playas, la misma desolación de cuartos sórdidos y arrabales tendenciosos, las mismas mujeres que pueblan las riberas de Dejemos hablar al viento están en relatos como “Montaigne”, y otras, que podríamos llamar “perversas”, regresan y se instalan en “El infierno tan temido”; aquellos que practican la autodestrucción también parecen transitar por las páginas de “Luna llena”. La muerte, tan presente en su última novela Cuando ya no importe, y la vejez amenazaban, con distintas máscaras, desde uno de sus mejores cuentos: “Un sueño realizado”.

La violencia en la que siempre se debaten sus protagonistas -asesinato, idea de suicidio- emerge, en ocasiones, como fruto de una venganza contra la suma de malentendidos en los que se ven envueltos. En otras, como valores opuestos a los aceptados y aplaudidos por una sociedad que es el origen de todas las degradaciones. Sin embargo, de los hechos más aberrantes, de los escenarios más clandestinos, de los sentimientos más oblicuos, surge un fondo de pureza constituido por la ética personal basada en el compromiso que cada persona asume al dar su palabra. No se trata de una raíz moral, de la que algunos críticos hablan, sino de otra moral, hoy desprestigiada, en la que el honor, el coraje o la lealtad dan consistencia y entidad incluso al peor de los mortales. Aunque negada, la salvación asoma por este lado y la acompaña una cuota de piedad ante la obstinación que cada uno pone en vivir, aun conociendo el inexcusable final.

Onetti creía que el ser humano estaba condenado de antemano al fracaso, porque el final siempre es el mismo para todos: la muerte. Quizá por eso sus personajes masculinos -Linaceros, Brausen, Díaz Grey, Larsen, Medina y Petrus- encarnan una existencia de nómadas que buscan sobreponerse al descalabro y la pérdida. Aunque no lo consiguen, hay algo que los justifica. La aventura de una vida -decía Onetti- se halla “en los caminos que conducen hasta ese final” y eso es “lo único que diferencia a un hombre de otro hombre”.


Las mujeres, en cambio, recorren su obra como “bichos de otro mundo”. En sus novelas abundan las adolescentes, jovencitas indomesticadas y anticonvencionales -la Elvirita de Cuando ya no importe es paradigma de todas- que son proyecciones del deseo masculino de capturar cierta inocencia que se marchita pronto. A éstas se suman las prostitutas que acompañan las confrontaciones con la nada que padecen ellos; las féminas ambiguas de Dejemos hablar al viento y de algunos relatos como “Montaigne”; las mujercitas perversas de “El infierno tan temido”, segregadas de los varones y en disposición para completarlos y destruirlos; las sumisas como Eufrasia, en su última novela, que consiente se le tape la cara -“que había sufrido mucho y era mejor no mirarla”- con una bolsa de arpillera durante el encuentro sexual; las maduras menopáusicas, como en “Luna llena”, cuya única salida parece ser la autodestrucción.

En general, el camino de ellas es mucho más llano. Están digitadas o hechas para matizar o sostener la indolencia y el escepticismo de los hombres. Resulta evidente que unos y otras ocupan diferentes planos y producen tensiones distintas, pero tienen en común su destino último. Les iguala el miedo. Miedo al desamor, a la declinación física y al que concita, en especial, el más infranqueable de los misterios, del que nada se sabe y del que nadie se evade. Tal vez la misma clase de miedo que le permitió a Onetti urdir sus historias y construir una voz para trascender el olvido y burlar al fracaso.

Títulos memorables como El pozo, El astillero, Juntacadáveres y Dejemos hablar al viento podrían considerarse libros clave de la narrativa uruguaya. De hecho, no se puede hablar de literatura rioplatense sin hacer referencia a la importancia que alcanzó la obra de este autor, el más destacado de la Generación de 1945 y uno de los escritores de mayor gravitación en lengua castellana.


En El pozo (1939), simiente de toda su obra, Onetti esboza en Eladio Linacero la esencia de sus futuros protagonistas. Hombres encerrados en las minucias de su propio yo, que intentan sin éxito contener la náusea que les produce el viraje ineludible hacia el infierno. Luego, con La vida breve (1950), y al inaugurar la saga de Santa María, centro mítico anterior a Comala de Rulfo y Macondo de García Márquez, los personajes se trasladarán de una historia a otra, recorrerán las mismas calles tras un respiradero que los aleje del abismo. El absurdo y la idea del viaje como búsqueda de un lugar propicio y una identidad verdadera mudan de una novela a otra.

Inmersos en la desidia, Díaz Grey, Brausen, Barrientos, el viejo Petrus, Medina y sus amantes ven cómo se consumen recuerdos y sueños. Han nacido, como dice Carr, el narrador de Cuando ya no importe, para ser “fracasados irremisibles”. La muerte, siempre anunciada en Onetti, se convierte aquí en protagonista. Carr es la reencarnación del espíritu de muchos de sus personajes anteriores, individuos atrapados en una trama perpetua de incomunicación, vacío e ilegalidad. Ni siquiera ciertas prebendas temporales, ese milagro que va y viene constituido por el amor o simplemente el acto sexual, podrán distraerlo o compensarlo, aliviar el peso de esa conciencia -que en Carr es serena- de que el final está próximo. Por eso, esta obra, su “testamento literario”, es posiblemente la más perfecta, epítome singular de una trayectoria inmensa.