Volver a las aulas o por qué diablos ponerse a estudiar a los 50

Por Florencia Bendersky

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Queridas lectoras y lectores, seguramente andaban ustedes por ahí preguntándose por qué no encontraban, en las últimas ediciones, mis lúdicos aguafuertes entre las tantas notas damisélicas. La respuesta va cortita y al pie: resulta que estaba estudiando. Tal como lo leen. ¿Me equivoco si adivino sonrisitas indulgentes en sus labios?

Imagino que, por mi poco académica escritura y mi relativa sintaxis, quienes solían leerme habrán pensado que yo era una joven veinteañera que se encontraba terminando su carrera de grado en alguna exótica universidad de las Islas Baleares. Pero no.

En modo confesional les aviso que soy una señora hecha (aunque no derecha) que ha pasado, en un suspiro, a los 50 pirulos. Y, más allá de que no estemos de acuerdo con esta nomenclatura de las edades, algo del tiempo de vida transcurrido hace que el rol de estudiante resulte ajeno a la -horripilante expresión- franja etaria en la que he ingresado. En fin, que como diría mi abuela (que pensaba que una damisela de más de medio siglo estaba fuera de todos los concursos), a la vejez viruela se me ocurrió volver a la escuela.

Siempre he admirado a las personas que, en la típica nota periodística de color, aparecen declarando que a los 97 años habían logrado terminar la carrera de abogacía -o la que fuere- y se muestran rodeados de un montón de jóvenes que los alientan de la boca para afuera. Pero que, maliciosamente, sospecho que los están catalogando como una rara avis histórica, sobre la que es probable que comentaran por detrás, por ejemplo: “Este viejo o vieja que tanto pregunta sobre algunos temas del manejo de computadora o que llena el chat de grupo con emojis que acaba de descubrir, ¿por qué cuernos se mete a estudiar algo que solo va a poder ejercer si San Pedro tiene un litigio entre el Viejo y el Nuevo Testamento?” (Dicho esto barruntando que los imberbes del caso son bastante iletrados en saberes bíblicos, y sería raro que supieran distinguir entre los dos Testamentos...).

Lejos de entender el estudio como lo hacía Cané en Juvenilia (formateando un grupo de machirulos reprimidos y elitistas), debo informarles que mi educación de infancia, adolescencia y juventud no fue precisamente un camino de rosas.

Mi madre y mi padre me escolarizaron a los 3 años. Iba a una guardería del barrio de Congreso, donde pasaba buena parte del día, aclaro que con desayuno, almuerzo y merienda incluidos. Entraba por la mañana llorando, y me iba (mi mamá afirmaría que sucedió solo una vez) a las siete de la tarde. Me acuerdo aún del peculiar olor a sopa que brotaba de las paredes, el color de las mesitas y las sillitas,  incluso tengo memoria del robo ocasional de algún chupete. Porque yo había tirado el mío por la ventana del noveno piso de mi casa, sin ayuda de Carlitos Balá: según cuenta mi madre, tuve ese gesto de arrojo porque ella me dijo que a otro niño, cuyo nombre no recuerdo, no le gustaban las nenas con chupete. Al final, comparando con Juvenilia, lo mío era, en otro sentido, bastante malo. Luego vinieron dos años de jardín y a continuación la primaria en dos colegios; por mudanza, claro. Siempre doble turno. En cuarto grado de primaria, me llevé matemática, asignatura que con los años me acompañaría como nave insignia previa, también en la secundaria. Contra toda lógica previsible, llegué a quinto
año en tiempo y forma. Pero, inexorablemente, tardé muchísimo en rendir esa matemática que me quedaba suspendida, como un recordatorio de factura impaga. Pasé con apresurada brevedad  por la carrera de derecho para entrar lo más pronto posible a estudiar teatro, que era el lugar donde quería estar, trabajar...  A los 31, me inscribí en la carrera de dirección escénica (en esa época se llamaba régisseur; ahora, al menos puede decirse régisseuse) en el Teatro Colón. Para poder ingresar, primero concursé antecedentes (solo laborales) y luego rendí dos exámenes, uno de puesta y otro de música. Aprobé el segundo, porque me fue muy bien en el primero.

Cuando estaba comenzando el tercer año, decidí ser madre, decisión que mi hijo acompañaría con entusiasmo, pero la carrera de régie en el Primer Coliseo, no.

Me detengo aquí para hacer una llamada de atención sobre las mujeres gestantes que deseamos maternar, y la forma en que este emprendimiento suele ser un escollo para la formación académica. La verdad sea dicha, es lo suficientemente difícil sobrevivir la escolarización de un hijo, como para sumarle encima el intento de sobrevivir a la propia. A mí, por lo menos, me costó un Perú (quitarle a esta expresión todo contenido colonialista, dejarle lo metafórico) y no pude hasta ahora -mi vástago ya cuenta 17-  retomar la formalidad del estudio.

Este año no encaré una carrera de grado, sino una maestría en gestión de la cultura (una especialización que vengo tratando de hacer desde que tiré el chupete por la ventana). Volví a concursar antecedentes que, por fortuna, careciendo de la famosa carrera de grado, fueron suficientes para permitirme ingresar a una prestigiosa universidad.

Ya estoy cursando el segundo bimestre y les puedo garantizar que la travesía me resulta apasionante y agotadora en igual proporción. Es muy divertido remontar lo social del estudio, volver a armar grupos y ponerme yo en el rol de alumna. Tengo dos compañeritos -como es natural, casi todos son bastante más jóvenes que yo- que cariñosamente me han puesto el mote de picante (traducción al uso actual: señora mayor que discute con X docente en clase porque no está de acuerdo con lo que la susodicha dice o plantea). Quienes me conocen en otros ámbitos, saben que estos niñatos no faltan a la verdad. Porque lo interesante de volver a estudiar en la extrema adultez es que ya no querés llevarle la manzana a la docente, ni pasar inadvertida cuando no sabés la lección, porque la edad te pone en paridad con la enseñante. Como ocurre con el psicoanálisis, este encuentro entre estudiante y maestro se da por transferencia; y en esa posible identificación, el aprendizaje es nutritivo y alimenta las dos partes. Jacques Rancière en el El maestro ignorante, libro de filosofía que, de hecho, tuve que
leer para una de mis nuevas materias, plantea este tema de forma muy interesante: “La igualdad no se da ni se reivindica, se practica, se verifica”. Conclusión sin rodeos: no es que yo sea tan picante, solo estoy verificando. Dicho esto sin quitarme el dichoso mote, bien ganado en otras áreas...

Lo que me queda por delante es arduo, pero tampoco se parece al mito de Sísifo: dos años de maestría, tesis y uno más para el doctorado. Y si todo marcha bien, terminaré de hacer esta maestría a los 53.
De manera que, querida lectora, querido lector, han de saber que es posible y hasta seguramente recomendable estudiar a cualquier edad algo que les guste mucho y les haya quedado pendiente, que los ilusione realmente, y desde luego, les parezca que están en condiciones generales de llevarlo a cabo. Argentina es un gran lugar para estudiar, ofrece educación gratuita y de calidad como en muy pocos países de América y del mundo. La edad puede ser algo meramente anecdótico. Eso sí, procuren ser desprejuiciados, y una vez cursando, amables y un cachito humildes para recibir respuestas propicias, dando por sentado que hay muchos saberes maravillosos en sus compañeras y compañeros, distintos de los nuestros. En todo caso, si alguno/a de ustedes se llega a poner picante, recuerde que sigue siendo el docente el que tiene la última palabra y pone la nota al final.

Ahora los dejo, porque me voy a picantear por ahí (sin alardear, eh).