Aventuras literarias de una cronista en Las Flores

Texto y fotos: Carla Leonardi


Todo viaje es una aventura, un deponer el pensamiento y dejar atrás lo conocido para abandonarse al encuentro con lo inesperado. Así, una tarde otoñal de principios de junio, abandoné el bullicio y el cemento de la ciudad de Buenos Aires para embarcar en una combi con destino a Las Flores, en pleno corazón de la pampa húmeda. La idea era ir tras los pasos de esa memorable pareja de escritores argentinos que fueron Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares.

Éramos ocho mujeres, amigas del taller de lectura de la escritora Silvia Hopenhayn; primera vez que un viaje nos reunía a todas juntas. Tras instalarnos, conocimos a Axel Díaz Maimone, responsable de la difusión de las plumas locales en el marco de la Secretaria de Educación del municipio, quien oficiaría como nuestro guía durante ese fin de semana en el campo y que enseguida me impresionó por su profundo conocimiento y dedicada pasión hacia la obra de estos autores.

Al día siguiente, partimos desde la austera terminal de ómnibus de la verdaderamente llamada El Carmen de Las Flores, desde su fundación en 1825 en tiempos de la gobernación de Juan Manuel de Rosas. Su nombre lo debe a las numerosas verbenas de color rojo que había en los márgenes del río. El nuevo rumbo es ahora Pardo, tierras de pampa a las que arribó el bisabuelo de Bioy en 1835, proveniente de la región de Bearn, cerca de los Pirineos franceses. Fue allí donde se instaló definitivamente el abuelo del escritor, Juan Bautista Bioy, para dedicarse a la ganadería. Pardo es un pueblo pequeño, pero con la visión del pionero descendiente del iluminismo que trae las ideas del progreso a la inhóspita y silvestre llanura pampeana. En el trayecto, se dan los primeros encuentros con las fuentes de inspiración literaria de la pareja Ocampo-Bioy: el cementerio donde el protagonista de La aventura de un fotógrafo en La Plata (Bioy, 1985) comienza a entrenar su mirada y el hilo de agua que forma el arroyo El gualicho, donde transcurren dos obras de Silvina Ocampo en las cuales despliega y torna ficción (a través de sus personajes niños) el don de la presencia que era característico de su escritura: La sibila y El vidente.


En Pardo, Juan Bautista es el prócer que recibe su homenaje en el nombre, respectivamente, de la escuela y de la calle principal. Se destaca la proveeduría y una hilera de construcciones donde se hospedaban especialistas en distintos oficios como el médico, el zapatero o el sastre. Las historias de estas épocas fundacionales signadas por la idea de prosperar y de poblar la zona son narradas con destreza literaria en uno de los tres volúmenes de las poco conocidas memorias del abogado Adolfo Bioy Domecq, padre del escritor, titulada Antes del 900 (1953).

Es harto sabido que en la estancia Rincón Viejo, propiedad de los Bioy, que cobijó en convivencia a la pareja literaria durante siete años, tuvo lugar la escritura de la que es quizá la mejor de las novelas de Adolfo: La invención de Morel (1940). Allí recibían las visitas de Borges y en ese lugar fue gestada entre los tres la Antología de la literatura fantástica. Lo menos difundido es que fue Silvina quien introdujo a ambos escritores en la literatura fantástica. Esta merecida reivindicación de la menor de las Ocampo que nos trae nuestro guía Axel, contrasta con el tímido homenaje que representa su nombre rodeado de un seto de flores en la plaza, que esperamos se visibilice mucho más en el festejo que se está preparando en el lugar para el 25 de julio, a 120 años de su nacimiento.


Otro acontecimiento inolvidable fue el frenesí que trajo el paso inesperado del tren de cargas, despertando la quietud de una estación de Pardo que otrora recibía diversas celebridades del campo de la cultura que visitaban a los Bioy-Ocampo. Hoy, esa estación, como ocurre en tantos otros pueblos, ha devenido un petrificado museo, donde los breves pero sentidos y poéticos textos de escritores contemporáneos que pasaron por allí y que tapizan sus paredes, intentan acercarse en algo a aquellos tiempos de esplendor. En un instante eterno, en el sosegado paisaje de hojas ocres y moradas, la irrupción de una luz y del clásico sonido del tren a lo lejos del húmedo y nostálgico paisaje otoñal, nos hizo salir al andén con vibrante alegría, y las hojas caídas se arremolinaron a su paso arrollador saludándolo cálidamente, tanto, tanto como lo hicimos nosotras.

De vuelta en Las Flores, la mañana fría nos recibe en plaza Mitre. Allí nos espera, vacío pero en pie, el banco donde Silvina se sentaba a leer y a escribir mientras aguardaba que Bioy volviera de sus diligencias. Desde allí se divisa a la izquierda el seto de los rosales, al frente la catedral y, al fondo, los rosáceos atardeceres que bellamente hizo perdurar en su poema El Carmen de Las Flores. Recorremos las mansas calles de una tarde de domingo y pasamos por la escuela normal cuya arquitectura es de influencia morisca; por la que fuera la vieja comisaria, donde la osada curandera del pueblo se enfrentaba a los policías para limitar los azotes que le daban a los presos; y por la que fuera la casa del doctor Rossi, cubierta hoy su fachada con carteles que rezan “En venta”, inspiración para Silvina del lugar donde transcurre su Autobiografía de Irene (1948).


La caminata vespertina nos lleva al jardín botánico, donde una flor de loto comienza a abrirse con fuerza vital entre el agua pantanosa y los irupés, y a la laguna del difunto Manuel, rebosante de biguás y flamencos. La naturaleza y la diversidad de la flora a cada paso nos hacen recordar que a Silvina le gustaban las flores; algo de eso se traduce en Árboles de Buenos Aires (1979), en coautoría con Aldo Sessa.

La amabilidad de los lugareños, siempre bien dispuestos, nos rescata del furioso aguacero nocturno, del desvalimiento entre las calles céntricas a veinte largas cuadras de nuestro hotel, cuando como despistadas habitantes de ciudad creemos que el transporte de remise funciona hasta un poco más entradas las horas. Un improvisado remisero local tuvo la osadía de que nos amucháramos siete mujeres en un auto de dimensiones medianas que, por una especie de efecto fantástico, pareció expandirse sin perder nunca la compostura, que caso contrario nos hubiera eyectado.


Y finalmente comparto la perla del que para mí fue el gran hallazgo de este periplo pampeano. Una iba tras los pasos de Silvina y Adolfo, pero la suerte quiso que Axel fuera íntimo amigo de la escritora Alicia Jurado, vecina de campo de los Bioy-Ocampo. Es para mí el encuentro con la sonoridad de un nombre de la literatura argenta que, siendo asidua lectora y participante de talleres literarios, nunca había escuchado. Escritora junto a Borges de Qué es el Budismo (1976) y su primera biógrafa; en sus cuentos narra historias protagonizadas por mujeres, grandes olvidadas de la literatura argentina que toma como escenario la vastedad del campo. Es decir, la joven que encuentra el primer amor en medio de un malón, la esposa que continúa haciendo dulces, la indígena que se ilusiona con un ascenso social al llegar a la estancia, son algunos de los personajes de su libro de cuentos Leguas de polvo y sueño (1965). En tiempos de rescate, relectura y puesta en valor de las escritoras de nuestro país, he aquí una humilde y virtuosa, en quien bien valdría que las editoriales y los lectores posaran su atención.

A cada paso del camino, edificios históricos, objetos y el paisaje mismo se van cargando de voces de antaño, de las historias reales y de las de ficción, que nos acompañaron como esos perros parejeros que se nos acercaban. Vuelvo a mi Ítaca con el murmullo de esas voces dentro de mí, con la inquietud de transitar con renovada escucha la voz de los textos de Silvina, de Adolfo y de Alicia, de retomarlos con minuciosidad arqueológica y de exponer mi cuerpo a sus resonancias para que germinen nuevas escrituras.