Texto y fotos: Carla Leonardi
Éramos ocho mujeres, amigas del taller de
lectura de la escritora Silvia Hopenhayn; primera vez que un viaje nos reunía a
todas juntas. Tras instalarnos, conocimos a Axel Díaz
Maimone, responsable de la difusión de las plumas locales en el marco de la Secretaria
de Educación del municipio, quien oficiaría como nuestro guía durante ese fin
de semana en el campo y que enseguida me impresionó por su profundo
conocimiento y dedicada pasión hacia la obra de estos autores.
Al día siguiente, partimos desde la austera
terminal de ómnibus de la verdaderamente llamada
El Carmen de Las Flores, desde su fundación en 1825 en tiempos de la
gobernación de Juan Manuel de Rosas. Su nombre lo debe a las numerosas verbenas
de color rojo que había en los márgenes del río. El nuevo rumbo es ahora Pardo,
tierras de pampa a las que arribó el bisabuelo de Bioy en 1835, proveniente de
la región de Bearn, cerca de los Pirineos franceses. Fue allí donde se instaló definitivamente
el abuelo del escritor, Juan Bautista Bioy, para dedicarse a la ganadería. Pardo es un pueblo pequeño, pero con la visión del pionero descendiente
del iluminismo que trae las ideas del progreso a la inhóspita
y silvestre llanura pampeana. En el trayecto, se dan los primeros encuentros
con las fuentes de inspiración literaria de la pareja Ocampo-Bioy: el
cementerio donde el protagonista de La aventura de un fotógrafo en La Plata
(Bioy, 1985) comienza a entrenar su mirada y el hilo de agua que forma el
arroyo El gualicho, donde transcurren dos obras de Silvina Ocampo en las cuales
despliega y torna ficción (a través de sus
personajes niños) el don de la presencia que era característico de su escritura: La sibila y El vidente.
Es harto sabido que en la estancia Rincón
Viejo, propiedad de los Bioy, que cobijó
en convivencia a la pareja literaria durante siete años, tuvo lugar la
escritura de la que es quizá la mejor de las novelas de Adolfo: La
invención de Morel (1940). Allí
recibían las visitas de Borges y en ese
lugar fue gestada entre los tres la Antología de la literatura fantástica. Lo menos difundido es que fue
Silvina quien introdujo a ambos escritores en la literatura fantástica. Esta
merecida reivindicación de la menor de las Ocampo que nos trae nuestro guía
Axel, contrasta con el tímido homenaje que representa su nombre rodeado de un
seto de flores en la plaza, que esperamos se visibilice mucho más en el festejo
que se está preparando en el lugar para el 25 de julio, a 120 años de su
nacimiento.
De vuelta en Las Flores, la mañana fría nos
recibe en plaza Mitre. Allí nos espera, vacío pero en pie, el banco donde Silvina se sentaba a leer y a escribir mientras aguardaba
que Bioy volviera de sus diligencias. Desde allí se divisa a la izquierda el seto de los rosales, al
frente la catedral y, al fondo, los rosáceos atardeceres que bellamente hizo
perdurar en su poema El Carmen de Las Flores.
Recorremos las mansas calles de una tarde de domingo y pasamos por la escuela
normal cuya arquitectura es de influencia morisca; por la que fuera la vieja
comisaria, donde la osada curandera del pueblo se enfrentaba a los policías para limitar los azotes que le daban a los presos; y por la que fuera
la casa del doctor Rossi, cubierta hoy su fachada con carteles que rezan “En
venta”, inspiración para Silvina del lugar donde transcurre su Autobiografía
de Irene (1948).
La amabilidad de los lugareños, siempre bien
dispuestos, nos rescata del furioso aguacero nocturno, del desvalimiento entre
las calles céntricas a veinte largas cuadras de
nuestro hotel, cuando como despistadas habitantes de ciudad creemos que el
transporte de remise funciona hasta un poco más
entradas las horas. Un improvisado remisero local tuvo la osadía de que nos
amucháramos siete mujeres en un auto de dimensiones medianas que, por una especie
de efecto fantástico, pareció expandirse sin perder nunca la compostura, que caso contrario nos
hubiera eyectado.
A cada paso del camino, edificios históricos, objetos y el paisaje mismo se van cargando de voces de antaño, de las historias reales y de las de ficción, que nos acompañaron como esos perros parejeros que se nos acercaban. Vuelvo a mi Ítaca con el murmullo de esas voces dentro de mí, con la inquietud de transitar con renovada escucha la voz de los textos de Silvina, de Adolfo y de Alicia, de retomarlos con minuciosidad arqueológica y de exponer mi cuerpo a sus resonancias para que germinen nuevas escrituras.