Por Moira Soto
Alguna semejanza con ese procedimiento puede encontrarse en Silvia,
el tan elaborado como valeroso trabajo que realizó María Silvia Esteve sobre la
base de los videos caseros grabados por su padre donde aparece su madre, Silvia
Zabaljáuregui, desde el día de su boda hasta que sus tres hijas -María Silvia
es la del medio- llegan a la adolescencia.
Esos viejos videos con escenas familiares que la directora va
cortando y engarzando a la vez que interviene las imágenes, acerca detalles de
algunos planos o los multiplica, los transforma hasta la abstracción y mediante
sobreimpresiones les da un espesor emparentado a ciertas expresiones del
videoarte. Piezas de un puzzle que intenta reconstruir de un modo no siempre
cronológico; pinceladas, collages, diálogos con sus dos hermanas Gusi y Mona en
la actualidad, cada una con la versión de los hechos que le dicta su respectiva
memoria.
Emprendimiento osado y sincero el de la cineasta para tratar de atrapar,
comprender, aceptar la figura elusiva de esa mujer sobreviviente de una
infancia y una adolescencia durísimas, que tuvo un gran amor truncado -quizás
idealizado-; que fue reprimida por su madre en su vocación de concertista de
piano en favor de una “profesión verdadera” (la abogacía); que se casó con un
diplomático al que probablemente no amaba para cumplir con el modelo al uso en
los tempranos '80.
Y en los años siguientes, Silvia se volcó de manera intensa, exclusiva
en la atención de sus tres hijas, mientras que su matrimonio se resquebrajaba,
la depresión despuntaba... También las pastillas y el alcohol, los choques
fuertes con su marido se reiteraban. La falta de ayuda en todo sentido llevó a
Silvia a un calvario del que trató de salirse volviendo a la pintura, otra de
sus inclinaciones desde chica; a tocar músicas -Rachmaninoff, Ravel-
en ocasiones sin poder contener las lágrimas...
Esa niña que practica en mandarinas y naranjas para aplicarle
tranquilizantes a su madre psicótica, la misma que años después, el día de su
boda, gracias al inspirado trabajo digital de su hija cineasta, con su traje de
novia de amplia falda gira y gira cual bailarina sufi o acaso
imaginándose como la Scarlett O'Hara que tanto admiraba.
Griselda Gambaro, que escribió una pieza muy representada, De
profesión maternal, me decía hace añares -en el diario Tiempo
Argentino, el original- a propósito de los malentendidos entre madre e hija:
“El amor ayuda pero no puede garantizar nada. Una puede amar de manera
equivocada, amar mal”. A Silvia Zabaljáuregui se le torció el destino que
-pese a las heridas de infancia- pudo ser diferente de haber realizado sus
deseos genuinos, profundos. Su hija María Silvia, con el generoso aporte desde
las voces en off de sus hermanas, con una búsqueda estética de acentos líricos
que no se ahorra compases de Bruckner o Mahler en ciertas escenas, pero siempre
manteniendo sin desbordes la tensión emocional, logra hacer un proceso de liberación.
Aunque no pueda juntar todas las piezas, el retrato que hace de su madre es en
extremo complejo y conmovedor.
Afortunadamente, el film Silvia se estrena por fin en
salas a mediados de julio. La pantalla grande sin duda le hará justicia.