Camina sobre la faz de este planeta alguien
llamado Guadalupe Maravilla que no es ni una mexicana ni una gladiadora de
lucha libre, como imaginaba cuando -sin soltar mucha prenda- una amiga aficionada
a las artes visuales menciona ese apelativo, y me dice que le ha recordado a mi
humilde persona (por nombre de pila e historia clínica). Al parecer, en lo que
no coincidimos con mi presunta tocaya es en el género, porque mi sorpresa es
grande al descubrir que Guadalupe Maravilla es un varón casi diría de pelo en
pecho, un muchacho salvadoreño con tupida barba y suficiente desprejuicio para adoptar
el nombre de una venerada virgen del catolicismo, cuya aparición el 12 de
diciembre (de 1531 en el cerro de Tepeyac, México) coincide con la fecha de su cumpleaños.
Resulta que la progenitora de mi tocayo quería ponerle
Guadalupe por haber nacido en la citada fecha (en 1976, para más detalles). Pero
el papá vetó la alternativa porque, bueno, no era una niña. Mucho tiempo
después, en 2016, un ya crecido Irvin Morazán -tal el nombre en los papeles de
nuestro chico- pasaría a merecer el apodo de Lupita. No solo quiso honrar así a
su madre ya muerta sino, esencialmente, su segunda oportunidad en la vida al
vencer un cáncer (de arduo tratamiento, en su caso) que le diagnosticaron a los
treintaipico. Este re-bautismo representa, en resumidas cuentas, su renovación
espiritual y creativa.
El maravilloso apellido escogido también tiene
sus razones: figuraba en el documento trucho que compró su padre cuando,
escapando de la sangrienta guerra civil en 1980, llegó ilegalmente a los
Estados Unidos. Al respecto, vale decir que al tiempo viajó su madre, y luego
su abuela. Recién en el ’84, cuando era un párvulo de apenas 8 añitos, le tocó
el turno a nuestra Lupita (entonces Irvin), que completó la travesía solito su
alma. Fue guiado, junto a otros niños y niñas indocumentados, por “coyotes” contratados
para que, durante dos meses, los cruzaran de fronteras -de El Salvador,
Guatemala, Honduras, México, y ya desde Tijuana, los Estados Unidos-.
Detalle de Requiem for a border crossing of my undocumented father, de la serie Tripa Chueca
El tramo final tuvo lugar un día equis a las 3
am, cuando uno de estos coyotes lo sacó de un hotelucho y lo montó en la parte
trasera de una camioneta. A su lado, un lanudo perro blanco se acostó sobre él
y lo escondió de los agentes de frontera. Para el artista, este animal bien podía
tratarse de un cadejo: figura canina del folclore que protege a los viajeros de
cualquier daño. Capaz de encontrar magia y belleza en las situaciones más
adversas, Maravilla hoy recuerda algunos momentos de aquella odisea con cierto
cariño: el perro, sí, pero también los dibujos que hacía en su cuaderno,
largamente perdido; el jugar al tripa chuca (parecido a lo que acá se conoce
como “la papa”) con otros chicos… Es más: adoptó la práctica de mandarse una
partida antes de cada exhibición con otro inmigrante, a modo de ritual terapéutico,
donde juntos van creando un patrón de líneas que, según interpretan voces en
tema, representan fronteras nacionales.
Precisamente tópicos como desplazamiento,
guerra, exilio, mitología precolombina, enfermedad, pérdida, sanación y
esperanza se entrecruzan en la personalísima y bienhechora obra de Guadalupe
Maravilla, que creció “jugando en las escaleras de las pirámides de El Salvador,
sintiendo desde pequeño que tenía una profunda conexión con los mayas, con su arquitectura,
con su arte. Especialmente con las esculturas, que además de ser estelas
gigantes talladas en piedra y contaban historias, servían para llevar adelante
rituales”. De grande supo que no estaba interesado “en imitar la cultura maya sino
en aprender todo cuanto pudiera de sus rituales para reinventarlos, crear los
míos”. Y lo ha conseguido: sus elogiadas piezas canalizan traumas personales y
generacionales, a la par que ofrecen una manera a las personas de superar momentos
peliagudos, una sanación individual y colectiva.
Crédito Steve Benist
“Alguien me dijo cuando era más joven: ‘Si no
encuentras el arte que te gusta, invéntalo’”, recuerda este autor de esculturas,
videos, performances, dibujos, que ha sido fiel a esta máxima a través de -por mencionar
un caso- su serie de retablos devocionales, sincréticas piezas llevadas a cabo
en colaboración con otros artistas, donde puede verse cómo Guadalupe expresa su
gratitud al artefacto que mató su tumor, a las calabazas que alguna vez lo alimentaron,
a las plantas medicinales que aliviaron más de un malestar profundo.
Acaso su
colección más reconocida, empero, sea Disease
Thrower: obras monumentales que el propio autor define como “máquinas
sanadoras que pueden activarse para crear un baño de sonido con potencial
curativo”. Con sus formas variopintas, estas obras escultóricas a veces
recuerdan a dioses de la mitología maya, “deidades que tenían un aspecto muy
aterrador pero, al final del día, eran ancestros protectores”, y están
minuciosamente trabajadas a partir de objetos atípicos como ceniza volcánica,
rosas, conchas marinas, obtenidos por GM de significativa manera: volviendo a
recorrer la misma ruta inmigratoria que hizo antaño, de niño. Emprende estas peregrinaciones regularmente,
recogiendo en el camino aquello que tenga “la energía adecuada” para sus trabajos.
Disease Thrower #5, por ejemplo, es a la vez una
escultura, un santuario, un tocado y un instrumento acústico. Está hecho
tanto de materiales orgánicos (paja y luffa, una esponja vegetal, entre ellos)
como de piezas artificiales que recolectó en el mentado camino. Además incluye formas
anatómicas, como un pecho con un tumor maligno. Tótem o altar, supone una
experiencia ceremonial, reparadora, meditativa, que mucho tiene que ver con los
“baños de sonido” que involucran. Porque otra faceta fundamental de estos
trabajos está ligada a sus gongs y otros instrumentos perfectamente calibrados que,
gracias a sus vibraciones, restauran la calma y el equilibrio, además de permitir
que el cuerpo libere toxinas.
Disease Thrower #5, 2019
Este aspecto también está íntimamente ligado a
su biografía: para menguar el dolor residual de la radiación, de la
quimioterapia y otros procedimientos de la medicina alopática, Lupita recurrió
a prácticas curativas indígenas, algunas heredadas de sus antepasados mayas,
durante su lucha contra el cáncer. “No es nada novedoso: los cantores tibetanos
usan la vibración para sanar, al igual que los chamanes en América del Sur
utilizan el sonido”, dice este hombre que reside en Brooklyn, gran estudioso de
la materia, que se formó con sanadores y aprendió así a producir distintas
frecuencias para enfocarse en partes específicas del cuerpo. Suele ofrecer
estos “baños” sin que medie exposición artística, simplemente para ayudar a
gente enferma a recuperarse, especialmente inmigrantes indocumentados y pacientes
de cáncer. Y hasta las almitas más incrédulas reconocen que se sienten levitar,
que es una experiencia “de otro mundo”.
Consagradísimo en su tierra adoptiva, Guadalupe
Maravilla expone habitualmente en prestigiosas galerías y museos de Estados
Unidos. Actualmente, sin ir más lejos, se presenta una selección de sus obras
en el Institute of Contemporary Art of Boston, en una muestra titulada Mariposa Relámpago, que refiere a su
escultura más ambiciosa hasta la fecha. Hecha con ayuda de artesanos,
curanderos, mecánicos y labradores de metales, se trata de un autobús escolar
devenido templo, marcado por una cosmología riquísima en símbolos que conectan -cómo
no- con sus orígenes, su historia, sus prácticas, sus creencias…