Pasajeros del jardín

Por Laura Palacios

Foto a todo color del Larousse

En un jardín, están las plantas del elenco estable. Se sabe cuando florecen, se puede contar con ellas, ponerlas en un jarrón, o llevarlas al cementerio el 2 de noviembre para alegrar a los muertos. Pero hay otras, efímeras y de curso impredecible. Pasajeras de una noche, salen de la nada. A veces aparecen después de una tormenta: estallan de repente (¡cackle-cackle!) y a los tres días ya no están más. A pesar de su atractivo y lejos de la ostentación, buscan lo secreto y las sombras. Se apiñan debajo de las moreras o de las grandes hojas de las calas, con el aire clandestino de quien evita ser alcanzado por las leyes de lo luminoso. Por la ley implacable de un rayito del sol. De belleza intocable y aura peligrosa, parecen de felpa, parecen de pana. Parecen peluches de otro planeta, criaturas de otra dimensión. Hablamos, quién lo duda, de los hongos.

Salvajes y reacias a toda clasificación, las setas no dejan de evocar la idea de extrañeza, incluso para los biólogos, que siempre les otorgaron un lugar de linde y de frontera. ¿Podríamos afirmar sin vacilación que son vegetales? El más elemental de los manuales de biología nos informa que los hongos ocupan un lugar muy límite (“de transición”) en la escala botánica. A tal punto que en 1969 Robert H. Whittaker, superando a los clásicos (Aristóteles con sus dos reinos, Linneo con tres), postuló una nueva taxonomía, cambiando la clasificación de los seres vivos en cinco reinos: Monera, Protista, Fungi, Plantae y Animalia. Por fin se hizo justicia (y tentada estoy de llamarla justicia poética), porque a partir de ese momento, los hongos (Fungi) han logrado lo que se merecen: un Reino Aparte.

Pero en casa no se comían los hongos. 

Papá desconfiaba. Sospecho que apoyado en una idea que me parecía bastante pesimista en lo que se refiere a los alimentos: el ser humano no posee ningún saber innato capaz de permitirle distinguir entre el Bien y el Mal. Extendido a las Criptógamas, diríamos: no contamos con medios empíricos para distinguir hongos comestibles/venenosos. Yo entré en lucha contra ese concepto que ponía en tela de juicio mi idealismo adolescente. Algo me molestaba. Tal vez haber descubierto cuan delgada es la laminilla que separa a la belleza de la muerte. ¿Será porque la belleza, como dice Rilke, es el principio de lo terrible? Ante estos pensamientos, esgrimí un argumento que me pareció imbatible: el Petit Larousse Illustré. Allí en la entrada Champignons, puede leerse: Certaines espèces de champignons sont bonnes à manger et les autres vénéneuses.

Haciendo honor a su nombre, ese diccionario de 1924 que estaba en la biblioteca de mi abuelo, no nos dejaba a solas con la alarmante definición. Porque en la página siguiente (175), nos regalaba la lámina más bonita y útil que había visto en mi vida. Se trata de los más variados ejemplares de hongos ilustrados a todo color, con sus respectivos nombres científicos. ¡Amanita pantera, Boleto escabroso, Amanita muscaria! Y tal como lo estableciera Linneo: Género escrito con la primera letra en mayúscula, especie con minúscula. Siempre en latín. Y junto a cada pedúnculo, el más fino, el más prudente y anónimo de los dibujantes escribió una V. o una C.: Venenoso o Comestible. 

Esa magnífica ilustración no consiguió ablandar la suspicacia de mi padre. Los hongos de nuestro jardín no entrarían en la cocina. Como las manzanas del Edén, y por más pintorescos que fueran, los hongos de nuestro jardín seguirían estando prohibidos… Tampoco se hizo eco de la tradición campera de colocar un cuchillo de plata en contacto con los ejemplares dudosos y esperar a ver si ennegrecía. Ni el recurso de hervirlos en vinagre blanco, o en agua salada con limón. Él solo cocinaba hongos secos, comprados en el almacén. Y los ponía en los tucos a los que daban un sabor oscuro, profundo y umbrío…

Cuando me hice dueña de mi cocina (“a mil años luz de casa”), aquel jardín primordial ya estaba perdido, pues parece que a los jardines primordiales no hay más remedio que perderlos. Ese fue el momento en que también perdí el temeroso respeto que me unía a los hongos. Y me atreví a probar toda clase de ejemplares comestibles. A ensayar y jugar con ellos. Los iba a buscar al mercado de Belgrano o al Barrio Chino para saltearlos, grillarlos y guisarlos. Los metí en risottos, tucos y ensaladas. Puse en la parrilla grandes portobellos y los usé para acompañar las carnes del asado, o hacer sopa con los de la misma familia, los champiñones de París (Agaricus bisporus), que son los blanquitos cultivados y los más conocidos.

Los Boletus edulis crecen al pie de pinos y robles. Llevan sombrero color avellana, y resultan muy populares entre los dibujantes de cuentos donde pululan gnomos, elfos, hadas y alguna que otra fauna imaginaria. Los italianos los llaman Porcini y generalmente se venden secos. Tienen la textura suave de un guante de cabritilla y dan a las comidas con ellos condimentadas un sabor maderado, hondo y un poquito salvaje. Su gracia particular es que pueden cocinarse sin que pierdan elasticidad y consistencia. A los deshidratados es necesario remojarlos en agua fría durante media hora (no más). Y el agua puede usarse después en la cocción.

Sopa de champiñones frescos

Picar ocho echalotes, un diente de ajo y 225 gramos de champiñones de París.

Dorar en manteca los echalotes y el ajo.

Agregar los hongos trozados, revolver durante cuatro minutos, añadir tres cucharadas de vermouth o vino blanco bueno.

Mientras tanto, en otro recipiente se habrá preparado un litro de caldo de ave.

Se lo echa sobre los hongos y el vermouth y se hierve a fuego lento, hasta que el sabor de los champiñones pueda percibirse en el caldo.

Se baten tres yemas de huevo con una taza de crema de leche bien espesa, y se diluyen en esa cocción. Deben incorporarse a la sopa revolviendo constantemente evitando que hierva.

Cuando  los hongos suben a la superficie, la sopa estará lista para servir.

Salsa de Hongos Boletus

Si se quiere usarlos como base de una  salsa muy básica, habrá que cortarlos en trozos más pequeños antes del remojo y saltearlos en manteca durante cuatro minutos. Se adiciona un puñado de hierbas verdes. Luego agregar crema, pimienta negra recién molida y cebolla de verdeo finamente picada. Volcar esta salsa sobre la pasta ya cocida.

Queda muy bien con penne rigati.

Rissoto de Boletus

Calentar tres cucharadas de aceite de oliva y cincuenta gramos de manteca en una cacerola donde se freirán los hongos luego del remojo. Se agregan dos dientes de ajo y una cucharada de perejil picado. Una vez que los hongos hayan soltado sus jugos, poner 175 gramos de arroz revolviéndolo durante un minuto hasta que se vea casi transparente. Poner un vaso de vino blanco de calidad (seco), dejándolo burbujear hasta que esté a punto de evaporación. Incorporar tres decilitros de agua revolviendo continuamente hasta lograr una consistencia cremosa. Ese es el momento para volcar en la olla el agua de remojo de los hongos. Una vez que el arroz esté al dente, se añaden 30 gramos de queso parmesano y un trozo de manteca.

Los hongos shiitake son estrellas de la gastronomía oriental. Su nombre científico es Lentinula edades, pero los conocemos por su denominación japonesa. Para el alma occidental, ciertos nombres de Oriente parecen contener un pequeño poema, y dado que estas especies crecen en la madera, Shiitake significa “hongo del árbol shi” (椎茸). Los chinos lo llaman “seta fragante” (香菇) y lo cultivan desde hace más de 1000 años. Cuento entre mis papeles con una receta fantástica. Me llegó a través de Emy Ueno, y fue escrita por Elena Matsudo de Semba, su suegra. Esta excelente cocinera de 82 años está en la familia japonesa de mi hija mayor. Chawan Mushi, un plato muy solicitado por hijos y nietos, es “un flan salado estilo japonés”. Así lo aclara entre paréntesis Elena en sus notas traducidas al español, donde aconseja, además, comerlo tibio.

Transcribo sus notas…

Hoja escrita en japonés
de la receta del chawan mushi
de la Sra. Matsudo

Receta de Elena Matsudo de Semba

Ingredientes para la preparación del Chawan Mushi

Receta para 10 personas

1) Huevos 10 unidades

2) Hongo shiitake 9 a 10 unidades

3) Espinaca 1 atado

4) Camarones 20 a 30 unidades

5) Hondashi o Dashi no moto (Hondashi es caldo de pescado en polvo. Dashi no moto es un preparado para hacer caldo de bonito instantáneo, que es la base para la elaboración de la popular sopa de miso japonesa)

6) Sal

7) Salsa de soja

Preparación

1) Lavar los hongos shiitake y dejar en remojo de 3 a 4 horas (verano) y en invierno 7 a 8 horas  en agua tibia. (No tirar el agua)

2) Blanquear un atado de espinacas en agua hirviendo por 2 o 3 minutos y enfriar en agua fría. Escurrir y cortar en trozos de 2 a 3 centímetros. Reservar.

3) Cocinar lo hongos shiitake en el agua de remojo, durante 10 minutos. Agregar sal y dashi no moto o hondashi (media cucharadita de té) y cocinar otros 5 minutos. Luego cortar los hongos en cuartos.

4) Preparar un caldo con el agua de cocción de los shiitake, agregando agua hasta conseguir un total de 8 a 9 tazas. Condimentar  con sal, dashi no moto (2 cucharaditas de té) y salsa de soja (media cucharada).

5) Aparte, en un bol mezclar 10 huevos tratando de no producir espuma. Agregar lentamente el caldo (total: 10 cucharones) al bol que contiene los huevos en una vaporera con vapor a fuego medio. Poner en un tazón medio cucharón de la mezcla, y una vez cocido (hasta conseguir la consistencia de un flan) retirar y probar la sazón. En el caso de que la mezcla quede muy blanda, agregar más huevo (uno o dos). Si queda muy dura, agregar un poco más de caldo.

6) Colocar en cada taza los ingredientes (camarones, espinaca, hongos shiitake) y verter la mezcla (caldo+huevo) lentamente, cubriendo hasta un centímetro antes del borde de la taza. Cocinar en la vaporera por unos 20 minutos, con la tapa puesta. Para saber que la mezcla está cocida, pinchar la superficie hasta el medio de la taza, y el líquido que emerja debe ser transparente. Si no lo es, cocinar unos 3 o 4 minutos más con la tapa puesta.