Por Guadalupe Treibel
La circularidad de la moda hace que, de tanto en tanto, se anuncie el retorno por todo lo alto de alguna tendencia, confirmada por biblias fashionistas como Vogue, Elle y Harper’s Bazaar, en cuyas páginas se está hablando -de meses a la fecha- sobre una rutilante fiebre en curso: ¡la pasión por las lentejuelas! En su amplia variedad de tamaños y colores, sin perder su esencia metálica con brillos irisados, han invadido vestidos, crop tops, camisas, faldas, pantalones, ¡incluso botas!, y popes de la moda incitan a adoptarlas no solo en ocasiones nocturnas o eventos especiales sino durante el día, cuando venga en gana, hasta -por qué no- en la mismísima oficina.
La actriz Helen Mirren, que a sus 77 sigue
siendo epítome de glamour, se subió a esta centelleante ola hace unas pocas
semanas al recorrer la alfombra roja del Ora! Film Festival, en Italia,
luciendo un resplandeciente maxi dress con lentejuelas que encandilaban también
por el color del vaporoso modelo, un llamativo rosa en sintonía con la
barbiemanía en alza.
Renacidas las lentejuelas, entonces, merece ser
evocado un modelo en particular que ha dejado huella en la historia de la moda
y que -efemérides del rubro al día- está cumpliendo sus cuatro décadas: el
célebre “vestido sardina”, como coloquialmente le dicen a esta auténtica alhaja
de la alta costura, creada por Yves Saint Laurent en 1983. Cuarenta años más
tarde, quita el aliento como el primer día “esta pieza pensada para abrazar los
contornos del cuerpo haciendo que la mujer luzca más elegante y luminiscente
que una sirena”, tal cual anota una embelesada Alison Hawthorne Deming, poeta y
ensayista estadounidense, en su libro de memorias A Woven World: On Fashion, Fishermen, and the Sardine Dress.
Fue durante una visita en 2016 al Metropolitan
Museum of Art, en NY, cuando la autora tuvo la suerte de presenciar de cerca la
prenda en forma de tubo, el cuello redondo, las mangas largas, quedando en
éxtasis al observar de cerca las escamas superpuestas, hechas de paillettes de
colores tan sutiles “que se fundían en un solo brillo, como la luz evanescente
del arenque que salta y vuelve a zambullirse en el agua”. O como diría García
Lorca de Antoñito el Camborio, “dando saltos jabonados de delfín”.
“El vestido capta la luz con tal intensidad que
las refinadas lentejuelas perfeccionan la ilusión: parece hecho de metal, una
preciosa armadura femenina”, escribe con desbordante entusiasmo al hablar de
esta pieza diseñada en, dicho está, el ’83, cosida en la renombrada Maison
Lesage por manos expertas y muy laboriosas que, dominando técnicas de costura
de principios del siglo XIX, necesitaron 1500 horas para completar este
modelito. Modelito que, para algunas privilegiadas, devino una segunda piel
capaz de acentuar la elegancia y fluidez marina de aquellas pudientes que
lograran enfundarse en la recamada seda natural de tenue hilado.
De hecho, intuye Hawthorne Deming que acaso las
escamas de los peces hayan servido de inspiración original para la invención
misma de las lentejuelas, “por ese afán humano de adueñarse de la forma y el
movimiento de los animales”. Afán temprano, dicho sea de paso: la poeta citada
nos detalla que en la Civilización del Valle del Indo -ubicada en zonas
actuales de la India, Afganistán, Nepal-, hace más de cinco mil años, existían
lentejuelas que estaban hechas de puro oro. No así las del vestido sardina de
YSL, cela va sans dire, trabajadas en grupos de unidades intercaladas con
puntos invisibles, formando escalas que -aún sin oro, dado el grado de detalle-
solo puede definirse su costura como una verdadera proeza artesanal.
“La prenda se confeccionó para la Colección
Gilda de la primavera de 1983, inspirada en el personaje de Rita Hayworth como
femme fatale (golpeada por el macho Glenn Ford, vale señalar) en la homónima
película. No hay vestido propiamente sardina en el film, pero sí cantidad de
lentejuelas”, comparte Alison, que no añade -pero bien podría- que hacia el
final de la presentación en sociedad de esta creación, Yves Saint Laurent cerró
el desfile parisino con música alusiva: Put
the Blame on Mame, la recordada canción que Rita canta -doblada- en aquella
legendaria escena de Gilda (1946)
donde, entre insinuantes contoneos, va desplegando una sensualidad desafiante,
y empieza por quitarse lentamente un largo guante de satén negro en el striptease
más breve de la historia del cine, antes de ser cacheteada por el galán de
turno.