Olla de trigo

Por Cecilia Sorrentino

Naturaleza muerta con papas y cebollas,
J. Seguin (Proantic)

Quizás fue en el Hotel de Inmigrantes donde mi abuela andaluza supo que la olla de trigo se llamaba puchero. Pero, ¿por qué iba a cambiarle el nombre? En los días del Hotel de Inmigrantes, ella aún no había comenzado su minucioso trajín con las palabras.

Tenía diecinueve años cuando se casó con mi abuelo. Era abril de 1922 y en mayo llegaron al puerto de Buenos Aires. Dejó madre y hermana en Almería; vendrían después, en cuanto ellos tuvieran trabajo y pudieran comprarles los pasajes. Así se contaba la historia en la familia. Cuando quise saber por qué nunca vinieron, por qué la abuela no volvió a verlas, mi mamá y mis tías enredaban las razones: al final no quisieron dejar Almería; la hermana se enfermó; tu abuelo gastaba más de lo que ganaba; se murieron de hambre. Y vos mejor no preguntes porque a la abuela le hace mal.

Fui su primera nieta y ella mi primera certeza de amor incondicional. Miraba sus manos mientras tejía, cuando picaba perejil cercando un montoncito cada vez más redondo. Batía hasta el infinito la masa del bizcochuelo en un cuenco que apoyaba en la cintura. Me gustaba verla reír y que los ojos se le pusieran chiquitos, y abrazar la suavidad de su cuerpo en enaguas. Teníamos largas conversaciones que ella interrumpía de repente con abrazos y besos. Si el tema nos acercaba a España, lo esquivaba siempre igual: qué falta hace recordar si allá no ha quedado nada.

Me dediqué a quererla tanto como a observarla. A traducir sus gestos, sus omisiones, sus palabras cambiadas. A admirar el talento con que ocultaba que no sabía leer ni escribir. Te enseño, le decía yo. Ya para qué, respondía ella. En mi traducción simultánea, “ya para qué” quería decir “ya no tengo a quien escribirle cartas”.

España era “allá” y allá no había quedado nada: ni las cuevas de Almería, ni las barcas de los pescadores, ni el nombre del pueblo sobre el que no se ponía de acuerdo con el abuelo. Él decía Palomares y ella Cuevas. Entendí que por llevarle la contra y oscurecer el tema, cuando él hablaba del pueblo, ella traía a cuento la localidad o el ayuntamiento.

Entre los vapores de la olla que ya no era de trigo sino de puchero, se exiliaron de su cocina las patatas y el sofrito: mi abuela pelaba papas y freía cebollas. También freía ají, no pimiento. Nunca hizo ajo blanco, ni torrijas, migas o gurullos de conejo. Nunca gazpacho. Cortaba el trozo de carne en churrascos y los hacía a la portuguesa. Las vecinas italianas colaboraron sin saberlo para que la parmesana de berenjenas reemplazara el guisadillo almeriense y el risotto a la paella.

Con el punto final de la paella podría terminar también este recuerdo de mi abuela, si no fuera porque, al revisar el texto, releo “Palomares” y en la palabra hay algo más, una adherencia.

Digo “Palomares” y veo un avión.

Escribo en el buscador: Palomares, avión.

La noticia es del 17 de enero de 1966:

UN AVIÓN CAYÓ EN EL PUEBLO DE PALOMARES, UNA PEDANÍA DE CUEVAS DEL ALMANZORA (ALMERÍA).

Recuerdo a mi abuelo con el recorte del diario en el bolsillo. Mostró la foto hasta el cansancio. En primer plano se veía algún resto de avión. Pero él insistía: mira, mira, y señalaba el fondo fuera de foco de su pueblo, de repente famoso. La abuela se encargó de aguarle el entusiasmo. No sé a qué viene tanto alboroto. Ya podrían haber caído no uno, diez aviones, total... Total allá no había quedado nada, pero ya ni hacía falta que completara la sentencia.

Sigo leyendo sobre aquel accidente y resulta que no, no cayó un avión como decían las noticias de entonces. Chocaron dos bombarderos norteamericanos, pero el hecho se ocultó.

La nota más reciente es de enero de 2023 y titula:

57 años de Palomares: el accidente nuclear que podría haber arrasado el sur de España.

Hace hoy 57 años cayeron sobre Palomares (Almería) cuatro bombas nucleares tras un accidente de la aviación estadounidense.

… el que fue uno de los episodios más inquietantes de la historia reciente de España.

El B-52 portaba cuatro bombas termonucleares de 1 megatón cada una, lo que equivale a una capacidad de destrucción 70 veces superior a las de Hiroshima y Nagasaki. 

… las bombas cayeron sin estar armadas, por lo que no se produjo una explosión nuclear. Tres de ellas fueron a parar a tierra. La cuarta, al mar,

… Se calcula que la onda expansiva habría arrasado buena parte del sureste del país, e incluso se habría sentido en Madrid.

… dos de las bombas sí liberaron su explosivo convencional al impactar contra el suelo, desperdigando los nueve kilos de plutonio que contenían en forma de aerosoles.

… Un veneno que hizo que se disparasen los índices de radiactividad hasta alcanzar niveles altamente peligrosos para la salud.

… Estados Unidos presionó al Gobierno de Franco para mantener en secreto los informes de monitorización médica. Hubo que esperar hasta 1986, en plena democracia, para que se desclasificaran aquellos documentos.

Actualmente, Palomares aún sigue siendo la localidad más radiactiva de España. ¿El motivo? Las autoridades estadounidenses solo retiraron 270 gramos de plutonio: el resto quedó esparcido por la zona o en dos fosas de 3.000 y 1.000 metros cúbicos donde enterraron el material radiactivo. Lo hicieron, dicho sea de paso, con trajes de protección que no llevaban los agentes de la Guardia Civil que también participaron en el operativo, ante la mirada estupefacta de los habitantes de un lugar en el que ni siquiera había llegado aún la luz eléctrica ni el agua corriente.

La nota cierra con la pregunta sobre si es peligroso vivir o siquiera pasear por Palomares, si son seguros los alimentos que allí se cultivan. La respuesta de los especialistas denuncia que se sigue utilizando a los habitantes de Palomares, la fauna, la flora y al medio ambiente en general para experimentos científicos sin su consentimiento, violando el artículo 6 de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la Unesco.

La verdad sobre este hecho es una tragedia. Una más de las que el capitalismo y el patriarcado siembran por el mundo.

La verdad sobre este “accidente nuclear que podría haber arrasado el sur de España” juega con el terco dolor de mi abuela, y dibuja una mueca de espanto.