La Maga y Talita, en el 60 aniversario de Rayuela

Por Reina Roffé

Primera edición de Rayuela, 1963.
Portada diseñada por el gran escultor Julio Silva

El 28 de junio de este año, Rayuela, la obra más celebrada de Julio Cortázar, cumplió sesenta años. La publicación, en 1963, de esta antinovela o contranovela, fue un llamado de atención que mostró otra faceta del aclamado autor de cuentos magistrales de corte fantástico. Distinta de todo lo que se había escrito hasta ese momento, se constituyó en hito de la literatura latinoamericana. Un personaje, La Maga, contribuyó para que los lectores, especialmente las mujeres y los más jóvenes, encontraran sabiduría y encantamiento al recorrer sus páginas.

Autor de relatos que se presentaban como acertijos o cortes simbólicos contra la solemnidad y el aburrimiento, la obra de Cortázar generó regocijo intelectual y placer estético. Cada relectura de los cuentos “Casa tomada” o “Carta a una señorita en París”, de Bestiario (1951), renueva la sensación de estar ante piezas geniales del género. Desconciertan y, a la vez, fascinan, nos dejan pensando en ellos durante días, se introducen inopinadamente en nuestra mente y reclaman algo de nosotros. Nos involucran en busca de una o varias interpretaciones. Vuelven activo y cómplice al lector. Lo mismo sucede al leer “Historia con migalas”, que pertenece a Queremos tanto a Glenda (1980), cuento que se podría asociar con “Casa tomada”, porque en él, otra vez, aparece el enigma, múltiples interrogantes para descifrar -que Cortázar elabora como nadie- y producen una sensación de irrealidad, con su toque fantástico, algo surrealista. Cuando el lector se encuentra con estos relatos, entre muchos otros de su inmensa labor narrativa, obra la maravilla, pero también cuando surge el gran dialoguista que fue Cortázar, quien supo recuperar las voces estereotipadas de la conversación, captadas tan perfectamente que nos parece estar viendo a los personajes, como si saltaran de la página y se sentaran a nuestro lado en el sillón de lectura. En muchos de sus cuentos y en “El lado de acá” de Rayuela saca a sus criaturas al patio de vecinos y convierte la charla casual en algo realmente único y delicioso. Nos remite a una época, a un lugar, a una manera particular de ser y de actuar, a esa forma única de la expresión popular. Trabaja con eficacia las entonaciones, los retruécanos, los tics de la oralidad, o eso que Cortázar hace como nadie: las “réplicas aguijón” que están en Rayuela y en algunos de sus relatos como “Clone”, de Queremos tanto a Glenda, sobre todo cuando presenta grupos que tienen algo en común -alguna actividad, una afinidad cultural-, como los adoradores de la actriz británica Jackson en “Queremos tanto a Glenda” o los más internacionales, pertenecientes al Club de la Serpiente en su novela anteriormente mencionada. Ese empleo del recurso ping-pong, como el propio Cortázar dice en “Clone” -“por el placer de los tiros con efecto”-, muestra, inalterable, la calidad de prosista de este autor. A través de los parlamentos que compone se reflejan los caracteres, las costumbres, las reacciones, los temperamentos y las respectivas naturalezas de los hablantes, además de su procedencia, su oficio o profesión, su condición social, su edad. Cortázar conoce la técnica en profundidad, por eso es capaz de convertir una conversación, en apariencia trivial, en algo revelador y poético.

Pese a las críticas, que actualmente se le hacen a Rayuela, la novela sigue deslumbrando por sus escenas excepcionales. En “Del lado de allá”: la de la pianista, cuando Horacio Oliveira asiste a un concierto de una tal Berthe Trépat -que también podría ser un trasvesti- y resulta muy malo, pero él se enreda a hablar y la acompaña hasta su casa bajo una lluvia insistente; Horacio hace un poco el cretino con Trépat, pero es una escena que sirve para marcar uno de los descensos al infierno metafísico del personaje, “donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera pavana de la noche”. Sin embargo, la vieja Berthe parece decir aquello que, en realidad, había ido a buscar Horacio a París: “la belleza, la exaltación, la rama de oro”.

Otra escena inolvidable por su dramatismo es la que se desarrolla en torno a la muerte de Rocamadour, el bebé de la Maga. Después del episodio con la pianista, Horacio vuelve a la pieza que compartía con la Maga y el bebé enfermo. De pronto, se da cuenta de que el niño ha fallecido, pero empiezan a llegar los amigos del Club de la Serpiente y él no le dice nada a ella, se deja llevar por la conversación, que es interrumpida en varias ocasiones por el anciano del piso de arriba que da golpes. Hablan de lo divino y de lo humano: sobre psicoanálisis, existencialismo, arte. Los demás se van enterando de que el niño está muerto, menos su madre, la Maga, que participa del diálogo sin sospechar nada. Estremece lo que piensa el protagonista: “Oliveira se dijo que no sería tan difícil llegarse hasta la cama, agacharse para decirle una palabra al oído a la Maga” (...). “Pero eso yo lo haría por mí”, pensó. “Ella está más allá de cualquier cosa. Soy yo el que después dormiría mejor, aunque no sea más que una manera de decir”. En efecto, empieza el descenso estrepitoso de Oliveira, a quien, más tarde, Ossip, que estaba enamorado o, sencillamente, deseaba a la Maga, le dirá que “podrían haber sido amigos si existiera algo humano en él”.

Otro momento digno de mención es cuando aparece la rayuela existencial, cuando se emborracha con la vagabunda, lo meten preso y lo deportan. La conversación con la clocharde es magnífica y desopilante: hablan de lo difícil que es llegar con la piedrita al Cielo, en el intento “se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (...) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato”. Las palabras finales de esta parte están dedicadas a “el kibbutz del deseo”, una especie de meta, la que siempre procuran alcanzar los personajes protagónicos de Cortázar, que son perseguidores, persiguen “un eje a partir del cual se pueda imaginar, sentir, incluso vivir la realidad de una manera armoniosa y coherente”. En el caso de Oliveira, la búsqueda es individualista. Luego, llegarán otros perseguidores, como Andrés en Libro de Manuel (1973), cuyas búsquedas son individuales, pero esencialmente colectivas. Por entonces, Cortázar, como el Che Guevara, se convierte en un icono revolucionario, pilar de la idolatría de los sesenta-setenta.

Le Pont-Neuf, la Cité, la Monnaie et le quai de Conti, 1832.
Cuadro de Giuseppe Canella (1788-1847). 
Primeros lugares de París que se nombran en Rayuela.

“Del lado de allá” surge la reivindicación de los seres simples y humanos como la Maga. Da la impresión de que el humo intelectual que flamea en los cuartos y cafés de París, al reunirse el Grupo de la Serpiente a debatir sobre literatura, pintura, música y también sobre la vida misma -Horacio se obstina “en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa”-, acabara obnubilando la mente y no les permitiera ser felices. Olvidan que para jugar a la rayuela hace falta algo tan simple como una piedrita y la punta de un zapato y se hunden en ríos metafísicos de los que no saben, no pueden o no quieren salir a flote.

El fervor que despertó Rayuela hizo que en los sesenta y setenta muchos jóvenes imitaran a la pareja de la novela. Ese “andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos” -azar juguetón, casi de novela rosa- fue un disparador romántico muy efectivo. En aquella época, muchas chicas querían ser la Maga, lo que hoy puede resultar sorprendente: es un espejo terrible, alguien que, a duras penas, había sido aceptada en el grupo “como una presencia inevitable”, que producía irritación, incluso desprecio, dado que no estaba a la altura de los demás. “Todos suspiraban cuando ella hacía alguna pregunta. Horacio y sobre todo Étienne, porque Étienne no solamente suspiraba sino resoplaba, bufaba y la trataba de estúpida”. En varios fragmentos observamos que Horacio se ríe de la Maga, de su ignorancia, de sus supersticiones. Cuando la tiene, no la ama y piensa que “pronto cesaría el deseo por ella”. Y ya sabemos: cuando cede el deseo, si no hay amor o admiración y respeto por alguien, deja de interesarnos.

La Maga es una pobre chica presentada como inculta que, por momentos, se salva, dado que quiere aprender, instruirse, aunque eso, incluso, los irrita más. Por otra parte, tiene una historia triste: huérfana de madre a los cinco años, la crían unas tías que después se van al campo y la dejan en Montevideo con un padre que bebe y le pega cada día con un cinturón. Más tarde, como en un melodrama, es violada a los 13 años por un hombre negro que vive en el mismo conventillo que ellos. Ya adulta, anda con un tal Ledesma en el Uruguay, y aunque no sabemos nada de esa relación, vemos que también es abandonada o expulsada con un niño a cuestas, así como es abandonada por Oliveira, quien la deja sola en un momento muy duro y trágico, cuando muere su bebé Rocamadour. Pero, por aquello de que se añora lo perdido, empieza a buscarla nuevamente, a verla en otras mujeres, en Talita. Ese Horacio que se mira demasiado el ombligo y considera que la Maga estaba en mejores condiciones que otros, “tiene vida propia”, mientras él permanece vacío. Tal vez Cortázar nos quiso mostrar la tremenda situación de la mujer en esos años, y de ahí que la Maga fuera tratada, en ocasiones, como objeto desvalorizado, nunca como sujeto. O quizá afloró ese sexismo que estaba presente incluso entre los intelectuales de izquierda de la época.

Edición de Alfaguara, 2013

Una de las mejores escenas en “Del lado de acá” -cuando Horacio Oliveira ya está en Buenos Aires- es la del tablón que colocan de ventana a ventana para que Talita, la mujer de su amigo Traveler, en vez de bajar a la calle y subir pisos de escalera, le haga llegar yerba mate a Horacio, creando así un puente peligroso, no solo porque Talita se puede caer, sino porque puede llegar hasta la pieza de Horacio y, quizá, quedarse con él. Elegirlo. A partir de aquí la relación de los tres cambiará. En realidad, lo que está en juego sobre el tablón no es más que un duelo entre varones. Leemos: “Oliveira había bajado los brazos y parecía indiferente a lo que Talita hiciera o no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a Traveler, que lo miraba fijamente”. “Estos dos han tendido otro puente entre ellos”, pensó Talita. “Si me cayera a la calle ni se darían cuenta”. Otra vez la misma historia, la mujer como objeto de deseo, nunca como sujeto. Mujeres a las que irónicamente Oliveira llama “abnegadas”, como a la insulsa Gekrepten, que espera su regreso de París y retoma la relación con él, que dice “vegetar” con ella en una pieza de hotel frente a la pensión Sobrales, donde vivía la pareja Traveler-Talita. El propio Traveler sabe que, pese a la seducción que intenta Horacio con Talita, ella no le importa. A Horacio no le importan las mujeres, a quienes maltrata psicológicamente y desprecia. Le interesa por sobre todas las cosas jugar con fuego, el fuego de los celos sexuales, internarse en los laberintos brumosos de su ser, ponerse a prueba, despojarse de la hipocresía, ser auténtico a riesgo de perderlo todo. Un ser que parece muerto, como le reprocha Traveler, una especie de “cátaro existencial, un puro”, que no quiere pagar ningún precio y que se enreda en el “cafard infinito de la vida”, en esa suerte de melancolía del paraíso perdido. Ese Horacio que tiene una conciencia aguda de sí mismo y dice que a partir de los 40 años “la verdadera cara la tenemos en la nuca, mirando desesperadamente para atrás”. Nostalgia de la niñez y de la juventud que lo lleva a eso que llama “sed de ubicuidad”, “lucha contra el tiempo”, un apasionado “por el hoy pero siempre desde el ayer”. Un Horacio en plena crisis de los cuarenta. Quizá por estos motivos Rayuela gustó tanto a los jóvenes, una novela que, como dijo Jordi Gracia en un artículo de prensa, “es un libro para lectores juveniles de edad o corazón y es también un libro involuntariamente melancólico leído desde la madurez de edad o corazón”.

En efecto, Oliveira es un hombre de su época -la novela está situada en los años cincuenta-, todavía joven, no cualquier joven, un ser pensante con mucha literatura leída y procesada, y es, fundamentalmente, modelo del argentino en fuga. Cree, como dice Gregorovius, que en “alguna parte de París, en algún día o alguna muerte o algún encuentro hay una llave; la busca como un loco”, es decir, sin saber que la busca, sin saber si existe o no. Gregorovius, insiste: “busca la luz negra, la llave, y empieza a darse cuenta de que cosas así no están en la biblioteca”. Y cree que es la Maga quien le ha enseñado eso a Horacio, de ahí que él la deje, se vaya, porque no se lo perdona. Es cuando comienza a sentir lástima de sí mismo y asegura que nunca se propuso la felicidad. Ese Horacio visto por algunos miembros del Club como un inquisidor, tipo infame y desalmado. Quizá por eso o porque es un permanente inquisidor de sí mismo, dice con ironía: “Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo”.

“De otros lados” lleva de subtítulo el sugestivo “Capítulos prescindibles”, algunos de los cuales dan esa impresión, prolongar algo que ya estaba dicho, y muy bien, operando así la desmesura, que en Cortázar tenía su propósito: la de romper con el canon y proponer una antinovela. De cualquier forma, resultan atractivos los fragmentos de Morelli, las Morellianas, donde se habla del tiempo, de una época pasada, donde se reflexiona sobre lo que se es y lo que no se es. Fragmentos que nos hacen ver que, si bien Rayuela, como señaló su autor, constituye una “gigantesca humorada”, hay en este libro un enorme desgarramiento, una denuncia de la inautenticidad de algunas vidas. Morelli, como refiere Cortázar en una carta a su editor Paco Porrúa, quiere hacer caer “la máscara podrida de un orden de cosas todavía más podrido”: el anquilosamiento de cierta literatura argentina, que el escritor se pusiera corbata para escribir, en vez de remangarse y ser él mismo, que en vez del dolor o solo el dolor entrara en escena el juego, el sentido lúdico de la literatura; en vez de solemnidad y rigidez se diera lugar a la irreverencia. Morelli, ese alter ego o trasunto de Cortázar, proporciona muchos datos sobre los andamios conceptuales en los que se apoya Rayuela: un collage de citas y de recorridos vitales. Pese a algunas críticas que hoy podamos verter, Rayuela es una novela que todavía recorremos con interés, nos interpela sobre “esos pliegues” de la vida, como dice Traveler, sobre “esas inesperadas postraciones de algo que uno no se había sospechado y que de golpe ponen todo en crisis”.