Texto e imágenes: Sonia Novello
“Ya no era más una niña con un libro: era
una mujer con su amante”
Clarice Lispector, Felicidad
clandestina
Stanislavsky, en su
clásico Un actor se prepara describe alguno de los ejercicios
que hacía practicar a sus alumnos, entre los cuales hay uno que recuerdo
especialmente, sin duda debido a mi particular tendencia: el de “la
espera”. El alumno al que le tocaba, empezaba a acomodarse en la silla y a
mirar hacia todos lados; en fin, a moverse inútilmente, sin un objetivo. Ahí
era cuando el Maestro señalaba lo difícil que resultaba “actuar la
espera”, señalando que ese alumno quería cumplir tan bien con la consigna que
se esmeraba en reproducir todas las pequeñas posibles acciones que
supuestamente hace “el que espera”.
De muy joven empecé a
viajar todos los días a la misma hora y a desarrollar de cierta manera mi
tendencia acaso un tanto voyeurística. Así, con el tiempo me comenzó a
interesar distinguir a las personas que solía ver regularmente. Después
llegaba el reconocimiento mutuo, una mirada sin intención, hasta que con alguno
que otro empezábamos a saludarnos con un simple pero intencionado intercambio
de miradas. Fueron pasando años durante los cuales se iban produciendo cambios
que denotaban el paso del tiempo en el aspecto físico, en la indumentaria, los
cortes de pelo, la influencia de las modas. También las huellas de
las distintas vidas vividas...
Cuando viajaba en tren
o en colectivo, notaba que las personas miraban por la ventana, a veces mirando
sin ver. Una ventana hacia el exterior siempre atrae como un imán; casi diría
por inercia. En cambio, en el subte, donde las ventanillas son casi ciegas,
muchas personas dirigen sus ojos hacia el interior del vagón; inevitablemente
algunas de ellas se miran entre sí, otras tratan de esquivarse.
En esta era de nativos
digitales, donde las redes sociales parecen alcanzar un puesto cada vez más
alto en nuestra existencia, la hermosa visión de una persona concentrada
leyendo un libro en papel (¡sí, por favor, con la materialidad del papel!), me
parece un acto de valentía y de libertad que me conmueve mucho. Una
escena que me fascina, que me hipnotiza. No puedo dejar de mirarla. ¡Y,
paradojas del destino, no puedo menos que sacar mi celular y
fotografiarla! Quiero capturar ese momento de paz, de intimidad, de
perfecta abstracción de esa persona. Aún de pie, tomándose de
un caño, balanceándose por el movimiento del transporte en cuestión -y en muchos
casos- con auriculares puestos. Se sabe que sobre
todo los nativos digitales cultivan la capacidad de la atención simultánea, o
acaso han elegido la banda sonora ideal para el libro que están leyendo… Por mi
parte, no puedo evitar pensarlos como seres un toque románticos,
con una sensibilidad privilegiada en este mundo acelerado, digitalizado,
utilitario.
Y hasta creo percibir
cierto orgullo distintivo en ellos, los lectores, mis lectores, al
sentirse observados. Y también un dejo de pudor por verse
descubiertos en su goce secreto, mientras que, entretanto, yo me quedo absorta
como quien sorprendiera a una monja de clausura entregada a su comunicación con
Dios en el murmullo de su oración diaria.
Soy del club de
quienes creen que algunos libros pueden modificar mentalidades, sensibilidades,
cualquiera sea su oficio, ocupación o profesión. Que, por caso, el
sentimiento de compasión se puede agudizar, enaltecer después de leer el
cuento La tristeza, del genial Anton Chejov. Y otro ejemplo para
cerrar: la felicidad específicamente literaria que nos brinda el ponerse a descifrar
esa maravillosa metaficción de Italo Calvino titulada Si una noche
de invierno un viajero.