Betty o los infortunios de la virtud

Por Moira Soto


A veces, ocurren milagros. Del latín miraclus, palabra derivada del verbo mirare -contemplar con admiración, asombro o estupefacción-; verbo este más que apropiado para remitirnos al reestreno de una de las obras magnas de Dario Argento, Terror en la ópera (solo Opera, en el original, 1987), que ¿casualmente? es presentada por Mirada Distribution, sello local que el febrero pasado ofreció a los/as fans del otrora vituperado artista visual italiano la reposición de otra gema restaurada: Rojo profundo (1975). Bueno, lo de milagroso -relativo a un hecho que no puede explicarse por leyes naturales o científicas- viene de perlas porque, localmente, es rarísimo que se reestrenen films que por alguna razón valedera han alcanzado categoría de clásicos. Y hay que decir que este suceso prodigioso de reponer en el mismo año dos piezas maestras de Argento -actualmente muy valoradas por la crítica, no así en sus respectivas fechas de estreno- tiene lugar sin la intervención divina. Mirácolo, pues, para decirlo alla italiana, que dos argentos visiten las salas comerciales. Honor al mérito: la Sala Lugones brindó en junio, una vez más, un ciclo de varias de sus mejores películas, auspiciado por la Cinemateca Argentina y el Instituto Italiano de Cultura.

De las chicas de las pesadillas ensangrentadas de Dario Argento, Betty, la cantante lírica de Terror en la ópera, es quizás la que mejor concentra y destila las obsesiones del autor italiano, tan subestimado en general por la crítica hasta comienzos del siglo 21. Y no solo en estos pagos australes se lo trataba al director de mal imitador efectista de Hitchcock, sino que en la mismísima Francia no se lo consideraba digno de figurar en ningún canon fílmico. Salvo, previsiblemente, gente de la revista Cahiers du Cinéma, que en 1999, en ocasión del estreno en París de El fantasma de la ópera -que se despega de la novela de Gaston Leroux-, le dedicó una entrevista en la que Argento les reconocía, no sin dolor, a Jerome Larcher y Nicolas Saada que durante años “los críticos dijeron las peores cosas sobre mí, mis films fueron cortados por la censura. Se escribieron conceptos muy crueles en contra de mis obras, casi nadie me defendía. Por eso, me siento muy orgulloso  y honrado por este homenaje de la Cinemathèque Française. Pero aún tengo un gusto amargo en la boca”. A su vez, en el encabezado de la crítica sobre el estreno antes mencionado, anotaba Charles Tesson: “Marginalizado por la crítica e ignorado por la industria, el gusto y las modas, Dario Argento ha devenido en cierta forma el fantasma de la ópera-cine: aquel que sabe, que detenta un secreto, una magia de la puesta en escena...”.


Betty, la angelical joven perseguida por recuerdos –o fantasías, no está muy segura–, que heredó de su madre el mismo color de voz y que nada más comenzar Terror... -previo accidente de la diva de turno– se entera de que va a protagonizar Macbeth, de Shakespeare-Verdi al día siguiente. ¿Les suena a aquel superclásico de Leroux generador de tantas versiones y reversiones, que incluyen una comedia musical? A Argento, también, claro, porque una de las adaptaciones cinematográficas –la de Arthur Lubin, con Claude Rains, 1943– fue la primera película del género que vio cuando era chico. Pero, como de costumbre, Dario -que posteriormente filmaría la extravagante adaptación citada más arriba- hace la suya y no nos priva, faltaba más, de manos enguantadas (de negro), objetos punzantes (cuchillos, tijeras de sastre, picos de aves) que atraviesan la carne viva y la desangran, calles y casas vacías, pasillos y escaleras, lluvia y fuego...

En cierta forma, Terror en la ópera resultó una especie de revancha de Argento por no haber podido poner en escena en Roma el Rigoletto verdiano. De modo que en este film de fines de los '80, no solo se da el lujo de presentar una régie de vanguardia del Macbeth sino que además propone a uno de los personajes como su alter ego: el puestista Marco es un realizador de cine fantástico que, con típico humor argentiano, se burla de las críticas que lo mandan de vuelta a las películas de horror, indicándole que se olvide de la ópera. Obviamente, Marco no les hace caso y para esta ópera con fama de atraer la yeta, contrata una bandada de cuervos, pájaros de tan mal agüero como la ópera elegida (amén del homenaje a Hitchcock, a quien D.A. ya pagó su deuda de sangre, que era menor; y a Poe, un escritor que adora y de quien versionó con tono paródico El Gato negro, incluyendo componentes de otros cuentos, en la segunda parte de Ojos diabólicos, 1990).

Las amantes de Argento ya lo saben, y las otras –si no se fruncen ante crueldades refinadísimas y escenas de cirugía mayor bellamente filmadas– pueden ir enterándose: el maestro se ne frega en la lógica y las convenciones del thriller. Su especialidad es la pesadilla dentro de la pesadilla y la resolución del misterio es siempre caprichosa, arbitraria porque, como señala Marco respecto de sus presuntas obras, “nunca es aconsejable ver un film como guía de la realidad”. Y menos aún si hay una mujer durmiendo que sueña a una mujer durmiendo, una masa encefálica que palpita cuando se acercan las alucinaciones o un amante de la finada madre de la protagonista (cuando ésta era niña) que parece a lo sumo su hermano mayor.


¿A quién de nosotras que haya ingresado gustosamente a este universo paralelo le pueden importan estas nimiedades cuando a Lady Betty el encapuchado enguantado le pone pestañas de agujas para obligarla a mirar el degüello de su frustrado amante? Porque aquí, devotas del chucho terrorífico, Argento se pone salomónico y desangra a pareja cantidad de mujeres y varones. Y el que no pierde la vida al menos pierde un ojo, devorado por un cuervo vengativo después de una pasmosa toma subjetiva (del ave revoloteando en un teatro lleno de gente).

Binoculares, cámaras, pantallas de TV, equipos de audio, Brian Eno y Verdi (más un toque de Puccini), ojos muy abiertos y ojos vendados, traumas de la infancia y, ya saben, el asesinato como un arte prologado por excitantes digresiones, se conjugan en este shock de violencia sublimada hasta la abstracción. Que termina, como dicen en el noticiero de la tele, con un coup de théatre, pero no en la sala donde actuó Betty sino en los Alpes, con bosques de coníferas y cielos muy azules. Efectivamente, el mismo escenario abierto de La novicia rebelde, donde una chica también inocente cantaba otras canciones que no traían mala suerte (salvo la de cargar de un saque con siete hijos ajenos y el mismísimo capitán Von Trapp).

Terror en la ópera se reestrena en cines el 3 de agosto



Trailer reestreno Terror en la ópera

Ciclo Argento organizado en París por Les Inrocks y otras marcas (2018)