Por Moira Soto
De las chicas de las
pesadillas ensangrentadas de Dario Argento, Betty, la cantante lírica de Terror
en la ópera, es quizás la que mejor concentra y destila las obsesiones del
autor italiano, tan subestimado en general por la crítica hasta comienzos del
siglo 21. Y no solo en estos pagos australes se lo trataba al director de mal
imitador efectista de Hitchcock, sino que en la mismísima Francia no se lo
consideraba digno de figurar en ningún canon fílmico. Salvo, previsiblemente,
gente de la revista Cahiers du Cinéma, que en 1999, en ocasión del estreno en
París de El fantasma de la ópera -que se despega de la novela
de Gaston Leroux-, le dedicó una entrevista en la que Argento les reconocía, no
sin dolor, a Jerome Larcher y Nicolas Saada que durante años “los críticos
dijeron las peores cosas sobre mí, mis films fueron cortados por la censura. Se
escribieron conceptos muy crueles en contra de mis obras, casi nadie me
defendía. Por eso, me siento muy orgulloso y honrado por este homenaje de
la Cinemathèque Française. Pero aún tengo un gusto amargo en la boca”. A su
vez, en el encabezado de la crítica sobre el estreno antes mencionado, anotaba
Charles Tesson: “Marginalizado por la crítica e ignorado por la industria, el
gusto y las modas, Dario Argento ha devenido en cierta forma el fantasma de la
ópera-cine: aquel que sabe, que detenta un secreto, una magia de la puesta en
escena...”.
En cierta forma, Terror
en la ópera resultó una especie de revancha de Argento por no haber
podido poner en escena en Roma el Rigoletto verdiano. De modo
que en este film de fines de los '80, no solo se da el lujo de presentar una
régie de vanguardia del Macbeth sino que además propone a uno
de los personajes como su alter ego: el puestista Marco es un realizador de
cine fantástico que, con típico humor argentiano, se burla de las críticas que
lo mandan de vuelta a las películas de horror, indicándole que se olvide de la
ópera. Obviamente, Marco no les hace caso y para esta ópera con fama de atraer
la yeta, contrata una bandada de cuervos, pájaros de tan mal agüero como la
ópera elegida (amén del homenaje a Hitchcock, a quien D.A. ya pagó su deuda de
sangre, que era menor; y a Poe, un escritor que adora y de quien versionó con
tono paródico El Gato negro, incluyendo componentes de otros
cuentos, en la segunda parte de Ojos diabólicos, 1990).
Las amantes de Argento
ya lo saben, y las otras –si no se fruncen ante crueldades refinadísimas y
escenas de cirugía mayor bellamente filmadas– pueden ir enterándose: el
maestro se ne frega en la lógica y las convenciones del
thriller. Su especialidad es la pesadilla dentro de la pesadilla y la
resolución del misterio es siempre caprichosa, arbitraria porque, como señala
Marco respecto de sus presuntas obras, “nunca es aconsejable ver un film como
guía de la realidad”. Y menos aún si hay una mujer durmiendo que sueña a una
mujer durmiendo, una masa encefálica que palpita cuando se acercan las
alucinaciones o un amante de la finada madre de la protagonista (cuando ésta
era niña) que parece a lo sumo su hermano mayor.
Binoculares, cámaras,
pantallas de TV, equipos de audio, Brian Eno y Verdi (más un toque de Puccini),
ojos muy abiertos y ojos vendados, traumas de la infancia y, ya saben, el
asesinato como un arte prologado por excitantes digresiones, se conjugan en
este shock de violencia sublimada hasta la abstracción. Que termina, como dicen
en el noticiero de la tele, con un coup de théatre, pero no en la
sala donde actuó Betty sino en los Alpes, con bosques de coníferas y cielos muy
azules. Efectivamente, el mismo escenario abierto de La novicia rebelde,
donde una chica también inocente cantaba otras canciones que no traían mala
suerte (salvo la de cargar de un saque con siete hijos ajenos y el mismísimo
capitán Von Trapp).
Terror en la ópera se reestrena en cines el 3 de agosto