Analía no Callas

Por Analía Cobas*

Analía Cobas durante una función de Dido y Eneas, de Purcell,
con dirección de Silvana D'Onofrio
Crédito: Marcos Sebastián Rodríguez

Mi tío Daniel no usa celular ni está bancarizado, es un espíritu realmente libre. Con el mate amargo en la mano, empieza a reírse y a bailar. No me da chance de elegir pese a que le digo que no, por favor. Que no puedo aceptar un regalo tan valioso, pero él ya lo tiene decidido. Se despoja de su moderno y sofisticado equipo de música y me entrega su colección entera de casetes y algunos compactos. “Todo tuyo, para que lo disfrutes”.

Ya en mi casa natal, me encierro en  mi pieza de adolescente soñadora y comienzo a viajar. Es decir, a cantar en italiano repasando una y otra vez lo que escuchaba y lo que tenía escrito en el librito con las letras de cada tema y su gloriosa traducción en cursiva que venía dentro del casete. 

Repetición. Error. Repetición. Error. Enojo. Repetición. Desear que todo me salga bien de entrada. Frustración. Intolerancia. Repetición. Recompensa. Empezar a notar pequeños avances. Repetición.

Ponía los casetes, algunos sin estrenar, encontrando nuevo sentido en la remanida frase “el cielo con las manos”. Había recibido un mega regalo que incluía cientos de joyas que superaban mis más alocadas fantasías. Iba de una zarzuela a una sinfonía, y de ahí a una salmodia de cantares de monjes gregorianos. Sin saberlo, comenzaba a entrenar de manera intuitiva. Trataba de tener la percepción de cada sonido y de adivinar a qué instrumento pertenecía, así como de prestar atención a cada fraseo, a cada modulación de las voces e imitar aquellos sonidos.

Hasta que llegué a Los Tres Tenores, a las formidables voces de Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras haciendo algunas canciones que me eran familiares porque le gustaba cantarlas a mi abuelo materno. Él, cuando se dejaba llevar por el entusiasmo, las bailaba y hasta las actuaba con un repasador sobre la cabeza o agitándolo con vehemencia al vento nella sua cucina. Una fiesta para mis oídos volver a escuchar estos temas por semejantes voces con gran acompañamiento orquestal. Gracias a los auriculares, que llegaron con el equipo y los discos, podía quedarme horas sin registrar el paso del tiempo, en comunión perfecta con la música. Hasta que en un momento, adolescente ya completamente flechada, tuve una iluminación: ¡Yo quiero cantar así!

¿Cómo se llegaba a soltar otra voz, a conseguir afinación? Empecé a perfeccionar mis intentos por imitar lo que escuchaba, comencé a dejarme habitar por el sonido y el sentido. Mi voz subía y se iba allá arriba, hasta volverse finita y chillona. Cuando imitaba la voz de los tenores, parodiándolos, me tentaba de risa, mi voz devenía más pesada y más baja, se oscurecía. No sabía nada sobre resonadores de pecho, pero jugando descubría un nuevo y fascinante universo.

Entonces, sucedió algo increíble. Una tapa con la imagen de una mujer me cautivó. Un rostro relajado sin adornos, sin pose. Labios rojos entreabiertos, altos pómulos, mirada ardiente. Corrí a poner el casete, y quedé  totalmente hechizada. ¿Cómo hacía eso? ¿Había mujeres que podían cantar así?, ¿llegar allí donde los tenores no podrían hacerlo? 

Sí, ¿quién otra?: MARIA CALLAS.

Me puse a buscar anhelante en esta isla del tesoro musical heredado y llegué así a una cumbre: Madama Butterfly, casete en edición especial con un cuaderno de lujo, el libreto, fotos divinas. El corazón no me cabía en el pecho, las palpitaciones se aceleraban aún cuando no entendía todo lo que decía esta voz de diosa del Olimpo, apoyada en las sublimes melodías de Puccini. Esta mujer podía llevarme de una a otra emoción, pasar por diversos estados de ánimo en cuestión de segundos. ¿Cuál era su truco? ¿Qué era esta suerte de milagro? Quería ser como ella, atravesar corazones cantando Un bel di, vedremo... Me hice adicta, #maríacallasdependiente. Volvía una y otra vez a rebobinar el casete. Empecé a experimentar con mi voz, a jugar e intentar sostenerla sin fluctuaciones. A copiar el tempo de respiración y de emisión. Uno de los ejercicios que practicaba era poder sostener la misma nota al mismo volumen mientras me desplazaba por la habitación sin agitarme. Allí descubrí mi diafragma, tener apoyo era vital para lograrlo. 

En Dido y Eneas
Crédito: Marcos Sebastián Rodríguez

La Reina de la noche en el aria Der Hölle Rache, de La Flauta Mágica de Mozart. Callas, como quien no quiere la cosa, desplegaba una destreza imposible, permanecía con vida en tremenda emisión y cuando finalizaba yo había llegado a un lugar en el que quería permanecer, haciendo lo mismo -vaya ínfulas las mías-, quería ser como ella. Fragmentaba el aria en partes, iba intentando hacerla de a tramos sin que pareciera que gritaba porque alguien me había pisado el pie.

Pero querer no siempre es poder. En mi caso, necesitaba aprender la técnica. Repetición. Error. Frustración. Repetición. Error. Enojo. Repetición. Deseos fervientes de que saliera bien. Frustración. Intolerancia. Repetición. Desafine (¡vergogna!). Volver a intentarlo. Recompensa ante la más leve mejoría. Festejo risueño, gozoso. Empezar a notar pequeños avances. Repetición. Cansancio. Pausa. 

Desde muy pequeña, el juego preferido con mi hermana, en la pileta, era ver quién aguantaba más tiempo bajo el agua. Sin saberlo, ya estaba entrenando mi aparato fonador y mi respiración costo diafragmática: eso que suelen decir de respirar con la panza, aunque se trata de algo mucho más abarcativo. (Hoy, sin entrenamiento diario, ¡alcanzo los 50 metros de apnea en movimiento!). Este tipo de respiración amplia es fundamental para el bel canto. La voz lírica requiere entrenamiento constante, cuidados especiales y absoluta disciplina. Estar en presencia con il corpo e la mente. Confiar en una misma y dejarse llevar.

Cuando descubrí embelesada a Callas, todavía me faltaba darme cuenta de que se canta con todo el cuerpo, que no solo hay que preparar las cuerdas vocales. Para cantar lírico, para poder estar en la ópera tenés que llevar un estilo de vida acorde. Una voz longeva es una voz bien entrenada y, en consecuencia, saludable.

Otra escena de Dido y Eneas
Crédito: Marcos Sebastián Rodríguez

Una técnica exigente que por momentos te conduce a una rutina enloquecedora: con mi primera maestra todo estaba anclado en el sufrimiento. Afortunadamente, con Alejandra Goobar entendí que se podía ser una maestra exigente y precisa, pero con respeto y buenas maneras. Esas maestras hacen una diferencia positiva en tu vida. Te inducen a amar los intentos, los fracasos y abrazar los logros, querer ir por más. La voz lírica es por momentos muy desafiante, te hará cuestionarte muchas veces si seguir o abandonar.

Silvana D’Onofrio hace 20 años dirige ópera, única mujer en Argentina que lo hace de manera independiente y en forma ininterrumpida. Conduce la orquesta con la misma templanza y serenidad con que maneja su auto. Es muy capaz de idear un cuadro queer para Dido y Eneas, de Purcell, en la escena de los brujos. Se reapropia de los textos y les da una vuelta creativa.  La palabra de Silvana vale, y mucho. Si ella dice que vamos a poder lograrlo es porque lo lograremos. Estoy segura de que tiene un reloj alemán en su bolsillo porque jamás llega tarde, nunca termina a destiempo un ensayo. En la compañía se respira aire familiar y solidario. La base es conseguirlo en equipo y que no reine el individualismo. Todxs hacemos todo y damos lo mejor. Lo más hermoso es ver cómo nos apoyamos entre nosotrxs para potenciarnos. Silvana es nuestro faro para siempre llegar.

En óperas de antaño, como Traviata o Lucia de Lamermoor, podemos entender el lugar que ocupaba la mujer como objeto de canje, por razones económicas o políticas. También, al igual que en la tragedia clásica, la muerte violenta solía ser el destino fatal de las heroínas. Mujeres llevadas a situaciones extremas de vulnerabilidad por personajes masculinos haciendo abuso de poder. La ópera me enseñó a entender profundamente la condición femenina en otras épocas al identificarme con ellas a través del canto, de la música. Pero también debo decir que Verdi, Puccini, Bizet, Donizetti y compañía, más allá de finales desdichados, pusieron en valor a muchos de los personajes femeninos que tanto conmueven a amantes de este género que despierta pasiones tan impetuosas.

Algo ocurre con la voz lírica, algo que trataré de verbalizar sin más preámbulos: no importa cuán roto esté tu corazón, cuán malo haya sido tu día, incluso si has tenido la peor semana de tu vida… Al vocalizar, al tomar conciencia del velo de tu paladar, al trabajar tus resonadores, al caminar el escenario en cada toma de aire y vibrar con la emisión de tu voz libre rebotando en la cúpula del teatro, algo pasa. Algo mágico y casi imposible de describir: me siento directamente conectada al cielo. Mi alma vuela y se posa en lo más alto. Cierta vez, durante un ensayo general, Antonio Leiva, régisseur, productor, alma mater del Teatro Empire (donde canto habitualmente), me escuchó cantar los dificilísimos  coros internos,  específicamente los Aleluya de Cavalleria Rusticana, de Pietro Mascagni y me preguntó si estaba en trance. ¡Sí!, le respondí sin rodeos. 

Más allá de la técnica, más allá de poner el cuerpo al servicio de lo que está sucediendo en tiempo real junto a una orquesta, es mi corazón lo que se oye... ¿Es posible? ¿La música me da vida mientras yo le doy, al mismo tiempo, vida a la música? Algo inefable, indecible pasa cuando canto.

Grabado en pandemia, sin entrenar pero con ánimo de recuperar el canto 

*Licenciada en Ciencias de la Comunicación con orientación en Opinión Pública y Publicidad, UBA. Jefa de Prensa especializada en Cultura. Docente de la Universidad de Buenos Aires, cátedra "El rol del agente de prensa como gestor cultural".