Ruidos en la panza y cine al anochecer

 Por Guadalupe Treibel

Ph: Guadalupe Treibel

Si desear a la mujer del próximo está penado con llamas dantescas, cuesta imaginar qué castigo le tendrán preparado en la otra vida a Humphrey Bogart, que no solo le arrastra el ala a su cuñada sino que diseña y ejecuta estupendamente el asesinato de su esposa en Conflict, film noir del ‘45 dirigido por Curtis Bernhardt, que en Francia titularon La mort n’était pas au rendez-vous. La muerte sí fue a la cita, lo sabemos todos los amantes del género negro que nos hemos congregado este sábado de abril en la casi llena Sala Henri Langlois, así bautizada en honor al venerado archivero y fundador de la Cinemateca Francesa. La primera fila está a tope, y por elección; acaso con la fantasía de estar en el interior de la película de marras.    

Edward Robinson y Humphrey Bogart,
en Bullets or Ballots

Llueve esta noche, como ha llovido -y lloverá- todos y cada uno de los días que estoy de visita en París. También lo hará cuando vuelva a la Cinémathèque para ver Bullets or Ballots (Guerre au crime), del ’36, con Edward Robinson oficiando de héroe trágico de modales un tanto toscos, que lucha contra el crimen organizado y, ¡oh, casualidades del cine negro!, debe vérselas con un joven Bogart villano.

Así se convertirá en una irresistible rutina pasar los anocheceres de mis vacaciones parisinas con Bette Davis, Errol Flynn, Joan Blondell, James Cagney y otros protagonistas de este ciclo que rinde tributo al centenario de la Warner Bros, o “la fábrica de estrellas”, como nos recuerda la institución a sus feligreses, que dialogamos entre respetuosos susurros mientras esperamos que las luces se apaguen…

No sé de otra ciudad que quiera tanto al cine, que proteja en general a la cultura. Y digo ciudad, sí, porque nomás salir y atravesar el parque Bercy y luego cruzar el río Sena, acabo caminando por la rue Thomas Mann, autor de Muerte en Venecia, que Visconti adaptó en pantalla grande. Metros más adelante doblo por la calle Marguerite Duras, cineasta además de enorme novelista, y por un instante, siento que la escenografía está montada para mí. De hecho, al día siguiente rumbeo hacia cierta necrópolis, ¿y en qué lugar termino recalculando, mapa en mano? En el callejón Chantal Akerman.

Ph: Guadalupe Treibel

Como me sobran algunos minutos del plan roaming, me doy permiso para hacer una llamada a Buenos Aires, marcarle a la amiga cinéfila que me presentó Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, solo para contarle dónde estoy parada. Y ampliamos, claro; después de todo me encuentro en la cité de las galerías chiquitas que, como quien no quiere la cosa, exhiben entrañables fotografías d'altri tempi, prácticamente desconocidas, de rodajes de pelis de posguerra tomadas por un tal Alain Adler, eminencia en lo suyo, según me entero mirando gratarola sus retratos de Jean-Luc Godard, Annie Girardot, Jean Gabin, François Truffaut, Alain Delon, Belmondo…

Lo que me olvido de contarle a mi amiga, o acaso mi subconsciente lo omite, es que el día anterior fui a conocer la Fundación Cartier -obra del arquitecto Jean Nouvel, el mismo del Museo du quai Branly y del Instituto del Mundo Árabe-, y salí con el corazón en el puño: en sus jardines había una cabaña chiquitísima, de ensueño, que resultó ser una instalación de Agnes Vardá en memoria a su gata Zgougou, que en paz descansa, seguramente reconfortada por la amorosidad de este cortometraje que le encuentra el costado luminoso a la muerte. Si salgo lagrimeando es porque me recuerda que mi gata más pequeña me espera enferma en Buenos Aires, ya hay fecha de operación programada.

La cabane du chat
Ph: Guadalupe Treibel

Sin necesidad de excusas, decido que es un buen momento para endulzarme la vida en la pâtisserie / boulangerie de mi barrio, el 13e arrondissement; un atrevimiento llamarlo “mío”, pero qué decirles, la idea de adoptarlo me pone del mejor humor. Encaro hacia Place d'Italie, mi estación de metro, y nada más salir la veo a la distancia: Chez Meunier me saluda con sus aromas a delicias recién horneadas. ¿Qué será hoy? ¿Un croissant de almendras?, ¿el chausson aux pommes?, ¿el babka à la pistache…? Se me ha vuelto sana costumbre visitar esta panadería sin ínfulas que un palermitano no tardaría en catalogar como “boutique de panes”.

Hay panes, sí, una selección bien apetitosa, con toda suerte de semillas y especias, pero los ruidos en la panza me dirigen sin rodeos al sector dulce de la vitrina, que despliega sus variedades como si se tratara de una muestra de artes visuales. Encima acá envuelven los productos en unas cajitas monísimas, como si fueran joyas; que sí lo son, vamos, no todos los días se encuentra una con semejantes pain au chocolat, fraisier, tarteletas de frambuesa, de vainilla, de limón, chouquettes… Al final la mudita -que vendría a ser yo, dada mi incapacidad de hablar el idioma- eligió un eclair de chocolate con señas muy precisas, acompañado por un café riquísimo, que devora en la modesta plaza de enfrente. Gracias, Chez Meunier, por hacerme sentir mejor que en casa en estos días lejos de casa.