Por Cecilia Sorrentino
Ilustrado con collages de Juliana Rosato
La dalia es plural. Infinitas las variaciones de
sus corolas y colores. De sus pétalos redondos, alargados, mínimos, anchurosos,
quebrados, abiertos, arremangados.
El tiempo de la dalia se atiene a los rituales de
la lentitud y de la espera. Cada año es preciso levantar los bulbos, pero la
tarea no se hará antes de que, ya sin flores, las plantas sequen sus hojas y
sus tallos. Se evitarán, mientras tanto, los comentarios que puedan
avergonzarlas. Si deslucen el cantero más soleado del jardín, es por defecto de
la mirada: suele ver rasgos mortales, donde sucede un renacimiento.
Luego de separar los bulbos nuevos, cada racimo
debe envolverse en papel de diario y reposar en lugar fresco hasta
febrero.
En febrero se puntea el surco y se quitan las
malezas. La distancia entre los huecos que ocuparán los bulbos se marca
previendo el desarrollo de ramas y flores. Se anida un bulbo en cada hueco y se
lo cubre con tierra sin tapar el viejo muñón del tallo. Todavía habrá que
cuidar los brotes de las heladas tardías. Cubrirlos cada noche con arpillera y
desabrigarlos para el sol, ya pasada la media mañana.
Mas cuando en el jardín el tiempo corre apresurado
y desatento, dalia es el nombre del exilio.
Papel picado del cielo, las nomeolvides no son,
están. Nadie las planta en el jardín que aquí se trata. Aparecen en la
grieta, el rincón, el surco de los ajíes, el bajo de un rosal de pie, el
cantero de las portulacas.
Sus breves tallos tienen la eslabonada adherencia
de la memoria. No asombra verlas convertidas en prendedor sin alfiler de gancho:
tomados entre sí, los tallos de nomeolvides se sujetan al pulóver de lana, el
vestido de piqué o el saquito de banlon.
Violeta:
Se cree flor, pero es el asombro de una aparición. Por eso prefiere las
sombras alargadas del invierno, el musgo junto a la canilla que gotea, la
penumbra del escondite de un sapo.
Bajo sus hojas de corazón, la violeta perfuma el secreto misterio del
azul.
Fresia:
Un ramo de fresias blancas inunda de belleza la
soledad. Y en el instante de una inspiración, se vuelve a aquel primer
jardín.
Mi padre, como quien trae un tesoro, deja en mis
manos los bulbos pequeños y almendrados que compró en La Germinadora. Luego
abre un surco, que al año siguiente serán dos y después tres.
Entonces, cada agosto, un entrevero de amarillos y
naranjas y azules y violetas y rojos y morados ostentará su prepotencia de
jardín, en el fondo que las acelgas, el orégano, las albahacas y la radicheta,
pretenden huerta.
Arvejilla:
Las ofende el hilo de rafia que sujeta los pesados
tallos del tomate. Las humillan las medianeras. Esbeltas y ligeras, las
arvejillas tienen sus propios arneses de espirales verdes. Con ellos trepan por
los rombos de un cerco propicio para el encuentro de las vecinas.
El perfume de la arvejilla es sutil. Quizás porque,
recatada, prefiere no interrumpir la conversación.
Jazmín del país:
La bóveda verde del jazmín del país es un cielo prodigioso y efímero. Prodigioso
en la visibilidad diurna de sus constelaciones. Efímero como sus estrellas que
son todas fugaces.
Las continuas variaciones del trazado hacen que el mapa astronómico del
jazmín del país resulte inútil para orientar las travesías. Imperioso es
aclarar que tal inutilidad, solo es igual a la de la obra de arte.
Cómplice de los juegos y vigía de las veredas. Sus ramas pertenecen a la
familia del trapecio. Delgadas y consistentes se ofrecen a las manos infantiles
invitándolas al salto y el balanceo.
Hay quienes aún recuerdan la visión fantasmal de sus troncos cuando,
blancos de cal, marcharon al combate contra aquella epidemia.
Ligustrinas:
Cuerpo vivo del cerco, la ligustrina es el límite entre la vereda y el
jardín del frente. Gusta codearse con pilares de ladrillos y puertas de hierro
que chirrían. Los racimos de sus pequeñas flores tienen el aroma de la leche
tibia con miel. Si no frecuentan los floreros, si detestan las tijeras de podar
y reniegan de paralelas y perpendiculares, es porque saben del privilegio de su
destino: el de brindar mórbido apoyo a la pasión de los primeros besos.
Trébol:
Verde tapiz de las siestas sin dormir de los veranos. En cuanto el
mentón descansa sobre el dorso de la mano, se accede al mundo de lo diminuto.
La visión corrige el foco de las proporciones y entra en el bosque. Ya sabemos
que allí todo es posible. Innumerables árboles de triple copa guardan el tesoro
de un antiguo cairel, de una esmeralda mal llamada mostacilla. A veces, huye un
monstruo de cien patas o se convierte en perla gris un cascarudo prehistórico. Hasta
que, al fin, ahí está: equilibrado y excepcional, el
ejemplar de cuatro hojas, que urge guardar entre las de papel, del libro más
preciado.