Por Stella Galazzi
Los años van para atrás, decía la abuela, y ninguno entendía nada. Nos quedábamos mirándola y no sabíamos qué responderle, tampoco nos animábamos a preguntarle qué quería decir con esa frase porque ella nos habría despreciado con la mirada, y hasta era muy capaz de echarnos con un gesto de la mano y luego meterse en su cuarto.
Habíamos ido a verla Martita, Joaquín y yo,
para pedirle plata. A Marta se le había ocurrido un negocio y aseguraba que no
podía fallar, pero necesitábamos invertir un dinero de entrada. Claro que
Joaquín y yo no solo no teníamos dinero sino que estábamos tapados de deudas.
Marta pensaba encargarse de organizar y llevar las cuentas, atender el
teléfono; y nosotros, Joaquín y yo, tendríamos que hacer al principio el resto
del trabajo, porque la idea era contratar gente cuando la cosa funcionara.
No queríamos que la abuela se enterase del
proyecto, porque nunca apoyaba nuestras ideas, así que le fuimos con el cuento
de una enfermedad de mamá. A mí me daba un poco de culpa enfermar a la vieja, soy
supersticioso, aún sigo con el temor de que por nuestra causa algo le pueda
pasar, pero la situación era desesperante.
Martita criando sola a Agustín, siempre
enfermo, tan débil, tiene doce y parece de siete; trabajando todo el día en la
máquina, cosiendo guardapolvos, o corpiños, le pagan mal y después los venden
carísimos.
Joaquín que no puede zafar de los burros,
siempre empeñando, siempre apostando lo que consigue con la ilusión de
salvarse. Mamá dice que juega para perder, que le encanta vivir desesperado, al
borde del abismo. Tiene cada cosa la vieja, con lo que sufre Joaquín, porque lo
suyo es una adicción. Pero para ella es un atorrante, un vicioso.
Y yo, desde que vivo con la petisa, no hago
pie. Trabajo en la fábrica, pero el sueldo no alcanza para nada, le prometí
tantas cosas... Sé que ella estaba para más, podría haber conseguido al que
quisiera, y yo le vendí un buzón. Le prometí el oro y el moro, ahora quiere
cobrar, o “tirar el buzón a la calle”, así me dice la muy turra. Es tan linda
la petisa; buena y cariñosa, pero brava. En mi familia todas las mujeres son
bravas, saben ir para adelante y te arrastran, a Joaquín le vendría bien una
así. Si estuviera con la petisa, casi ni pensarlo puedo de los celos que me
dan, si estuviera con ella, adiós al juego; lo ata a la cama y lo espera a la
salida el día del cobro, y ni para cigarrillos le deja. Me lo hace a mí, cobro
y chau, desaparece el sobre. Igual la plata no alcanza, siempre se necesita
algo nuevo. Cuando no es una tele es un lavarropas o unas vacaciones, que las
tenemos merecidas, o una pilcha de marca porque no vamos a andar como crotos. Y
así, las deudas se acumulan.
Por eso vinimos a lo de la abuela, que no sé
cómo hace pero ahorra y va comprando dólares que guarda en la casa, andá a
saber dónde, cuál será el último escondite. Cuando cuenta es porque ya no están
más ahí; por ejemplo, en una lata grande de galletitas, los ponía en el fondo,
arriba un cartón y encima las traviatas. Otro sitio que eligió fue una linterna
de chapa del tiempo de ñaupa, y en vez de pilas, los rollos de verdes.
Los años van para atrás, vaya uno a saber qué
querrá decir... Martita la tiene con que la noticia de la enfermedad de mamá la
trastornó, yo no lo creo así. La abuela, con tal de no ser ella la enferma,
aguanta cualquier cosa. Además, no se llevan bien, nunca le perdonó a su hija
que se casara con nuestro padre, “ese negro”. ¡Como si ella fuera tan rubia!
Aunque es verdad que su padre era alemán, ella no sacó nada de él, pero
igualmente siempre se vio rubia y de ojos celestes.
Mi papá, que en paz descanse, nunca tuvo muchas
vueltas y se lo decía: “Usted tiene una abuela charrúa como yo, quién le dice,
capaz que somos parientes por partida doble”. La vieja lo fulminaba con los ojos.
Murió joven mi papá, ni por lástima dijo ella alguna vez algo bueno de él. Y
mirá que la venía a visitar los fines de semana, sin quejarse nunca de esos
domingos interminables en los que había que comer a las doce, recostarse un
rato, tomar el té a las cinco. Ahí el viejo se sentaba en el patio con el mate,
la abuela decía “el gaucho ya se fue al ombú”. Después cenábamos, mamá lavaba
los platos y volvíamos a casa. Un bodrio esos domingos todos iguales.
La idea de la Marta no es mala, quiere poner
una bicicletería, vender, arreglar y hacer entregas a domicilio. Yo al
principio le dije que no me parecía, que las entregas ya funcionaban, y ahí
ella me dice que son para el barrio, que cobraríamos menos , arreglar las
bicicletas tanto mi hermano como yo sabemos. Hasta Marta sabe; el viejo nos
enseñó, amaba las bicicletas, teníamos una cada uno, en casa nunca hubo auto.
Salíamos los cinco en bici a visitar parientes,
a pescar, a dar vueltas por el pueblo, una vez nos fuimos a un campo como a treinta
kilómetros a comer un asado a lo de un amigo de mi padre, creo que éramos
felices. Pero cada uno tenía que arreglar la suya una vez cumplidos los diez
años, esa era como la entrada en la adultez, era importante: cumplías diez y el
viejo te regalaba herramientas que aprendías a usar de tanto ver a los otros
hacer arreglos y también de las ganas de ser grande. Yo soy el más chico, esos
nueve se hicieron interminables, ¿será eso lo que quiso decir la abuela, que el
año se le hace interminable? No creo, porque también protesta por lo pronto que
llega cada navidad. Andá a saber.
Nos dio unos mangos, no lo que pedíamos. Dijo
que esos pesos era todo lo que tenía; o sea que una vez que los pasa a dólares
se vuelven intocables. Vieja guacha, ni la enfermedad de la hija la conmueve.
Tengan paciencia, pidió mirándonos como si
maliciara que la estábamos engrupiendo. Los años van para atrás, repitió una
vez más.
Chau negocio, nos repartimos los pesos. Joaquín
seguro que se fue a jugar, ojalá gane esta vez ya que usamos a mamá. Martita
comentó que le iba a comprar una tablet al nene. Y yo creo que primero me como
una picada con cerveza en el club con los muchachos, y mañana le compro un
anillo a la petisa y la enamoro por un rato.