Por Brenda Howlin*
Lunes 7:00 am.
Semidormida, abro la
cortina de su habitación como todas las mañanas para que los rayos del sol la
despierten amablemente mientras comienzo a repetir el mantra matutino: “Vamos,
Lila arriba, vamos, mi amor, hay que ir al colegio”. Encandilada, entrecierro
los ojos y hago la cama de Dylan, el menor, quien nunca amanece en la suya,
sino en la mía. De un movimiento preciso saco la mochila del perchero. De
pasada para la cocina, junto los restos de la noche anterior y voy rearmando la
casa, que se arma y se desarma cada día: junto autitos, dibujos, crayones y los
tiro en una caja que contiene todos los objetos infantiles que nadie sabe dónde
guardar. Levanto medias del suelo y me las incrusto en la nariz para detectar
si son para lavar o guardar y me llevo a la cocina todo lo que entra en mis
manos. Allí, improviso un desayuno/almuerzo/merienda, en absoluto silencio para
no despertar al menor y los guardo en una lunchera de Unicornios (con manchas
que nunca pude sacar y que las maestras deben criticar, no sin razón). Pongo la
pava en el fuego con la ilusión de tomarme al menos un mate.
7:10. Nos quedan 20
minutos.
Vuelo a la habitación de
Lila. Sus ojos siguen totalmente cerrados y sus piernas están más despatarradas
de lo que estaban minutos antes. Entonces recurro al segundo mantra: “Vamos a
llegar tarde otra vez, por favor, levantate, dale, Lila”. Siempre me pregunto
si me escucha y se hace la que no me escucha o si de verdad está tan dormida
que no me escucha. Enciendo la luz y levanto su manta calentita, mientras sigo,
“mi amor, se nos hace tarde, vas a cantar sola otra vez el himno a la bandera
desde el pasillo”. Saco de un cajón su uniforme, hecho un perfecto bollo,
guardado por ella misma y lo despliego sobre el sillón con la esperanza de que
se autoplanche en pocos minutos. Rendida ante la ausencia de respuesta, subo
las escaleritas de su cama cucheta y la bajo intentando que no se lastime y
cuidando de no desgarrarme los hombros, pues ya pesa 25 kilos. Respiro, resisto
y la bajo mientras suplico: “Las maestras me miran mal, por favor, no podemos
llegar tarde otra vez, cambiate”. Como puedo, la tiro en el sillón que no hace
más que animarla a seguir durmiendo. Vuelvo a la cocina, cargo su botellita de
agua mientras preparo mi mate. Necesito un minuto para mí. Me escapo al baño y
me lavo la cara, porque yo también estoy dormida, que se sepa, pero alguien
tiene que tomar las riendas de esto. Intento quitarme con agua las marcas del
cansancio. Me ilusiono al recordar que en una hora se van todos los integrantes
de la casa y por fin estaré un rato sola para escribir aunque sea una línea.
Los chorros de agua refrescan mis neuronas electrocutadas y tapan mis zumbidos
(porque desde que nació mi segundo hijo y dejé de dormir de corrido para
siempre, arribaron a mi vida un ejército de zumbidos). Rumio unas palabras
sueltas que no arman nada pero que me arman a mí. Porque si hay algo que me
sostiene en esta de vida de corridas y madrugones, es la escritura.
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La prueba fragrante del percance |
Lila continúa en la misma
posición en la que la dejé. El agua de la pava hierve. No importa. Me sirvo un
mate, pues necesito cargar el tanque. Pero un chorro violento cae sobre mi
mano, quemándola sin piedad. Pego un grito en silencio para no despertar al
resto, revoleando el mate por el aire. No me puedo detener a sufrir. Se nos
hace tarde.
7:20. Nos quedan 10
minutos.
Con la mano en llamas y
llena de yerba, corro a rogarle a mi hija que abra un ojo, que se ponga una
media, que haga algo. Mientras le saco el pijama con una mano, googleo en mi teléfono con la otra:
quemadura con agua caliente. No llego a ver las recomendaciones. Me arde, me
está quemando, estoy disimulando. Me arde, es tarde para curarme. “Lila, mamá
se quemó, por favor, ayudame”. Enseguida abre grandes los ojos y mira mi mano
en llamas. Con absoluta madurez, comprende todo y se pone el uniforme sin pedir
ayuda. Luego se pone las zapatillas y se ata sola los cordones. Me emociona
verla tan autónoma, dulce y remolona. Qué crueldad sacarla tan temprano de la
cama, de la casa, del nido. Qué crueldad el paso del tiempo. La abrazaría una
hora entera, pero se hace tarde. Conteniendo las lágrimas, le pido que se lave
la cara. Mamá está bien, mi amor. Estoy cansada, estoy quemada, estoy
enamorada. Pero bien. Lo único que te pido es que te apures. Abro la puerta de
casa triunfante, lo estamos por lograr.
7:25. Nos quedan cinco
minutos.
Lila sale del baño y descubro
que aún me falta peinarla. Retroceder nunca, rendirme jamás. Mientras
atravesamos la puerta improviso una trenza e inhalo todo el perfume que
desprenden sus rulos con olor a shampoo de manzanilla. Qué delicia.
Nos tiramos de cabeza en
el auto, y acá voy a hacer otro paréntesis para confesar un secreto que tenemos
Lila y yo: Lila viaja en el asiento de adelante, con seis años. El colegio
queda a tres cuadras de casa, pero la llevo en auto porque nunca llegamos a
pie. A esa hora no nos ve nadie y tenemos nuestras tres cuadras de chicas
grandes. Cierro paréntesis.
7:35. Llegamos tarde.
“No importa, mami”, me
dice. Y volvemos a prometernos llegar temprano al día siguiente. Le doy un piquito
(también secreto nuestro) y le digo que la amo. Apenas la veo entrar, salgo
arando porque en casa me espera la segunda maratón: despertar a su hermano de
3.
7:40. Empieza la segunda
vuelta.
Este maratón me quema,
esta maternidad me quema, esta vida me quema. Pero me mantiene viva, con los
dedos ardidos deseantes de transformar todo este delirio en otra cosa.
*Brenda Howlin es dramaturga, guionista,
productora y actriz. En breve repone su exitosa comedia musical Shamrock. Estrena próximamente nueva obra, Entre
tus siestas.