Mis queridas Damiselas

 Por Marcela Robbio


A veces tenemos ganas de llorar. Infinitas y asfixiantes ganas de llorar… De inundarlo todo como Alicia en el País de las Maravillas. Pero no podemos llegar a ese extremo porque no brotan las lágrimas, se quedan atrapadas, bloqueadas en el lagrimal, conteniendo nuestra angustia, nuestra ira. Tal vez para protegernos de algo que no podemos verbalizar.

Nunca vi lágrimas en los ojos de mi abuela Ana. Cuando alguna vez le pregunté por qué no lloraba, con voz calma, casi agónica me dijo: “Ya he llorado mucho”.

Llorar mucho, llorar tantas lágrimas hasta agotar todas nuestras reservas de esa secreción tibia y salada.

Mi hermana cuando no puede más con sus ganas de llorar y el llanto se le retoba y no sale, se esconde, se agazapa, lo provoca: lee La Señorita Cora, ese cuento  de nuestro amado Julio Cortázar y el llanto es derrotado. La Señorita Cora lo noquea. Se abren las compuertas y fluyen incontenibles lágrimas como arroyos.

Se los recomiendo si surgen deseos de esa forma de desahogo; lloraremos y paradojalmente seremos felices después de leer a Julio. Estoy escribiendo estas líneas el día del nacimiento de nuestro escritor, el 26 de agosto.

¡Qué bueno recordarlo el día de su nacimiento! Basta ya de conmemorar fechas de muertes. Qué mal gusto, diría mamita afrancesada.

Que hermosos se ven tus ojos después de que llorás, escuchó esa mujer que él le decía y creyó que la amaba.  La credulidad, la ingenuidad duraron poco. ¡El famoso amor loco!

Te amaré hasta que la muerte nos separe o hasta que te mate, pensamiento del femicida.

Me gusta cuando callas, así no reclamas por tus derechos.

Dan ganas de llorar y no parar por tanta misoginia: para las mujeres, todo tiempo pasado NO fue mejor.

De peque me gustaba mucho llorar frente al espejo, ver mis ojos enrojecidos, mis labios hincharse, respirar entrecortado; solo la agonía del cisne podía compararse a la mía.

Mis años de formación como bailarina me hicieron lagrimear bastante, tal vez demasiado; los cisnes se mueren pero resucitan, los finales de los ballets son siempre felices, como los cuentos de hadas. ¿Felices comiendo perdices bajo la férula del príncipe salvador?

Soy llorona a más no poder, lloro mirando fotos, lloro mientras camino y escucho música, lloro cuando algún recuerdo se cuela sin permiso y me hace extrañar amores, amigos, familia, gatas, olores, mi hija bebé, los finales de algunas novelas, algunos cuentos, ciertas películas tremendamente melodramáticas, poesías desgarradoras...

Querer y no poder llorar me paraliza, me atraganta, me provoca náuseas. Llorar alivia tensiones, deshace nudos en la garganta.

Recomiendo colocar cucharas, previamente enfriadas, una sobre cada párpado para deshincharlos después de un llanto liberador. Los ojos quedarán como nuevos, listos para una nueva sesión de llanto cuando la ocasión lo amerite.

Pero recuerden en caso de ánimos por los pisos: la ironía le puede ganar a la depresión. Casi siempre.

Toda tragedia termina en farsa, en la historia, en la vida… ¡Grande Carlitos Marx! Final rojo para una roja inclaudicable.