Por Moira Soto
A fines de los ‘90, 30 (y peniques) años después de haber dejado sin pena y con enorme gloria Los vengadores (donde estuvo entre 1965 y 1967), Diana Rigg protagonizó una liviana serie para la BBC donde se mandaba guiños, alusiones y homenajes a las aventuras de Emma Peel y John Steed, Los misterios de la señora Bradley. Producción de corte policial bien inglés de enigma que transcurre en 1929. Es decir, 30 (y más peniques) años antes de que la excelsa Rigg entrara a hacer un reemplazo en la icónica serie y enamorase a casi todo el mundo con su charme absoluto en el rol de la otra señora, espía, presunta viuda, experta en ciencias y artes marciales, pintora abstracta en sus ratos de ocio, canchera y sofisticada como ella sola.
Cuando DR se tiró el lance, sin excesivas expectativas, de audicionar para el papel femenino de Los vengadores, suplantando a Honor Blackman que se fue sin que la echaran, no estaba bien visto que la gente de teatro –menos aún una actriz de formación shakespeariana como ella– se pasara a la tele, a hacer un mero entretenimiento popular. Pero a la inglesa que había debutado haciendo a Brecht (un papelito secundario en El círculo de tiza caucasiano, 1957) luego de cursar en la Royal Academy of Dramatic Art, en 1965 se le vencía el contrato con la Royal Company de Strafford y pensó desprejuiciadamente que en la variedad podía estar la diversión. Venía de hacer una elogiada Cordelia en Rey Lear, junto al gran Paul Scofield bajo la batuta de Peter Brook, y le atrajo el desafío de participar en una serie que ya era exitosa (y que con ella treparía a niveles altísimos de fetichismo e idolatría).
No todo fue miel sobre hojuelas luego de la incorporación de Diana, si bien el público la aceptó sin reservas desde el vamos: la actriz se encontró con un medio de expresión y un sistema de trabajo muy diferentes, la popularidad obtenida de la noche a la mañana la shockeó, las entrevistas y las sesiones de fotos la agotaban. Para colmo, durante la filmación del segundo capítulo descubrió que cobraba menos que el cameraman. Pataleó, por supuesto, y de 90 se fue a 180 libras semanales. Durante 51 episodios, entonces, DR fue la desenvuelta y glamorosa agente Emma Peel, pareja virtual de John Steed, interpretado de maravillas por Patrick MacNee. No casualmente el personaje de la chica autónoma, con mucha iniciativa y capaz de cuidarse a sí misma, que tan bien sintonizó con la movida del feminismo de los ‘60, había sido inicialmente diseñado para un varón, el actor Ian Hendry, que estuvo en los primeros 26 capítulos (antes de la aguerrida Blackman, claro).
DR se fue de la serie en 1967 porque le pareció que se empezaba a reiterar, razón por la cual rechazó sistemáticamente roles en la línea Emma Peel, en tanto que algunos de los personajes que le habría gustado hacer -según declaró con franqueza- iban a parar inevitablemente a Glenda Jackson o a Vanessa Redgrave. Pero laburo no le faltó en las tablas: en los ‘70 hizo a Tom Stoppard, siguió con Shakespeare en comedias y tragedias hasta encarnar a la tremebunda Lady en Macbeth (1972-1973). Y entre otros films, actuó en el ingenioso Theatre of Blood (1973) con un elencazo encabezado por Vincent Price, majestuoso como un actor que se venga sistemáticamente de los críticos que lo apalearon. Sangrientamente, como corresponde, montando escenas de obras del Bardo. Rigg siguió haciendo lo suyo entre el teatro, el cine y la TV, ganándose algunos premios y ya en los ‘90 mereció ditirambos por sus creaciones en Madre Coraje, Medea y Quién le teme a Virginia Woolf, sobre la escena londinense y en giras. Ecléctica, no dejó de lado ni a Racine ni a Molière. En sus mocedades fue la Eliza en el Pigmalión, de Shaw; y en la madurez se metió en la piel de la comprensiva Mrs. Higgins, madre del pedante profesor. Y hace un par de años volvió a este rol pero ya no en la pieza teatral sino en la perfecta comedia musical de Alan Jey Lerner, Mi bella dama.
Entre sus muchas incursiones en la tevé, en 2013 DR volvió feliz de poder hacer a una gran villana, Lady Olenna en Game of Thrones, dama de fierro implacable pero muy familiera. Soberbia en sus ropajes y tocados intemporales evocando una mítica sociedad feudal, como siempre robando cámara en cada aparición. Hasta 2017, año en que decidió partir, saludó cortésmente y se fue a veranear a su casita de campo en la Normandía francesa.
En Los misterios de la señora Bradley, Diana Rigg –flequillo y melenita onda flapper– encarna una detective independiente, versada en toxicología y grafología, que viaja a Inglaterra para asistir al funeral de su exmarido, en plena campiña. George, su chofer, colaborador y rendido admirador, guarda alguna semejanza con el John Steed de Los vengadores. Después de que los deudos echan polvo al polvo sobre el cajón, la señora Bradley deja caer unos buenos puros, los favoritos del difunto. Atípica y traviesa, también epigramática: “El matrimonio es una condición terminal agobiante para la cual la única cura es el bálsamo salvador del divorcio”, pontifica frente a la tumba del hombre que dejó porque, “aunque bueno, era muy aburrido”. Luego, conducida por su perfecto chofer, se va a la mansión de un ex novio cuya hija es su ahijada y está a punto de casarse. “Te ves radiante”, le comenta la señora B a la chica. “Es el amor”, responde dulcemente la joven. “... Y las joyas”, redondea la detective que al rato nomás deberá poner manos a la obra porque ocurre un crimen. Bah, nadie se da cuenta de que el muerto (que resulta una muerta) se fue al otro barrio de manera violenta, salvo nuestra señora, que lee a Freud, administra sedantes a las necesitadas y es muy capaz de pasar del cinismo a la indulgencia, ya de lánguido vestido plisado lavanda con perlas y tacones, ya de cardigan, camisa, corbata y zapatos abotinados... Ella cita a Montaigne y se queja del campo, “ese lugar mojado donde los animales andan sueltos y crudos”. Al igual que entre Emma Peel y John Steed, hay ambigüedad en las relaciones de Adela Bradley y George Moody, el conductor que busca palabras raras en el diccionario y después se empeña en usarlas. Pero se queda mudo cuando su ama le saca una pelusa del hombro de su uniforme, cerquita del cuello.