De crisálida a cenicienta

Por Sebastián Spreng


El cuento de Cenicienta escrito por Charles Perrault en 1697 (con muchísimos antecedentes que se remontan hasta la Antigüedad) no pudo dejar de atraer al género lírico, y si bien Gioacchino Rossini en 1817 con su inefable La Cenerentola le dio una vuelta de tuerca genial plena de humor y connotaciones de todo tipo, fue Massenet en 1899 con Cendrillon quien se adhirió más fielmente a la historia original. Se dice comúnmente que si el Rossini es ajo, el Massenet es cebolla: el primero trabaja con la ironía, este último con la dulzura. No es su mejor partitura: no es Manon, ni los sublimes últimos dos actos de Werther o las frondosidades wagnerianas de Esclarmonde o el edulcoramiento orientalista de Thais, sino una obra medida y a medida con todos los condimentos para un éxito garantizado. Massenet siempre cumple y esta no es la excepción. Así, estas dos adorables pero opuestas Cenicientas dejaron atrás otras competidoras como las de -entre otras- Laruette, Pauline Viardot, Pavesi, Wolf Ferrari y Leo Blech.

A fines de la década del 70 en pleno revival de Massenet, Cendrillon reverdeció sus laureles con una deliciosa Frederica von Stade (luego también aristocrática Cenerentola), quien en este milenio delegó el cetro a Joyce di Donato, la cantante que hoy más se asocia con el personaje, justamente celebrada en ambas márgenes del Atlántico con la puesta antológica de Laurent Pelly, que logró el demorado estreno de la ópera en el Met. También triunfante en Covent Garden, ahora llega una versión completamente diferente desde el vecino festival de Glyndebourne protagonizada por Danielle De Nise, una soprano – como Julia Giraudon, la original del estreno en 1899 – en lugar de la mezzo lírica habitual.

La puesta de Fiona Shaw, revivida por Fiona Dunn, es de corte totalmente onírico, todo se resume a un sueño con tres Cinderellas (la niña, la cantante, la bailarina) que transcurre en esta época con un desenfadado vestuario kitsch de Nicky Gillibrand y sugestivos decorados de Jon Bausor, prismas y espejos replicando al infinito. En más de una instancia, la idea general se enreda en demasía pero vale destacar que abordar la historia como la metamorfosis de crisálida a mariposa es no solo original, sino que aporta estética exquisita y mayor significado sin pretender lo que no es. Todo es transformación y la heroína del cuento resulta un símbolo perfecto.

Impecable Danielle de Nisse, la “dueña de casa de Glyndebourne” tiene todo para encarnarla y lo hace a la perfección, hasta en su imagen salida del mejor Walt Disney; a su lado la equipara el príncipe de Kate Lindsay en una asunción ambigua y curiosa en la visión de Shaw que conviene no revelar al espectador. Ardorosa vocal y actoralmente, Lindsay convence sin vuelta de hoja. El barítono belga Lionel Lothe es un sólido Pandolfe, padre de Cendrillon, mientras que las dos hermanastras son realmente grotescas y espantosas, léase como gran elogio para Eduarda Melo y Julie Pasturaud. 

El papel estratosférico del Hada Madrina servido por Nina Minasyan, joven soprano armenia, deslumbra en cada intervención contrastando con los graves cavernosos de Agnes Zwierko, la insufrible madrastra, y en este caso, otra vez, ese adjetivo va como elogio. En el foso orquestal, John Wilson lidera la London Philharmonic con fluidez extrayendo las sutilezas de la partitura con admirable limpidez y efervescencia, así como el coro O la surprenante aventure que a capella merece especial mención.

En síntesis, una versión que si bien no desbanca la de Pelly con DiDonato, debe verse y añadirse al catálogo del mejor Massenet por su excelente elenco y su curiosa perspectiva que funde el origen de los sueños, el psicoanálisis y la psicodelia con la esencia de un cuento no tan para niños. 

*MASSENET, CENDRILLON, WILSON, OPUS ARTE OA1303 DVD